Ella negó con la cabeza.
– No tengo idea. Le pregunté eso mismo a Costanza cuando me dio las llaves, y dijo que era… -Se detuvo y cerró los ojos-. Es extraño lo que me dijo. -Vianello y Brunetti permanecieron en silencio para darle tiempo a recordar. Al cabo de un momento, levantó la vista y habló-: Se refirió a algo así como que era un lugar seguro para guardar una llave.
Sumó su expresión perpleja a la de ellos.
– ¿Cuándo le dio esas llaves, signora?
A ella le sorprendió la pregunta, como si formularla otorgara a Brunetti un poder especial.
– ¿Por qué me lo pregunta?
– Simple curiosidad.
No tenía idea de cuánto tiempo llevaba cada una de las dos mujeres viviendo allí, como tampoco cuánto habrían tardado en tomarse suficiente confianza como para intercambiar las llaves de sus casas.
– Tuve un juego de llaves durante años, pero hace dos semanas me lo pidió por un día; dijo algo de que quería hacer copias. -Señaló las llaves como si mirarlas ayudara a comprender a los dos hombres. Luego se inclinó y las tocó-. Pero mírenlas. Una es roja y otra azul. Sólo son duplicados baratos, que probablemente no han costado un euro.
– Y eso ¿qué? -preguntó Brunetti.
– ¿Por qué querría copiar estas llaves cuando ella tenía las originales? Cuando me las devolvió, la tercera llave estaba también en el llavero, y es cuando dijo eso acerca de que era un lugar seguro para guardarla.
Miró alternativamente a cada uno, buscando alguna señal de que encontraran aquello tan desconcertante como ella.
– ¿Sabía ella dónde las guardaba usted? -preguntó Brunetti.
– Desde luego. Las tuve durante años en el mismo sitio, y ella sabía dónde. -Y señaló hacia un lugar que probablemente era la cocina-. Allí. En el segundo cajón.
Brunetti se abstuvo de decir que allí, precisamente, sería donde miraría un revientapisos competente. Preguntó:
– ¿Tienen ustedes trasteros en la planta baja? ¿Ella tenía uno?
La signora Giusti descartó la idea.
– No, los bajos pertenecen a la tienda de electrodomésticos que hay junto a la pizzeria y a uno de los restaurantes del campo.
Brunetti se dio cuenta de que Vianello, en silencio, había sacado su cuaderno y estaba escribiendo.
– ¿Podría darme alguna idea de la clase de vida que llevaba ella, signora?
– ¿Costanza?
– Sí.
– Era maestra jubilada. Creo que se jubiló hará unos cinco años. Enseñaba a niños pequeños. Y ahora visita a ancianos en residencias.
Como si de repente advirtiera la incongruencia entre los acontecimientos y el empleo del tiempo presente, se llevó la mano a la boca. Brunetti dejó pasar el momento y preguntó:
– ¿Tenía huéspedes?
– ¿Huéspedes?
– Personas que venían a vivir con ella. Quizá usted se las encontró en la escalera, o ella le dijo que vería entrar a extraños, para que lo supiera y no se preocupara.
– Sí, ocasionalmente he visto a personas en la escalera. Siempre muy educadas.
– ¿Mujeres? -preguntó Vianello.
– Sí -respondió como de pasada, y añadió-: Su hijo venía a verla.
– Sí, ya lo sé. Ayer hablé con él -dijo Brunetti, curioso por la resistencia de ella a hablar de las visitantes femeninas.
– ¿Cómo está él? -preguntó con verdadera preocupación.
– Cuando hablé con él parecía estar hundido.
No era una exageración. Brunetti sospechaba que eso dejaba traslucir la realidad que había tras la reserva de Niccolini.
– Ella lo quería. Y a sus nietos. -Luego, con una leve sonrisa-. Y le tenía mucho cariño a su nuera.
Hizo un movimiento de cabeza, como ante el descubrimiento de alguna excepción a la ley de la gravedad.
– ¿Hablaba de ellos a menudo?
– No, realmente no. Costanza, tiene usted que entenderlo, no era una persona comunicativa. Todo eso lo sé únicamente porque la conozco desde hace años.
