Los informes complacerían a Patta: aquello era un hecho. Pero también complacerían -Brunetti estaba igualmente seguro- a Niccolini. No, la palabra era inadecuada: demasiado fuerte. Con lentitud, como si fuera una película que pudiera ver a voluntad y a placer, Brunetti se representó el encuentro con el veterinario.
La emoción que sintió Niccolini podría calificarse más propiamente de alivio, la misma que Brunetti había percibido en los rostros de las personas al escuchar la lectura del veredicto «Inocente». Pero inocente ¿de qué? A Brunetti no le resultaban extraños el fingimiento ni las falsas emociones, pero no dudaba de la intensidad del dolor de Niccolini. Recordaba el rostro del doctor después de que se le escapara que él también había hecho autopsias. Evocando esa escena, Brunetti se indignó porque lo hubieran abandonado allí, sabiendo lo que se hacía en la habitación contigua.
Marcó el número interior del cuarto de oficiales de la brigada y pidió hablar con Vianello. Cuando el inspector contestó, Brunetti dijo:
– Creo que deberíamos volver al piso y echar otro vistazo.
– ¿Ahora? -preguntó Vianello en un tono audiblemente remiso.
– ¿Y qué?
– Son casi las siete… -empezó a decir el inspector.
Sorprendido, Brunetti miró el reloj y vio que así era.
– ¿No crees que podríamos dejarlo para mañana por la mañana? -propuso Vianello. Antes de que Brunetti pudiera responder, el inspector dijo-: Llamaré a esa signora Giusti y le diré que iremos ¿A qué hora?
Brunetti estuvo tentado de preguntar a Vianello si estaba haciendo una sugerencia o dando una orden. En lugar de ello, dijo:
A las diez estaría bien.
11
Tomaron el Número Uno, y optaron por sentarse en el interior, donde Brunetti informó a Vianello del contenido de los informes de Rizzardi y de los técnicos. También comunicó su impresión de que Niccolini se sentía incómodo a causa de cosas que no había dicho.
Cuando la embarcación pasaba frente a la Piazza, Brunetti miró a la derecha y preguntó:
– Nunca acaba de aceptarse como algo corriente, ¿verdad? -Antes de que Vianello pudiera contestar, y como si el inspector se lo hubiera robado del cajón mientras estaba ausente del despacho, añadió-: ¿Adónde fuimos ayer?
– Anduvimos.
– ¿Qué?
– No es como en las películas, donde montas en un coche y sales a toda velocidad hacia el lugar adonde vas, con la sirena atronando. Ya lo sabes. Caminamos y luego caminamos de vuelta. Y eso llevó mucho tiempo. Aunque la monja vieja no quiso decirnos nada, invirtió en ello una buena cantidad de tiempo. No estamos en Nueva York, Guido -concluyó, y sonrió para manifestar el gran alivio con que acogía ese hecho.
Como para corroborar la afirmación de Vianello, fueron bombardeados por un súbito fulgor procedente de la luz reflejada en las ventanas de los edificios de la orilla izquierda del canaclass="underline" beige, ocre y rosa; y las ventanas: rematadas en punta y haciendo piruetas en lo alto, abriéndose entre las columnas retorcidas para dejar entrar más luz. Luego, apenas vistos a ras de agua, los enormes sillares de piedra desde los cuales la ciudad se alzaba a los cielos.
– Debimos haber dicho a Foa que nos recogiera -comentó Brunetti, todavía incómodo por lo rápido que había transcurrido el día anterior.
Espoleados por su inquietud, desembarcaron en San Silvestro y caminaron: les llevaría el mismo tiempo que si esperaban a bajar en San Stae, pero al menos de esta manera se movían.
Mientras andaban, Brunetti explicó su deseo de echar otro vistazo al lugar.
– Y hablar con la vecina -añadió. Pasaron el puente desde San Boldo, giraron hacia la calle del Tintor y de allí se dirigieron al campo.
