Выбрать главу

Si lo desea, podría tratar de explicarle exactamente lo que ocurrió. O sea, en sentido médico.

Viendo la afable sonrisa de Rizzardi, Brunetti se dio cuenta de que el patólogo no tenía idea de la profesión de Niccolini ni tampoco de la formación médica que lo había preparado para ella, de modo que no calculaba bien el efecto que su condescendencia podía provocar.

Niccolini preguntó, con una voz muy suave:

– ¿Podría ser más concreto acerca de esos «indicios físicos»?

Su tono, no sus palabras, captaron la atención de Rizzardi. El patólogo dijo:

– Había signos de traumatismo.

«Ah -se encontró pensando Brunetti-, ahora llegamos a la marca en la garganta.»

Niccolini consideró la frase y dijo:

– Hay muchas clases de traumatismos.

Brunetti decidió intervenir antes de que Rizzardi empezara a simplificar el significado del término y pusiera más en su contra a Niccolini.

– Creo que debería saber que el dottor Niccolini es veterinario, Ettore.

Rizzardi se tomó un momento para responder, y cuando lo hizo, resultó evidente que la noticia le complacía.

– Ah, entonces comprenderá.

Tanto Rizzardi como Brunetti oyeron jadear a Niccolini. Giró sobre sus talones en dirección al patólogo, con el puño cerrado involuntariamente y el rostro pálido a causa del impacto.

Rizzardi dio un paso para apartarse de la verja y levantó las manos, en un instintivo gesto de autoprotección.

– Dottore, dottore, no quería ofenderlo.

Movió repetidamente las manos en el aire, entre él y Niccolini, hasta que éste, con aspecto aturdido a causa de su propia conducta, bajó la mano. Rizzardi explicó:

– Sólo he querido decir que usted comprendería las implicaciones fisiológicas de lo que he dicho. Nada más. -Y luego, con más calma-: Por favor, por favor. No piense siquiera en eso.

¿Estaba Niccolini tan alterado que había entendido la observación de Rizzardi como una comparación entre la anatomía animal y la humana? Pero ¿cómo podía esperarse que uno se mantuviera frío y racional en presencia del hombre que acababa de practicar la autopsia a su madre?

Niccolini asintió varias veces, con los ojos cerrados y sonrojado, luego miró a Rizzardi y dijo:

– Por supuesto, dottore. He interpretado mal. Todo es tan…

– Lo sé. Todo esto es terrible. He hablado con muchas personas. Nunca resulta fácil.

Los hombres volvieron a guardar silencio. Un sabueso salió de una de las tiendas próximas al extremo del campo, se alivió contra un árbol y luego regresó a la tienda.

La voz de Rizzardi apartó la atención de Brunetti del perro.

– Sólo puedo repetir que su madre murió de un ataque al corazón. Eso es indiscutible.

En el pasado, Brunetti había escuchado al médico suficientes veces como para comprender que Rizzardi estaba diciendo la verdad, pero ahora podía verle la cara, y por eso supo que había también algo que no decía. Rizzardi prosiguió:

– Y para contestar a su pregunta, sí, había sangre en la escena. El commissario Brunetti también la vio. -Niccolini se volvió hacia Brunetti en busca de confirmación, y él asintió. Luego aguardó a que Rizzardi se explicara-. Había un radiador no lejos de donde fue hallada su madre, y no es contradictorio con las pruebas que se golpeara la cabeza al caer. Como usted sabe, las heridas en la cabeza a menudo sangran mucho, pero como la muerte se produjo muy rápidamente tras el ataque al corazón, no sangró por mucho tiempo, y esto tampoco contradice lo que observamos en la escena.

Con cada frase que pronunciaba, el lenguaje de Rizzardi se aproximaba más al oficial de los informes impresos y de las actas de las comisiones.

Como un hombre que buscara aire para respirar, Niccolini preguntó:

– Pero ¿fue el ataque al corazón lo que la mató?

¿Cuántas veces necesitaba oír aquello?, se preguntó Brunetti.

– Sin lugar a dudas -respondió Rizzardi con su voz más oficial. La leve exclamación de incomodidad que Brunetti había percibido en sus anteriores evasivas, se transformó de repente en un bocinazo de duda.

Brunetti no sabía en qué estaba mintiendo el médico, pero ahora estaba convencido de que mentía.

Niccolini imitó la postura anterior del patólogo y se apoyó en la verja.

Un sonido parecido a un grito de guerra atrajo su atención. Todos se volvieron y miraron al extremo opuesto del campo, donde Marco giraba en círculos cada vez más cerrados en torno a uno de los árboles. Brunetti, observando el giro cada más y más ceñido del niño, se interrogó por el proceder de Niccolini. Hubiera comprendido el abatimiento, la pena o un estallido de llanto. Durante su carrera había visto también lo contrario: fría satisfacción ante la muerte de un progenitor. Niccolini parecía nervioso y paralizado al mismo tiempo. ¿Por qué, además, forzaba a Rizzardi a repetir que la muerte había sido natural?

Rizzardi echó atrás la manga de su chaqueta y miró el reloj.

– Lo siento, signori, pero tengo una cita.

Tendió la mano a Niccolini y se despidió cortésmente. Le dijo a Brunetti que le enviaría el informe por escrito en cuanto pudiera, y que lo llamara si tenía alguna pregunta que hacerle.

Niccolini y Brunetti observaron en silencio al patólogo mientras atravesaba el campo y desaparecía en el interior del hospital.

7

Cuando Rizzardi se hubo marchado, Brunetti preguntó, señalando con un movimiento de cabeza el hospitaclass="underline"

– ¿Tiene usted algo más que hacer ahí?

– No, creo que no -respondió Niccolini, sacudiendo la cabeza como para apartar de ella la idea o el lugar-. Firmé algunos papeles cuando fui, pero nadie me dijo que tuviera que hacer nada más. -Miró hacia el hospital, luego a Brunetti y añadió-: Me dijeron que no puedo verla hasta esta tarde. A las dos. -Luego, hablando más para sí que para Brunetti, dijo-: Esto no tenía que haber ocurrido. -Levantó la vista y concluyó, como si temiera que Brunetti tuviera alguna razón para dudarlo-: Era una buena mujer.

A pesar de los años -décadas- que llevaba de policía, Brunetti aún deseaba creer que aquello era cierto en la mayoría de las personas. La experiencia sugería que eran buenas, al menos que no se las ponía en situaciones insólitas o difíciles, y entonces algunas, incluso muchas, cambiaban. Brunetti se sorprendió pensando en la oración: «No nos dejes caer en la tentación.» Qué inteligente, quienquiera que hubiera dicho eso -¿fue el propio Cristo?-, por darse cuenta de lo fácilmente que somos tentados, de lo fácilmente que caemos y de lo acertado que es orar para librarse de la tentación.

– … usted cree que ellos… -oyó decir a Niccolini, y volvió de nuevo su atención a su interlocutor.

En lugar de acabar la frase, el veterinario levantó la mano en el aire, con la palma hacia el cielo, y luego la dejó caer a su costado, como resignado ante el hecho de que los cielos tenían escaso interés en lo que le había sucedido a su madre. La falta de atención por parte de Brunetti había sido sólo temporal. Tenía muchos deseos de escuchar cuanto el doctor tuviera que decir, así que, mirando el reloj, sugirió:

– Dottore, si quisiera podríamos comer algo. -Hizo una pausa y luego dijo-: Pero si desea estar solo -prosiguió, levantando involuntariamente ambas palmas y desplazando su cuerpo hacia atrás-, lo comprenderé.

La mirada de Niccolini fue franca y directa. Después consultó también su reloj: permaneció unos momentos con la mirada fija en él, como si tratara de descifrar qué significaban los números.

– Dispongo de una hora -dijo finalmente. Luego, en tono muy decidido, añadió-: Sí. -Miró el campo a su alrededor, en busca de un punto de referencia familiar y explicó-: No sé qué hacer hasta entonces, y el tiempo pasará más deprisa. -Se volvió hacia el bar donde habían tomado café-. Todo es completamente distinto -observó.