– ¿Puede recordar -empezó Brunetti- algo que le dijera su vecina en todo ese tiempo, desde que usted advirtió la presencia de esas mujeres en la casa, que sugiriese que ella se sentía en peligro?
Con una voz que revelaba esfuerzo por conservar la paciencia, respondió:
– Ya le dije, commissario, que Costanza era una persona muy reservada. Nunca se hubiera referido a algo así. No era su manera de ser, su estilo.
– ¿Ni siquiera como una broma? -la interrumpió Vianello.
– La gente no bromea con esas cosas -replicó tajantemente.
Brunetti era de una opinión enteramente distinta, pues tenía pruebas abundantes de la capacidad humana para bromear con cualquier cosa, por más terrible que fuera. Le parecía una defensa del todo legítima contra el horror inminente que podría afligirnos. En esto era un gran admirador de los británicos; por su humor irónico ante la muerte, aquel humor negro disparatado e insolente.
– Signora -dijo Brunetti en un tono que se proponía restaurar la tranquilidad-, ¿ha sacado usted sus propias conclusiones? -Antes de que ella pudiera replicar, añadió-: Le pregunto por su sensación o impresión general de lo que pudo haber ocurrido.
Por alguna razón, su pregunta la calmó visiblemente. Sus hombros perdieron rigidez.
– Hacía lo que ella creía justo y trataba de ayudar a esas pobres mujeres.
Levantó una mano, luego se volvió, abandonó la habitación y no tardó en regresar con una hojita de papel, el familiar recibo de una factura pagada en la oficina de correos. Se lo tendió a Brunetti y volvió a sentarse en el sofá.
– «Alba Libera», leyó, y se preguntó en qué estaría metida.
– Sí -dijo la signora Giusti levantando una mano como para apartar la trivialidad del nombre-. Probablemente quisieron un nombre que no llamara la atención.
– ¿Y quiénes son ellos? -inquirió Brunetti.
– Es una sociedad de apoyo a las mujeres. Como puede ver, sin afán de lucro -puntualizó, señalando las letras que seguían al nombre.
Brunetti refrenó su impulso de decir que aquellas letras no eran una garantía de probidad fiscal, pero en lugar de eso preguntó:
– ¿A qué se dedican?
– A lo que hacía Costanza. A ayudar a mujeres que huyen o que tratan de huir. Tienen una línea telefónica de auxilio. Y si creen que hay un peligro real, encuentran un lugar para que se alojen.
– Y entonces ¿qué? -preguntó el siempre práctico Vianello.
La signora Giusti no fue capaz de controlar la frialdad de la mirada con que acogió la pregunta.
– Hacerse cargo de ellas es un comienzo, ¿no cree? Tratan de encontrarles un lugar donde vivir en otra ciudad. Y un empleo. -Empezó a decir algo, se detuvo, y luego prosiguió-: A veces les ayudan a cambiar de nombre. Legalmente.
Brunetti asintió.
– ¿Cómo les da dinero la gente? ¿Cómo ha sabido usted de ellos?
Bajó la cabeza y fijó la atención en las manos.
– Abrí un correo de Costanza -dijo en voz baja-. Fue un error. A lo largo de los años nos acostumbramos a recogernos el correo del buzón de abajo. Sólo hay uno para los cuatro pisos. Ella y yo nos recogemos nuestras cartas para que no haya confusión con las de los otros pisos. O que las cojan los niños. Eso ha ocurrido algunas veces. Así que la primera de nosotras que llega, se hace cargo del correo -explicó, y Brunetti advirtió con qué facilidad había regresado al tiempo presente-. Yo pongo el suyo en el felpudo de su puerta y ella lo pone en la mesa junto a mi puerta. Pero una vez -hará uno o dos años- me traje uno de los sobres por equivocación y lo abrí junto con los míos. Dentro había un folleto y lo leí. Una cosa terrible. Al final había uno de esos cupones de pago -explicó, inclinándose hacia delante y tocando el recibo-. Y cuando lo miré, vi que su nombre figuraba en él. -Se detuvo y se miró las manos, componiendo el vivo retrato de una colegiala sorprendida en falta-. Y entonces vi que el sobre estaba a su nombre.
– ¿Y qué hizo usted? -preguntó Vianello.
– Esperé a que ella entrara, y cuando la oí, bajé, le di el sobre y le expliqué lo sucedido. Me dirigió una mirada extraña. No estoy segura de que me creyera; realmente no lo estoy. Pero sacó el folleto del sobre -yo lo devolví a su lugar para que pareciese que no lo había leído- y dije que si podía echarle un vistazo. -Miró alternativamente sus rostros-. Así que lo cogí, y luego mandé algo de dinero, y ahora lo hago aproximadamente cada seis meses. Dios sabe que lo necesitan.
– Comprendo -dijo Brunetti. De repente, le rugieron las tripas. Como sucede en tal situación, todos hicieron como que no habían oído. Se inclinó y sacó la cartera. Tomó una de sus tarjetas de visita y escribió en el dorso su número de telefonino-. Signora, éste es mi número particular. Si recuerda algo o sucede algo que usted crea que yo debería saber, haga el favor de llamarme.
Sin mirar la tarjeta, ella la dejó en el brazo del sofá y se puso en pie. Los acompañó a la puerta, les dio la mano, les deseó buenas tardes y cerró en cuanto salieron del piso.
– ¿Y bien? -preguntó Vianello cuando empezaban a bajar la escalera.
– Más pruebas de que la gente no se fía de nosotros.
– ¿De ti y de mí, o de la policía en general? -indagó Vianello, cuando llegaban al último tramo.
– De la policía -respondió Brunetti, y abrió la puerta del edificio. Ambos salieron a la luz del día-. Creo que ella se fiaba de ti y de mí. De lo contrario no nos hubiera hablado de esa cosa, de Alba Libera. -Luego, tras una pausa-: Un nombre tonto, ¿verdad?
Vianello se encogió de hombros.
– ¿Lo dices porque es petulante?
Brunetti asintió, y añadió:
– No más que Opus Dei, supongo.
Vianello se echó a reír y se pasó las manos por el cabello, como limpiándose de los acontecimientos de la mañana.
– Tomaré el 51 -dijo el inspector-. Es más rápido.
Por un momento, Brunetti quedó confuso, pero luego comprendió: Vianello no iba a acompañarlo de vuelta, hacia Rialto, donde el inspector podía tomar el Uno, que lo conduciría a Castello. Al igual que Brunetti, deseaba ir a casa a almorzar, y la embarcación que iba por detrás de la isla y paraba en Celestia era la manera más rápida de llegar.
– Pues hasta luego -se despidió Brunetti, y se dirigió a casa.
Cuando sus pies tomaron la dirección adecuada, volvió su pensamiento a lo que acababa de oír. La calle Bernardo lo llevó al Campo San Polo, pero estaba ciego para todo y para todos los que iba dejando atrás. Trataba de representarse a la joven con el rostro ensangrentado acurrucada en el descansillo. No sólo trató de representársela, sino de imaginar lo que la llevó allí o dondequiera que pudiese haber ido después de que la signora Giusti la encontrara.
La existencia del hombre que había golpeado a la muchacha -Brunetti no albergaba duda alguna sobre el sexo del agresor- fue la primera prueba de que el deseo de la signora Altavilla de ayudar a la infortunada pudo haber conducido a algo distinto de la dulzura y la armonía. Ante esta idea y ante el reconocimiento del cinismo con que la había expresado, Brunetti emitió un involuntario gruñido, algo que hacía cuando lo sorprendían sus peores pensamientos.
Si el hijo estaba enterado de la entrada y salida de esas niñas y mujeres, eso podría explicar su nerviosismo. Podría haber prevenido a su madre en contra de acoger a esas mujeres en su casa. A Brunetti le costaba admitir que un hijo no advirtiera en ese sentido a su madre. Pero él vivía en Lerino, ella en Venecia, y de este modo él podía ejercer poco control efectivo sobre lo que ella hacía o no hacía, a quién recibía en su casa o a quién no.