Brunetti llevaba la misma chaqueta y sacó las llaves del bolsillo. La mayor de las tres abría la puerta de la calle, y la siguiente encajaba en la cerradura del piso, donde la cinta adhesiva de Vianello seguía en su lugar. Brunetti la despegó de un lado y la dejó colgar antes de abrir la puerta.
En el interior, se fijó en los sobres que había visto la noche anterior, los hojeó y comprobó que todos, incluida una carta certificada, iban dirigidos a la signora Giusti. Se los guardó en el bolsillo de la chaqueta. Durante la media hora siguiente, no hallaron nada más de lo que encontraron la noche anterior, salvo recibos de facturas pagadas a través de la oficina de correos y extractos bancarios que se remontaban a cinco años atrás. Mirándolos, Brunetti vio una pauta enteramente normaclass="underline" su pensión llegaba cada mes, junto con un segundo pago de lo que podía ser la pensión de viudedad. La primera cantidad reflejaba el hecho de que había optado por jubilarse pronto; la segunda era más sustanciosa y elevaba sus ingresos mensuales hasta una suma con la que una persona sola podía vivir muy cómodamente. Tanto más -Brunetti no encontró indicio alguno de que pagara un alquiler a través del banco- para una mujer que vivía en un piso de propiedad.
Una cosa que atrajo la atención de Brunetti fueron los clavitos, clavitos sin los cuadros que sujetaban. Había dos en el corredor, y bajo ellos nada más que rectángulos de pintura ligeramente más blanca que la del resto de la pared. En el dormitorio más pequeño, ahora que Brunetti sabía lo que buscaba, vio otro cuadro fantasma y, sobre él, el clavo.
De mutuo acuerdo decidieron subir al piso de arriba. Cuando se fueron, Vianello volvió a pegar la cinta lo mejor que pudo mientras Brunetti permanecía llaves en mano aguardando para cerrar la puerta. Una vez lo hubo hecho, sostuvo las llaves en la palma de la mano, se las mostró a Vianello y le dijo:
– Me pregunto para qué es la tercera.
– Tal vez haya un trastero en la planta baja -sugirió el inspector.
Brunetti empezó a subir la escalera.
– Podemos preguntárselo a la signora Giusti.
La mujer abrió la puerta de su piso cuando ellos aún estaban subiendo el tramo final de la escalera.
– Los he oído moverse por ahí -dijo a modo de saludo, y luego se acordó de tenderles la mano y dar las buenas tardes.
Ahora su aspecto era menos agitado, y a Brunetti lo sorprendió darse cuenta de que ya no parecía tan alta. Quizá eso tenía algo que ver con la relajación de su cuerpo o sus hombros. También estaba más cerca de ser guapa de lo que antes había imaginado.
Brunetti presentó a Vianello y ella les franqueó la entrada al piso, que Brunetti pensó se había relajado tanto como ella misma. En la mesa de la sala de estar había dos periódicos, uno de ellos abierto en la sección cultural y el otro obviamente leído y doblado con descuido. Al lado había un vaso vacío y un plato con la piel y el corazón de una manzana, y el cuchillo que había servido para pelarla. Los cojines del sofá estaban arrugados, uno de ellos en el suelo.
En aquella sala a Brunetti volvió a impresionarlo la sensación dramática de intrusión que daba el ábside visto desde aquella altura y desde aquel ángulo, como si la iglesia llevada por las aguas del océano avanzara hacia ellos. El mobiliario, dos sillas y un sofá, estaba dispuesto de manera que mirase a la iglesia, al campo y a las montañas del fondo. Ella se sentó en el borde del sofá, dejándoles las dos sillas, con la mesa de por medio. No se preocupó de preguntarles si querían tomar algo.
Brunetti sacó los sobres de su bolsillo y los dejó encima de la mesa. La signora Giusti los miró pero no hizo ningún movimiento para tocarlos. Luego dirigió la mirada a Brunetti e hizo un gesto de agradecimiento, con expresión seria. Él seguía teniendo las llaves en las manos, y se las alargó.
– Hay una tercera llave en el juego que se dejó usted en el piso de abajo, signora. ¿Podría decirme para qué sirve?