– ¿Cuántos años? -la interrumpió Vianello, levantando su cuaderno, como dando a entender que él se limitaba a hacer lo que las páginas le decían que hiciera.
– Ya vivía aquí cuando yo vine. Fue hace cinco años. Creo que por entonces llevaba pocos años instalada, desde que murió su marido.
– ¿Le dijo por qué se había mudado? -preguntó Vianello, sin apartar los ojos de lo que escribía.
– Dijo que su domicilio anterior, cerca de San Polo, era demasiado grande, y que cuando se quedó sola, pues para entonces su hijo ya se había casado, decidió buscar un sitio más pequeño.
– Pero ¿sin abandonar la ciudad? -indagó Vianello.
– Desde luego -respondió, y dirigió una extraña mirada a Vianello.
– Permítame volver sobre cierto asunto -intervino Brunetti-. Sobre los huéspedes.
– Huéspedes -repitió ella, como si hubiera olvidado por completo que se le había formulado esa pregunta.
– Sí -confirmó Brunetti, con su sonrisa más agradable. Y prosiguió-: Bien, quizá usted no supo mucho de ellas, aquí arriba. Puedo preguntar a los vecinos de más abajo. Es más probable que ellos se hayan fijado.
Carraspeó, como si se dispusiera a cambiar de asunto y a preguntar sobre otra cosa enteramente distinta. Ella dijo entonces:
– Como les he dicho, ocasionalmente se alojaban algunas personas. Mujeres. Ocasionalmente.
– Comprendo -replicó Brunetti, mostrando sólo un ligero interés-. ¿Amigas?
– No lo sé.
Vianello levantó la vista y dijo, también con una sonrisa agradable:
– Todo el mundo quiere venir y alojarse en Venecia. A mi mujer y a mí nuestros amigos nos preguntan constantemente si sus hijos pueden venir a casa, y nuestros chicos siempre tienen amigos a los que quieren invitar.
Movió la cabeza ante ese pensamiento, como si fuera el conserje de un tranquilo y modesto hotel en Castello, convenientemente alejado del atestado centro de la ciudad, y no un ispettore di polizia. La noticia de tales demandas sorprendió a Brunetti y, considerando la corta edad de los hijos de Vianello y el hecho de que todos los amigos de éste vivían en Venecia, lo que había dicho el inspector resultaba muy improbable, pero al parecer él estaba convencido de su propia historia y prosiguió con ella, para concluir:
– Es probable que vinieran por eso. Inclinó la cabeza sobre las páginas, y la signora Giusti dijo en tono inseguro:
– Quizá.
Advirtiendo sus dudas, Brunetti abandonó su tono desenfadado y habló con la seriedad que consideró que requería el asunto:
– Signora, nosotros simplemente queremos entender qué clase de mujer era. Todas las personas con las que hemos hablado ponderan su bondad, y yo no tengo ninguna razón para no creerlo. Pero eso no me proporciona ningún conocimiento real de ella. Así que cualquier cosa que usted me diga podría ayudarme.
– ¿Ayudarlo a qué? -preguntó con una brusquedad que sorprendió a Brunetti-. ¿Sobre qué está preguntando realmente? Usted es de la policía, y nunca viene nada bueno de tener tratos con ustedes. Desde que han entrado han estado mezclando la verdad con lo que ustedes creen que yo quiero o necesito oír, pero en ningún momento han dicho por qué esas preguntas son importantes. -Hizo una pausa, pero no fue para calmarse, ni para escuchar lo que alguno de los dos tratara de decir-. He mirado los periódicos, y dicen que murió de un ataque al corazón. Si eso es cierto, no hay necesidad de que ustedes estén aquí, haciendo estas preguntas.
– Puedo entender su preocupación, signora, puesto que vive en el mismo edificio -dijo Brunetti.
Ella se llevó las manos a las sienes y las presionó, como si hubiera demasiado ruido o sintiera demasiado dolor.
– Basta, basta, basta. O me dicen lo que está pasando o váyanse los dos.
Cuando terminó, casi gritaba.