Выбрать главу

– Eso no es cierto -rechazó Brunetti, tajante. Luego, más despacio-: Ha habido algunos.

– Algunos.

– De todos modos, tú nunca te fiaste de ellos.

– Pues claro que no me fío. Pero no los cuestiono en situaciones en las que la gente podría mentir: personas muertas o que podrían haber sido asesinadas. Recuérdalo, por favor. Yo hablo del tiempo con ellos cuando me los encuentro en casa de mis padres. La lluvia es un tema fascinante: demasiada o poca. Les gustan los absolutos. Pero esto no es lo mismo.

– ¿Y te fías de ellos cuando hablan del tiempo?

– Sólo si estoy cerca de una ventana y miro fuera -respondió Paola, que se puso en pie y dijo que debía irse a la universidad.

Una vez se hubo marchado, Brunetti echó un vistazo al periódico que ella había dejado en la mesa de la cocina, pero fue incapaz de concentrarse en nada de lo que leía. Meditó sobre lo que acababa de decirle a Paola, consciente de que sus observaciones, fruto de su instinto, reflejaban sus sentimientos sobre la muerte de la signora Altavilla. La monja sabía más de lo que había dicho, y él necesitaba averiguar más acerca de Alba Libera.

Se dirigió a la sala de estar y marcó el número del despacho de la signorina Elettra. Pero entonces recordó que era martes, y que ella estaría aún en el mercado de Rialto, seleccionando las flores para el despacho del vicequestore Patta y para el suyo. Así que marcó el número de su telefonino. Ella contestó con un lánguido «Sì, Commissario?», y Brunetti fue acometido de nuevo por el sentimiento de que era una injusta ventaja psicológica ver quién le estaba llamando.

– Buenos días, signorina -dijo con suavidad-. Me gustaría pedirle que haga algo por mí.

– Desde luego, signore, en cuanto esté de regreso en el despacho.

– Oh, ¿no está usted allí? -preguntó, con falsa sorpresa.

– No, señor, estoy en el mercado. Es martes, ¿sabe?

Él era su superior, ella no estaba en su puesto de trabajo y no era previsible que volviera a él antes de una hora, en el mejor de los casos. Probablemente había requisado una lancha de la policía para que la llevara al mercado a comprar flores, o había acordado que una pasara a recogerla y la transportara -junto con las flores- de regreso a la questura, en clara violación de las disposiciones reglamentarias. A él le correspondía la responsabilidad de reconvenirla y de velar porque esa extralimitación no se repitiera.

– Si estoy ahí dentro de cinco minutos, ¿podría llevarme a un sitio por motivos de trabajo?

– Desde luego. O puedo decirle a Foa que atraque al final de su calle y lo recoja allí.

A Brunetti le costó un segundo recuperar el aliento, y se limitó a decir:

– No, es demasiada molestia. Me reuniré con usted en los puestos de flores.

Colgó el teléfono, regresó al dormitorio para coger su chaqueta y abandonó el piso.

Sólo necesitó unos minutos para llegar al mercado, dejando los puestos de pescado a un lado, con su penetrante olor, algo que siempre le había gustado. Cuando alzó la vista de un voluminoso calamar, vio a la signorina Elettra de pie, sosteniendo unas flores en los brazos, frente al puesto, que realmente no era tal, sino una hilera de grandes macetas de plástico, cada una repleta de flores. Comprar las flores en ese puesto y no en la floristería Biancat era la contribución de la signorina Elettra a la última demanda del vicequestore Patta, de que debía cesar todo gasto innecesario en la questura.

Brunetti nunca había destacado por recordar los nombres de las flores. Los lirios los conocía porque a menudo se los llevaba a Paola, y los claveles y las rosas eran fáciles de reconocer. Pero aquellas pequeñas, con los pétalos brillantes y rizados… había olvidado su nombre, como también el de aquellas otras redondas, llamativas, del tamaño de naranjas, con miles de pétalos picudos. Reconocía los gladiolos, pero nunca le habían gustado, y la fragancia de las azucenas siempre le hacía sentirse ligeramente enfermo.

– Buenos días, commissario -dijo la signorina Elettra con una luminosa sonrisa cuando lo vio aproximarse.

Llevaba una chaqueta de seda azul cobalto, y contra las flores rojas y amarillas aún parecía, de algún modo, más brillante. Le alargó tres ramos, que pronto fueron reemplazados en los brazos de ella por otros que le entregó la vendedora. Mientras Brunetti esperaba, la signorina Elettra apartó un brazo lo suficiente como para entregar unos billetes a la mujer. A cambio no se le dio recibo alguno: segunda infracción de la mañana.

– ¿Equipamiento de oficina? -preguntó, señalando con un gesto de la cabeza las flores de ella e ignorando las que llevaba él.

– Oh, commissario -replicó la signorina Elettra con un inequívoco tono de sorpresa-, usted sabe que nunca me permitiría la menor irregularidad que afectara a las cuentas de la questura. -Cuando se dio cuenta de que Brunetti no iba a adoptar el papel de hombre recto, dijo-: Resulta que tengo el recibo de unos cartuchos de color para una impresora. Los presentaré: el importe es más o menos el mismo.

Él no quiso saber. No quiso saber. De este modo, la florista no pagaba impuestos por la venta. Alguien le había dado a la signorina Elettra el recibo de alguna compra particular, y la questura pagaba por unas flores mágicamente transformadas en cartuchos de color. Antes de subir a la embarcación y hacer también un uso inadecuado de ella, Brunetti decidió dejar de llevar la cuenta de las infracciones.

Foa apareció por la izquierda y se hizo cargo de las flores de la signorina Elettra. Al otro lado del mercado, una lancha de la policía estaba amarrada en la riva, con el motor en marcha y con otro oficial uniformado al timón. Foa le pasó las flores a su colega, saltó a la embarcación y ayudó a la signorina Elettra a ocupar su sitio, luego se adelantó, tomó las flores de Brunetti, y dejó que éste subiera a bordo por sus propios medios.

Brunetti abrió la puerta de la cabina y se reunió con la signorina Elettra. Cuando estuvieron sentados y la embarcación pasaba bajo el Rialto, dijo:

– Signorina, ¿sabe usted algo de una organización llamada Alba Libera?

La signorina Elettra abrió mucho los ojos, dando a entender que ya sabía por dónde iba.

– Desde luego, desde luego. Pero me coge usted por sorpresa.

Brunetti asintió a modo de respuesta y comentó:

– Ella era miembro de la organización; bien, al menos, colaboradora. Y por lo que contó su vecina, acogía a mujeres.

– Eso explica lo de la ropa interior.

Brunetti dejó pasar unos instantes antes de preguntar:

– ¿Sabe usted algo acerca de esa gente?

Lo miró a los ojos y luego dejó que los suyos se desplazaran hacia los edificios ante los que estaban pasando. Finalmente volvió a mirarlo y dijo:

– Un poquito.

– ¿Puedo preguntarle en qué consiste ese poquito?

– En lo que usted acaba de decir, signore: proporcionan lugares seguros a mujeres para que se alojen en ellos.

– ¿Mujeres en peligro?

– Todas las mujeres que se ponen en contacto con ellos están necesitadas.

– ¿Eso es todo lo que la interesada tiene que decir?

– Estoy segura de que le piden pruebas.

– ¿Y en qué consistirían? -indagó Brunetti con voz serena.

– Informes policiales. -Una prolongada pausa-. O informes del hospital.