Brunetti marcó el número. A la cuarta llamada un hombre contestó:
– Sì?
– ¿Dottor Niccolini?
– Sì. Chi parla?
– Soy el commissario Guido Brunetti, dottore. En primer lugar, deseo manifestarle mis condolencias por la pérdida que ha sufrido. -Hizo una pausa y añadió-: Quisiera hablar con usted sobre su madre, si es posible.
Brunetti no tenía idea de cuál era su autoridad, puesto que había acudido a casa de la mujer casi por eliminación, y ciertamente no se le había dado ningún encargo oficial para investigar las circunstancias de su muerte.
El otro se tomó mucho tiempo para contestar, y cuando lo hizo, espetó:
– ¿Por qué…? -y se detuvo. Tras otra pausa que pareció interminable, dijo, pugnando por controlar su incomodidad-: No sabía que la policía hubiera intervenido.
Si era eso lo que pensaba, Brunetti decidió que era mejor dejar que lo siguiera creyendo.
– La primera llamada la recibimos nosotros, dottore. -dijo Brunetti en su tono más anodinamente burocrático. Luego, cambiando de registro para adoptar el papel de funcionario desbordado, añadió-: Generalmente el hospital envía un equipo, pero como la persona que informó de la muerte nos llamó a nosotros, nos vimos obligados a acudir.
– Comprendo -asintió Niccolini con una voz más calmada.
– ¿Puedo preguntarle dónde está, dottore?
– Estoy en el hospital, esperando hablar con el patólogo.
– Yo ya voy para ahí -mintió Brunetti sin esfuerzo-. Quedan algunas formalidades; de este modo podré atenderlas y de paso hablar con usted. -Sin molestarse en esperar la réplica de Niccolini, dijo-: Estaré ahí dentro de diez minutos. -Y colgó.
No se molestó en comprobar si Vianello estaba en el cuarto de oficiales, pero dejó rápidamente la questura y se encaminó al hospital. Mientras iba andando, reflexionó sobre el tono de Niccolini y sus palabras. Comprendió que el temor a una intervención de la policía era una respuesta normal de cualquier ciudadano, de modo que quizá el nerviosismo que había percibido en la voz de aquel hombre era lo que cabía esperar. A lo cual se añadía que el dottor Niccolini estaba hablando desde el hospital, donde reposaba el cuerpo de su madre muerta.
La belleza del día interrumpió sus reflexiones. Todo lo que necesitaba era el olor penetrante de las hojas quemadas para recrear en su memoria aquellos días perdidos de libertad en el otoño tardío, cuando él y su hermano, de niños, vagaban a su aire por las islas de la laguna, en ocasiones ayudando a los campesinos en las últimas cosechas del año, y tremendamente orgullosos de poder llevar a casa bolsas llenas de las frutas o las verduras con que les habían pagado.
Cruzó Campo SS. Giovanni e Paolo, consciente de lo perfecta que sería hoy la luz para contemplar las vidrieras de la basílica. Entró en el ospedale. El amplio vestíbulo devoraba la mayor parte de la luz, y aunque pasó por patios y espacios abiertos camino del obitorio, las paredes en que aquéllos estaban encajados destruían la sensación que tenía al aire libre.
En la sala de espera del depósito había un hombre de pie. Era alto, corpulento, con la complexión de un luchador al final de su carrera, su musculatura ya empezaba a perder el tono, pero aún no se había convertido en grasa. Levantó la vista cuando entró Brunetti y lo miró, pero sin ser consciente de la llegada de otra persona.
– ¿Dottor Niccolini? -preguntó Brunetti, tendiendo la mano.
El doctor tardó en reaccionar ante Brunetti, como si tuviera que limpiar la mente de otros pensamientos antes de poder aceptar la presencia de otra persona.
– ¿Es usted el policía? Lo siento, pero no recuerdo su nombre.
– Brunetti.
Le estrechó la mano, más por costumbre que por ganas. Su mano era firme, pero el apretón fue fugaz. Brunetti advirtió que su ojo izquierdo era ligeramente menor que el otro o estaba situado en un ángulo diferente. Ambos eran de color castaño oscuro, como su pelo, que ya griseaba en las sienes. La nariz y la boca eran sorprendentemente delicadas en un hombre de su estatura, como si se hubieran dibujado para una cara más pequeña.
– Lamento conocerlo en estas circunstancias -dijo Brunetti-. Debe de ser muy difícil para usted.
Debía existir cierto lenguaje formal para aquella circunstancia, pensó Brunetti; algún modo de superar la torpeza. Niccolini asintió, apretó los labios, cerró los ojos y luego se apartó rápidamente de Brunetti, como si hubiera oído algo procedente de la puerta del depósito.
Brunetti aguardó, con las manos atrás, la una sosteniendo la otra por la muñeca. Cobró conciencia del olor de la estancia, que ya había percibido demasiadas veces: algo químico y penetrante que trataba, sin éxito, de borrar otro, éste agresivo, cálido y fluido. Frente a él, en la pared, vio uno de esos carteles horrorosos que los hospitales no pueden resistirse a exhibir: mostraba imágenes tremendamente ampliadas de las que creyó eran las garrapatas que transmitían la encefalitis y la borreliosis.
Hablando a la espalda del hombre, Brunetti sólo podía pensar en trivialidades.
– Quisiera expresarle mis condolencias, dottore -dijo, antes de recordar que ya lo había hecho.
El doctor no le respondió inmediatamente, y ni siquiera se volvió. Por último, con una voz baja y torturada, dijo:
– Yo he hecho autopsias, ¿sabe?
Brunetti guardó silencio. El otro sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, se secó la cara y se sonó. Cuando se volvió, su rostro pareció por un momento el de otro hombre; por alguna razón, mayor.
– No me dirán nada; no me dirán cómo murió o por qué le están practicando la autopsia. Así que todo cuanto puedo hacer es quedarme aquí y pensar en lo que está sucediendo.
Su boca se tensó en una mueca y, por un momento, Brunetti temió que el doctor rompiera a llorar. Como no parecía adecuada una réplica, Brunetti dejó pasar algo de tiempo y luego se adelantó y, sin preguntar nada, tomó a Niccolini por el brazo. El hombre se envaró, como si el contacto de Brunetti fuera el preludio de un golpe. Giró la cabeza bruscamente y se quedó mirando a Brunetti con ojos de animal asustado.
– Venga, dottore -dijo Brunetti con su tono más tranquilizador-. Quizá debería sentarse un momento.
La resistencia del hombre desapareció, y Brunetti lo condujo hasta la hilera de sillas de plástico, le soltó despacio el brazo y esperó a que el doctor se sentara. A continuación, Brunetti ladeó otra silla para situarse oblicuamente frente a él y también se sentó.
– La vecina de arriba de su madre nos llamó anoche -empezó.
Pareció que a Niccolini le llevara algún tiempo enterarse de lo que Brunetti le explicaba, y luego se limitó a decir.
– Me llamó esta mañana. Por eso estoy aquí. -Niccolini, casi en contra de su voluntad, empezó a frotarse las manos. El sonido, áspero y seco, era extrañamente fuerte-. Me dijo que bajó a decirle a mamma que estaba en casa, y a recoger el correo. Y cuando entró… la encontró. -Se aclaró la garganta y, de repente, separó las manos y las embutió bajo los muslos, como un escolar durante un examen difícil-. En el suelo. Dijo que supo en cuanto la miró que estaba muerta. -El doctor inspiró profundamente, apartó la mirada hacia la derecha de Brunetti y continuó-: Dijo que cuando todo hubo terminado y se la llevaron, a mi madre, decidió esperar para llamarme. Luego me llamó. O sea, esta mañana.