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El camarero pasó junto a su mesa, y Brunetti pidió la cuenta. En los minutos que pasaron mientras el camarero iba dentro en su busca, Niccolini mantuvo la mirada fija en su copa medio llena de vino y en los bocadillos sin comer.

Brunetti pagó la cuenta, dejó unos pocos euros en la mesa y echó atrás su silla. Niccolini se puso en pie.

– Me gustaría hacerlo yo, commissario. No sé si voy a poder… -empezó, pero la voz se le apagó, incapaz de dar un nombre a lo que era incapaz de hacer.

– Por supuesto -admitió Brunetti, procurando decir lo mínimo.

Tendió la mano y tomó la del doctor. Antes de que pudiera hablar, el doctor se la estrechó hasta el punto de causarle daño y dijo:

– No diga nada. Por favor.

Soltó la mano de Brunetti y atravesó el campo en dirección al hospital.

8

Brunetti alargó la mano y cogió uno de los bocadillos del plato. Cohibido porque lo vieran comer de pie, volvió a sentarse y se lo acabó. Luego entró en el bar y se tomó un vaso de agua mineral. Se dio cuenta de que no había llamado a Paola para decirle que no iría a casa a almorzar. Pagó y salió para hacer la llamada. Marcó el número de su casa y esperó que ella entendiera que había estado, en cierto sentido, secuestrado por los acontecimientos.

– Paola -dijo, cuando ella respondió con su nombre-. Las cosas se me han ido de las manos.

– Lo mismo que un rombo al vino blanco con hinojo.

Bueno, al menos no estaba enfadada.

– Y patatas de guarnición, y zanahorias -prosiguió ella incansable- y una de esas botellas de tokay que te dio tu informador.

– Se supone que no debí haberte dicho eso.

– Entonces haz como que no me has oído decir que sé de quién las conseguiste.

Quizá no iba a salir tan bien librado.

– He tenido que reunirme con el hijo de esa mujer que murió anoche.

– No venía en el periódico esta mañana, pero ya está en la versión digital.

Brunetti no se sentía cómodo en la era cibernética, y aún prefería leer sus periódicos en papel. El hecho de que un periódico como el Gazzettino ahora existiera en el ciberespacio era para él causa de una gran incomodidad.

– ¿Qué será de la gente expuesta al Gazzettino las veinticuatro horas del día? -preguntó.

Paola, que a menudo tenía una visión más amplia y mesurada que Brunetti, dijo:

– Considéralo como un montón de residuos tóxicos que no acaban en África.

– Sin duda. No había considerado eso. Ahora estoy en paz con mi conciencia -dijo Brunetti. Luego, curioso por saber cómo se desarrollaba la historia, preguntó-: ¿Qué dicen?

– Que fue hallada en su piso por una vecina. Al parecer la causa de la muerte fue un ataque al corazón.

– Bueno.

– ¿Eso significa que no fue así?

– Rizzardi se ha mostrado más evasivo y circunspecto que de costumbre. Creo que podría haber visto algo, pero no dijo nada al hijo de la mujer.

– ¿Cómo es el hijo?

– Parece una persona decente -dijo Brunetti, y ciertamente ésa fue su primera impresión-. Pero no podía disimular su alivio por el hecho de que la policía no mostrara interés alguno por la muerte de su madre.

– ¿Y tú hacías como que no tenías interés?

– Sí. Parecía preocupado porque yo quisiera hablarle, de modo que tuve que fingir que se trataba de una formalidad de procedimiento, porque fuimos nosotros quienes recibimos la llamada.

– ¿Por qué estaba nervioso? No puede haber tenido nada que ver con el asunto.

Oyéndola hablar tan categóricamente, Brunetti comprendió que él también había rechazado esa posibilidad a priori. El mundo ofrecía un amplio surtido de variaciones sobre el tema del homicidio. Esposas y maridos se mataban entre ellos con asombrosa frecuencia, amantes y ex amantes se mantenían en un estado de guerra no declarada. Había perdido la cuenta de las mujeres que habían matado a sus hijos en los últimos años. Pero su mente todavía se paraba en seco ante esto: los hombres no matan a sus madres.

Se puso a vagar siguiendo esos pensamientos. Paola permaneció en silencio, a la espera. Finalmente, él admitió:

– Podría muy bien no ser nada. Al fin y al cabo ha sufrido un golpe tremendo, y después de haber hablado yo con él ha tenido que regresar al hospital a identificarla.

– Oddio! -exclamó ella-. ¿Es que no pudieron encontrar a otro?

– Tiene que hacerlo un pariente.

Durante unos momentos ninguno de los dos habló, y luego él apartó a ambos de aquellos asuntos y dijo:

– Esta noche debería poder llegar a tiempo.

– Bueno. -Y colgó.

La mejor ruta para dirigirse a la residencia de ancianos era pasar por delante de la questura: el plano en su cabeza ofrecía otras posibilidades, pero todas implicaban un recorrido mayor. Podía pasar por allí y recoger a Vianello para ir juntos, y así le hablaría de Niccolini y de que su presencia había disuadido a Rizzardi de decirle a él lo que hubiera querido contarle sobre la autopsia.

Sacó el teléfono y marcó el número de Vianello, le dijo dónde estaba y que pasaría a recogerlo al cabo de unos cinco minutos. El sol había rebasado su cenit, y la primera calle por la que se metió empezaba a perder la calidez del día.

Mientras caminaba a lo largo de Rio della Tetta, Brunetti fue saludado, como siempre sucedía cuando pasaba por allí, por la vista del hermoso pavimento enlosado de Venecia. De un color entre el rosado y el marfil, muchas de las losas medían casi dos metros de longitud y uno de ancho, y daban idea de lo que debió haber sido caminar por la ciudad en sus días de gloria. El palazzo al otro lado del canal, sin embargo, aportaba pruebas de que aquellos días habían pasado para siempre. Había una forma de reconocer el abandono: el descascarillado de la pintura comida por el sol, cayendo de las persianas; soportes oxidados que sostenían macetas de flores; y puertas al nivel del agua colgando torcidas de sus bisagras podridas; y peldaños cubiertos de musgo que conducían a espacios cavernosos donde sólo se habría aventurado una rata. Brunetti miró el edificio y advirtió la lenta decadencia de la ciudad, mientras que un inversor habría visto tan sólo una oportunidad: un estudio para arquitectos extranjeros, otro hotel, acaso un bed and breakfast o, por lo que sabía, un burdel chino.

Cruzó el puentecito, siguió hasta el final, tomó a la izquierda, luego a la derecha y siguió recto, y allí descubrió, delante de él, a Vianello inclinado sobre la barandilla. Cuando vio a Brunetti, se irguió y se puso al paso con él.

– He hablado con los que viven en el primer piso -dijo el inspector-. Nada. No oyeron nada, no vieron a nadie. No oyeron regresar a la mujer del piso de arriba, no oyeron nada hasta que nosotros empezamos a actuar. Lo mismo que los ancianos del segundo.

– ¿Y tú los crees?

Sin el menor titubeo, Vianello respondió:

– Sí. Tienen dos niños pequeños, así que dudo que oigan mucho. Y en cualquier caso los ancianos están bastante sordos. -Y añadió-: Dijeron que tenía gente que se alojaba en su casa. Siempre mujeres. Al menos las que ellos vieron. -Brunetti le dirigió una mirada inquisitiva, y Vianello agregó-: Eso es todo lo que contaron.

Mientras seguían andando, Brunetti explicó:

– Su hijo me informó de que la signora Altavilla colaboraba como voluntaria en esa casa di cura de Bragora. Creo que deberíamos hablar con las hermanas. Según el hijo, ella iba allí a conversar con los ancianos, pero realmente iba a escucharlos.