– Eso es mucho más útil, ¿no crees?
– Hum.
– Me parece que los ancianos sienten muy poco interés por el mundo que los rodea y por el presente, y lo que prefieren es pensar en el pasado y hablar del pasado. Y quizá vivir en el pasado. -Hizo una pausa, pero ante el silencio de su superior, Vianello continuó-: Desde luego que eso vale para la mayoría de los ancianos que conozco o conocí: mi abuela, mi madre, incluso los padres de Nadia. Además, si lo piensas, ¿por qué habrían de interesarse por el presente? Para la mayoría está lleno de problemas de salud, o de problemas de dinero, y ellos son cada vez más débiles. Así que el pasado es un sitio mejor para pasar el tiempo, y mejor aún si tienen a alguien que los escuche.
Brunetti se vio forzado a darle la razón. Ése hubiera sido, sin duda, el caso de sus padres, pero no estaba seguro de que ellos fueran ejemplos representativos: su padre, vuelto de la guerra convertido en un hombre roto y desdichado, y su madre extraviada, con el tiempo, en el alzheimer. Pensó en los padres de Paola, el conte y la contessa Falier -anclados en el presente y curiosos por el futuro-, y la teoría de Vianello se venía abajo.
– ¿Estamos haciendo esto -preguntó, llevando el paso perfectamente acompasado con el de Brunetti- por aquella marca?
Brunetti contuvo el impulso de encogerse de hombros y dijo:
– Rizzardi está en plan reservado. Le ha dicho al hijo que su madre murió de un ataque al corazón, cosa que supongo cierta, pero no ha hecho ninguna referencia a la marca. Y no hemos podido hablar.
– ¿Tienes alguna idea?
Esta vez Brunetti se permitió el encogimiento de hombros.
– Me gustaría saber algo acerca de ella, y luego ver qué decide contarnos Rizzardi.
Cuando llegaron a lo más alto del Ponte San Antonin, Brunetti señaló con la barbilla la iglesia y dijo:
– Mi madre siempre me decía, cuando pasábamos por aquí, que en algún momento del siglo XIX, creo que fue entonces, un rinoceronte, o quizá un elefante, porque me contó las dos versiones, por alguna razón quedó atrapado dentro de la iglesia.
Vianello se detuvo y se quedó mirando la fachada.
– Nunca había oído nada de eso, pero ¿qué podía estar haciendo un rinoceronte caminando por la ciudad? O un elefante, que para el caso es lo mismo. -Sacudió la cabeza, como si se tratara de otro relato sobre el comportamiento extraño de unos turistas, y empezó a bajar los peldaños del otro lado del puente-. Una vez estuve aquí en un funeral, hace años. -Vianello se paró y miró la fachada con evidente sorpresa-. ¿No es raro? Ni siquiera recuerdo por quién era el funeral.
Continuaron, siguiendo la curva hacia la derecha, y Vianello dijo, volviendo a lo que Brunetti le había contado:
– Una historia como ésa te hace comprender por qué nada está nunca claro del todo.
– ¿Te refieres al rinoceronte? ¿A si estuvo allí? ¿O a si era o no un rinoceronte?
– Sí. Una vez dicho, alguien lo creerá y lo repetirá, y luego cientos de años después la gente sigue repitiéndolo.
– ¿Y se convierte en la verdad?
– Algo así -respondió Vianello, en tono renuente. Anduvieron en silencio un rato, y luego observó-: Hoy es más o menos lo mismo, ¿no?
– ¿Quieres decir que no son fiables esas historias?
– La gente inventa historias, y al cabo de un tiempo no puede decirse lo que es verdad y lo que no lo es.
Giraron, penetraron en el campo y el sol reapareció frente a ellos, levantándoles el ánimo. Los árboles aún conservaban sus hojas. Muchas personas se sentaban en los bancos bajo sus copas. El panorama serenaba sus ojos.
Cruzaron el campo sin hablar. Brunetti no podía recordar cuál era la puerta, aunque sabía que estaba en la línea de edificios a la derecha de la iglesia. Se detuvo ante la primera hilera de timbres y leyó la lista, pero sólo aparecían apellidos. En una placa junto a la segunda puerta encontró «Sacra Famiglia» y pulsó el timbre.
Transcurrió casi un minuto entero antes de que una voz femenina, vieja y temblorosa, preguntara quién era.
– Brunetti -respondió, y añadió-: Soy amigo… -se contuvo para no continuar con el embuste o, al menos, para no decir una gran mentira, y concluyó-… del hijo de la signora Altavilla.
– Ella no está aquí -anunció la voz, que sonó quejumbrosa, aunque eso pudo deberse tan sólo al interfono-. Hoy no ha venido.
– Lo sé, suora. Me gustaría hablar con la madre superiora.
La voz dijo algo que ni Brunetti ni Vianello pudieron oír, y luego la puerta se abrió de golpe. Entraron en un amplio vestíbulo, con el pavimento ajedrezado en naranja y blanco, una pauta muy común en los edificios de su época. A través de la hilera de ventanas enrejadas en la parte posterior del edificio sólo entraba penumbra. Ignoraron el ascensor y subieron por la escalera situada a la derecha. Una anciana menuda estaba parada junto a la única puerta del primer piso: su atuendo revelaba sus votos antes que su estatura y su actitud pusieran de manifiesto su edad.
Asintió cuando los dos hombres se aproximaron y luego alargó la mano. Ambos tuvieron que bajar los brazos, como si le estuvieran dando la mano a un niño: les llegaba al pecho y tenía que echar atrás la cabeza para mirarlos a los ojos.
– Soy la madre Rosa. La superiora aquí. Suora Grazia ha dicho que deseaban hablar conmigo. -Retrocedió al otro lado de la puerta para verlos mejor-. Debo decir que su aspecto no me gusta.
Su rostro permaneció impasible mientras hablaba. Su acento revelaba claramente sus orígenes, muy al sur de Venecia.
Uno de los principios del retrato robot mental que poseía Brunetti sostenía que los meridionales, incluidos los niños, siempre reconocían a los policías, así que preguntó, sonriendo mientras hablaba:
– ¿Es porque somos hombres, porque somos altos o porque somos policías?
La monja retrocedió más y los invitó a entrar con un gesto de cabeza. Cerró la puerta tras ellos y dijo:
– Ya sé que Costanza ha muerto, de modo que si un policía viene diciendo que es amigo suyo está mintiendo para obtener información. Por eso no me gusta su aspecto. No me importa lo altos que sean.
Brunetti experimentó una súbita compasión por las personas de las que se había burlado al interrogarlas, y admiró a aquella mujer, que había convertido en un juego infantil su intento. Además, admiraba su franqueza al expresarle sus sentimientos.
– Tampoco soy amigo de su hijo, madre -confesó-. Pero hace poco hablé con él, y me pidió que viniera y le contara lo sucedido.
La monja no respondió a la franqueza de su interlocutor, pero se volvió y condujo a los visitantes a lo que en otro tiempo debió haber sido la recargada sala de estar de un piso particular. Desde atrás, la mujer aún parecía más baja. Brunetti advirtió que arrastraba la pierna derecha al andar. Los sofás y las sillas estaban tapizados de grueso terciopelo marrón y tenían patas talladas en forma de garras de león. Una mirada más atenta revelaba que faltaban muchos de los dedos, y algunas de las sillas tenían manchas en los respaldos y partes peladas en los brazos. Varias de las partes deterioradas las rodeaban rasgones en la tela. El desgaste se repetía en la enorme alfombra persa que cubría el suelo de pared a pared.
La monja señaló dos de los sillones y ella ocupó su lugar cautelosamente, frente a ellos, en una dura silla de madera, teniendo cuidado de doblar la pierna derecha. Los asientos que ellos ocuparon se habían hundido con el tiempo y con el uso, hasta el punto de que sus cabezas, una vez acomodados, quedaron al nivel de la toca de la superiora.
Brunetti se inclinó a un lado en busca de su cartera, a fin de mostrar su carné, pero la monja se le adelantó diciendo: