– Salvo tenía un husky. Esos perros son muy delicados, especialmente con este clima. Padecía un eczema debido al calor. El doctor Niccolini fue el único que pareció capaz de hacer algo para ayudarlo.
– ¿Y qué pasó, señor? -preguntó Brunetti con sincera curiosidad.
– Oh, Salvo tuvo que desprenderse del perro. Se convirtió en un gran problema para él. Pero se formó una buena opinión del doctor y, ciertamente, nos habría ayudado de todas las formas posibles.
No cabía duda al respecto: Brunetti había advertido el tono de una verdadera preocupación humana en la voz de Patta.
Aun después de todos aquellos años, Brunetti no había aprendido a predecir cuándo Patta, en algún momento de descuido, daría pruebas de ser un individuo sensible. Eso siempre lo desarmaba, seducido por la sospecha de que aún podían hallarse trazas de humanidad en el alma de su superior. La reincidencia de Patta en su crueldad habitual no había apagado en Brunetti su deseo de ser engañado.
– ¿Aún está aquí? -preguntó Brunetti, conjeturando si Patta se había puesto en contacto con el hijo de la signora Altavilla, pero reticente a preguntárselo.
– No, no. Encontró un trabajo en algún otro lugar. Vicenza. Verona. He olvidado cuál.
– Ya veo -dijo Brunetti, asintiendo como si hubiera comprendido-. ¿Y cree usted que sigue ejerciendo de veterinario?
Patta levantó la cabeza, como si de repente hubiera percibido un olor extraño.
– ¿Por qué me lo pregunta?
– Tiene usted que establecer contacto con él. No había libreta de direcciones en el piso, y no pude ir al piso de arriba a aquellas horas para preguntarle a la mujer que vive allí. Pero si aún es veterinario, debe de estar inscrito en una de esas dos ciudades.
– Por supuesto que deberíamos contactar con él -replicó Patta con una brusca irritación, como si Brunetti se hubiera opuesto a la idea-. Difícilmente hubiera creído que tendría que explicarle algo tan sencillo, Brunetti. -Luego, para evitar que Brunetti se pusiera de pie, continuó-: Quiero que esto se aclare cuanto antes. No podemos permitir que la gente de esta ciudad crea que no está segura en sus casas.
– Desde luego, vicequestore -se apresuró a decir Brunetti, curioso por saber quién podría haber sugerido a Patta que la muerte de la signora Altavilla podría suscitar la inseguridad ciudadana-. Echaré un vistazo y llamaré a la signora Giusti…
– ¿A quién?
– A la mujer del piso de arriba, señor. Parece que conocía muy bien a la fallecida.
– Entonces debería saber dónde localizar al hijo.
– Eso espero, dottore -concluyó Brunetti, y se dispuso a levantarse.
– ¿Qué piensa hacer con la prensa? -preguntó Patta en tono cauteloso.
– ¿Se ha puesto en contacto con usted, señor? -preguntó a su vez Brunetti, volviéndose a sentar en la silla.
– Sí -respondió Patta, y dirigió a Brunetti una larga mirada, como si sospechara que él o Vianello o incluso, posiblemente, Rizzardi, hubiera pasado las primeras horas de la mañana al teléfono, hablando con los reporteros.
– ¿Qué han preguntado?
– Saben el nombre de la mujer, y han preguntado sobre las circunstancias de su muerte, lo acostumbrado.
– ¿Qué les ha dicho, señor?
– Que las circunstancias de su muerte ya están investigándose y que esperamos un informe del medico legale en algún momento entre hoy y mañana.
Brunetti asintió, aprobatoriamente.
– Entonces me ocuparé de contactar con el hijo, señor. La mujer de arriba seguro que sabe cómo encontrarlo. -Antes de que Patta pudiera preguntar, Brunetti dijo-: Señor, anoche no estaba en condiciones de responder a preguntas. -Como Patta no contestó, Brunetti añadió-: Iré a hablar con ella.
– ¿Sobre qué?
– Sobre la vida de la muerta, sobre su hijo, sobre cualquier cosa que ella crea que podría darnos razones para preocuparnos.
No hizo mención alguna de Palermo, ni dijo que Vianello iba a hablar con los vecinos de abajo, por temor a que Patta llegara a la conclusión de que la signora Giusti estaba complicada en la muerte de su vecina.
– ¿«Preocuparnos», Brunetti? Creo que sería más sensato disponer de los resultados de la autopsia antes de que empiece usted a emplear palabras como «preocuparnos», ¿no cree?
Brunetti se sintió casi reconfortado por el retorno del Patta que él conocía, el maestro de la evasión, que con tanta habilidad conseguía desviar toda la atención que no fuera enteramente positiva o laudatoria.
– Si la mujer murió de muerte natural, no tenemos por qué preocuparnos; así pues, me parece que no deberíamos emplear esa palabra.
Al instante, como si temiera que de algún modo la prensa se apropiara de aquella observación y se cebara en su falta de sensibilidad, Patta corrigió, para aquellos oyentes silenciosos:
– Quiero decir profesionalmente, claro. Desde el punto de vista humano, su muerte, como la de cualquiera, es terrible. -Luego, como si la voz de su hijo le hiciera una advertencia, añadió-: Y por partida doble, dadas las circunstancias.
– Por supuesto -afirmó Brunetti, resistiendo el impulso de inclinar la cabeza respetuosamente ante la sibilina opacidad de las palabras de su superior, y dejó pasar un instante en silencio-. Creo que por el momento no hay nada que podamos decir a la prensa, señor; al menos hasta que Rizzardi nos diga qué ha encontrado.
Patta se lanzó vorazmente sobre la incertidumbre de Brunetti.
– Entonces, ¿cree usted que fue una muerte natural?
– No lo sé, señor -respondió Brunetti, recordando la señal cerca de la clavícula de la mujer. Si el resultado de la autopsia apuntara a un delito, sería preciso que Patta revelara la noticia, reafirmando así su papel de jefe protector de la seguridad ciudadana-. Cuando tengamos los resultados, debería ser usted el único que hablara con la prensa, señor. Seguro que los periodistas prestarán más atención a cualquier cosa que provenga de usted.
Brunetti dobló los dedos de la mano derecha y cerró el puño. Fatigado de pronto con su papel, se dijo que ni siquiera un perro beta tenía que continuar tumbado tripa arriba durante tanto tiempo.
– De acuerdo -convino Patta, que recuperó su buen humor-. Que me entere cuanto antes de lo que le diga Rizzardi cuando lo vea. -Y luego, como si recordara algo-: Y encuentre al hijo de esa mujer. Se llama Claudio Niccolini.
Brunetti dio los buenos días al vicequestore y salió al antedespacho a hablar con la signorina Elettra, convencido de que ella encontraría fácilmente en algún lugar del Véneto a un veterinario llamado Claudio Niccolini.
6
Aquello resultó mucho más fácil de lo que había imaginado: la signorina Elettra se limitó a introducir «Veterinario» y buscar en las páginas amarillas de ambas ciudades. No tardó en encontrar el número del consultorio del Dott. Claudio Niccolini, en Vicenza.
Brunetti regresó a su despacho para hacer la llamada, sólo para enterarse de que el doctor no estaba aquel día en el consultorio. Cuando dio su nombre y cargo, y explicó que tenía que hablar con el doctor acerca de la muerte de su madre, la mujer con quien hablaba dijo que el doctor Niccolini ya había sido informado y que se dirigía a Venecia; que, de hecho, era probable que ya estuviera allí. El reproche en su voz era inequívoco. Brunetti no dio explicación alguna por el retraso en llamar y, en cambio, preguntó por el número de telefonino del doctor. La mujer se lo dio y colgó sin más comentarios.