En la mesa del comedor, Anna Maria encontró un papel con una de las notas curiosamente redactadas por Luba y, al lado, el inconfundible aviso de color beige para recoger una carta certificada. «Para usted», decía la nota. Estudió el aviso: lo habían dejado seis días antes. No tenía ni idea de quién podía haberle enviado una carta certificada: la dirección en la que constaba el mittente era ilegible. Su primer pensamiento fue un vago temor de que alguna institución oficial hubiera descubierto una irregularidad y le informara de que era objeto de investigación por haber hecho o dejado de hacer una cosa u otra.
El segundo aviso llegó dos días después de aquél. Su ausencia significaba que la signora Altavilla, que con los años se había convertido en la encargada de su correo y de las entregas de paquetes, había firmado la recogida de la carta y se la había llevado arriba. La curiosidad la venció. Dejó el aviso en la mesa y se fue a su estudio. De memoria, marcó el número de la signora Altavilla. Mejor molestarla de aquella manera que mantener hasta la mañana la inquietud por la carta que, se dijo a sí misma, acabaría resultando algo irrelevante.
El teléfono sonó cuatro veces sin que nadie lo cogiera. Se apartó y abrió la ventana, se asomó y oyó el timbre abajo. ¿Dónde podría estar a aquellas horas? ¿Una película? Ocasionalmente salía con amistades o iba a cuidar a sus nietos, aunque a veces el mayor pasaba la noche con ella.
Anna Maria colgó el teléfono y regresó a la sala de estar. A lo largo de los años, y aunque separadas en edad por casi dos generaciones, ella y la mujer del piso de abajo habían llegado a ser buenas vecinas. Quizá no buenas amigas; nunca habían comido juntas, pero de vez en cuando se encontraban en la calle y tomaban un café, y habían mantenido muchas conversaciones en la escalera. Anna Maria era requerida ocasionalmente para trabajar como traductora simultánea en conferencias, y por ello se ausentaba unos días o incluso semanas. Como la signora Altavilla se iba a la montaña con su hijo y la familia de éste cada mes de julio, Anna Maria tenía sus llaves para entrar y regar las plantas y, como le dijo cuando se las dio, «por si acaso». Estaba claro que Anna Maria podía -es más, debía- entrar para dejar su correo siempre que volvía de un viaje y la signora Altavilla no estaba en casa.
Cogió las llaves, que guardaba en el segundo cajón de la cocina, y manteniendo su propia puerta abierta y sujeta con su bolso, encendió la luz y bajó las escaleras.
Aunque estaba segura de que no había nadie en la casa, Anna Maria tocó el timbre. ¿Por una especie de tabú? ¿Por respeto a la intimidad? Al no haber respuesta, introdujo la llave en la cerradura pero, como a menudo sucedía con aquella puerta, no giraba con facilidad. Probó de nuevo, atrayendo la puerta hacia sí a la vez que hacía girar la llave. La presión de su mano desplazó la manilla hacia abajo, y cuando imprimió el brusco movimiento de tirar y empujar, la recalcitrante puerta resultó que no estaba cerrada con llave, y por tanto se abrió sin resistencia, impulsándola a ella a dar un paso adelante y a entrar en el piso.
Su primer pensamiento fue tratar de recordar la edad de Costanza: ¿por qué había olvidado cerrar con llave? ¿Por qué nunca había cambiado aquella puerta e instalado una porta blindata, que se bloqueara automáticamente al cerrarla? «Costanza?», la llamó. «Ci sei?» Permaneció quieta y escuchó, pero no hubo respuesta. Sin pensarlo, Anna Maria se acercó a la mesa situada frente a la puerta principal, atraída por el montoncito de cartas, no más de cuatro o cinco, y el Espresso de la semana. Al leer el título de la revista, le llamó la atención que la luz del vestíbulo estuviera encendida y que viniera más luz del pasillo, la cual salía de la sala de estar, cuya puerta estaba medio abierta. Y también que el dormitorio más cerca de donde estaba ella tuviera la puerta abierta.
La signora Altavilla había crecido en la Italia de la posguerra, y si bien el matrimonio le había proporcionado felicidad y buena posición, nunca se había desprendido de los hábitos de frugalidad. Anna Maria, que había crecido en una familia pudiente y en la próspera Italia en auge, nunca aprendió tales hábitos. Por eso a la más joven de aquellas dos mujeres siempre le parecieron pintorescas las costumbres de la mayor de apagar la luz cuando salía de una habitación, de llevar dos suéteres en invierno y de expresar auténtica satisfacción cuando encontraba una ganga en los supermercados Billa.
«Costanza?», preguntó de nuevo, más para poner fin a sus propios pensamientos que porque creyera que iba a recibir una respuesta. En un intento inconsciente de liberar sus manos, dejó las llaves encima de las cartas y permaneció en silencio, atraída su mirada por la luz procedente de la puerta abierta al final del pasillo.
Inspiró y dio un paso, y luego otro y otro. Se detuvo en la puerta y sintió que no podía seguir adelante. Se dijo que no debía comportarse como una estúpida, y se obligó a inclinarse hacia delante y echar un vistazo por la puerta semiabierta. «Costan…», empezó a decir, pero se tapó la boca con una mano al ver otra mano en el suelo. Y luego el brazo, y el hombro y después la cabeza o, al menos, su parte posterior. Y el pelo corto y gris. Anna Maria llevaba años queriendo preguntar a la anciana si su negativa a teñirse el cabello del rojo obligatorio en las mujeres de su edad era otra manifestación de su asumida frugalidad o, simplemente, la aceptación de que su cabello blanco le suavizaba las arrugas de la cara, añadiéndole dignidad.
Miró a la mujer inmóviclass="underline" la mano, el brazo, la cabeza. Y comprendió que nunca llegaría a preguntárselo.
2
Guido Brunetti, commissario di polizia de la ciudad de Venecia, cenaba frente a su inmediato superior, el vicequestore Giuseppe Patta, y rezaba para que llegara el fin del mundo. Se hubiera conformado con ser abducido por los extraterrestres o quizá con la irrupción violenta de unos terroristas barbudos abriéndose paso a tiros en el restaurante y con sed de sangre en la mirada. El caos resultante habría permitido a Brunetti, que como de costumbre no llevaba su arma, apoderarse de una de un terrorista al pasar, y utilizarla para disparar contra el vicequestore y su ayudante, el teniente Scarpa, y matarlos. Sentado a la izquierda del vicequestore, Scarpa estaba emitiendo en aquel preciso momento su mesurado -y negativo- juicio sobre la grappa que se les había ofrecido al final de la comida.
– Ustedes, la gente del Norte -dijo el teniente, con un gesto de condescendencia en dirección a Brunetti-, no comprenden lo que es elaborar vino; así pues, ¿cómo podrían saber lo que es hacer cualquier otra cosa?
Bebió el resto de su grappa, hizo un leve mohín de desagrado -el gesto estaba tan cuidadosamente elaborado como para permitir a Brunetti distinguir con facilidad entre el desagrado y la repugnancia- y dejó el vaso en la mesa. Dirigió una mirada a Brunetti que era una abierta interrogación, como si lo invitara a hacer una contribución a la franqueza enológica, pero Brunetti se negó al juego y se contentó con terminar su propia grappa. Sin embargo, gran parte de aquella cena con Patta y Scarpa podía haber empujado a Brunetti a echar de menos una segunda grappa -o tercera-, pero dado que esta opción hubiera prolongado la sobremesa, optó por resistir el ofrecimiento del camarero, del mismo modo que el buen sentido lo indujo a resistirse al cebo que le ofrecía Scarpa.
El rechazo de Brunetti a comprometerse espoleó al teniente, o quizá fue la grappa -¡la segunda!-, porque empezó: