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– Comprendo. Usted parece familiarizada con ellas.

Brunetti trató de emplear un tono diplomático y neutro. Ella sonrió.

– Cada año les doy dinero. Pero como trabajo donde trabajo, nunca me he ofrecido para acoger a ninguna mujer, de modo que no estoy mezclada en eso.

Brunetti asintió y dijo:

– Probablemente eso es lo más sensato. -Y luego preguntó-: Pero ¿usted sabe quién es esa gente?

– Sí -respondió, como si no mostrara el menor entusiasmo al reconocerlo.

– ¿Podría…? -empezó, nada seguro de cómo formular su petición-. ¿Podría presentármelos?

– ¿Y avalarlo a usted? -preguntó con una sonrisa.

– Algo así.

– ¿Ahora?

– Cuando lleguemos a la questura -contestó. Luego preguntó-: ¿Saben dónde trabaja usted?

– No -dijo, rechazando la pregunta con un gesto de la mano-. Sólo que trabajo para un organismo público.

– Mejor así.

– Sí.

14

Cuando llegaron a la questura, Foa y su compañero parecieron felices por ayudar a la signorina Elettra con las flores, y Brunetti se fue directamente a su despacho. Había algunos informes y papeles en su escritorio, la mayoría de carácter burocrático, y pasó algún tiempo hojeándolos.

Lo único que captó su interés fue una solicitud de información sobre una mujer rumana, uno de cuyos nombres Brunetti reconoció. La habían detenido al menos una docena de veces, cada una bajo un seudónimo distinto y con un lugar y una fecha de nacimiento diferentes. Al parecer, ahora se la localizaba en Ferrara, donde había sido detenida en la estación del ferrocarril mientras trataba de robar el bolso de una policía fuera de servicio. Se negó a dar cualquier información aparte de su nombre, pero llevaba en el bolsillo el tique de un café en un bar de Castello, de modo que la policía de Ferrara contactó con ellos para darles el nombre que usaba la mujer, su foto y sus huellas dactilares.

Llamó al archivo, facilitó los alias que la mujer había usado en Ferrara y el nombre que él creía que constaría en su expediente. Cuando oyó los nombres, el archivero se echó a reír y dijo:

– Y yo que pensé que nos habíamos librado de ella.

– Nos hemos librado, pero me temo que en Ferrara no. ¿Podría mandarme una copia del expediente?

– ¿Y ahora ella recibirá una carta de ellos diciéndole que abandone el país antes de cuarenta y ocho horas? -preguntó Tomasini. Luego, tras un momento de reflexión, dijo en un tono completamente serio-: Sabe, creo que deberíamos presentarnos como una cooperativa de arte y solicitar permiso para exponer en la Biennale. Todo lo que tendrían que hacer es cedernos el pabellón italiano.

– ¿Quiénes somos «nosotros»?

– Todos los de aquí, pero yo especialmente porque dispongo de todos los documentos y de las copias de las cartas.

– ¿Y qué haría con ellos?

– Empapelar las paredes de todo el pabellón. Sin ningún orden, ni cronológico ni alfabético ni según el delito. Nos limitaríamos a mezclar unos miles de esas cartas diciendo a la misma gente, una vez tras otra, que dispone de cuarenta y ocho horas para abandonar el país debido al delito cometido, y los pegaríamos en las paredes. Y lo llamaríamos algo así como «Italia Oggi». -El tono de burla desapareció de la voz del archivero cuando preguntó-: Es el título adecuado, ¿no? Eso es la Italia de hoy. -Como Brunetti no contestaba, el joven repitió-: ¿No?

– Fabio -dijo Brunetti con voz mesurada-, mande el expediente a Ferrara, ¿de acuerdo?

– Sì, dottore -contestó y colgó el teléfono.

Los ecologistas nunca se cansaban de decir que la ciudad iba a acabar bajo las aguas al cabo de unos años, pero el número de éstos cambiaba y nadie cuestionaba la predicción. ¿Cuándo, se preguntaba Brunetti, se sumergiría el país entero bajo los papeles? Las paredes de las habitaciones de la parte posterior de la planta baja estaban ya recorridas por estanterías metálicas llenas de expedientes que llegaban desde el suelo hasta diez centímetros antes del techo. La acqua alta de tres años atrás había destruido el contenido de los dos primeros estantes, mucho antes de que hubieran sido digitalizados, de modo que parte del archivo de antecedentes criminales se había perdido definitivamente. Quizá Tomasini tenía razón en algo: seguro que una exposición en la Biennale podía resultar igual de efímera que los archivos de abajo.

Sonó el teléfono.

– He hablado con ellos, commissario -anunció la signorina Elettra-. ¿Subo y se lo cuento?

– Sí, haga el favor.

Llegó precedida de flores.

– Me temo que esta mañana me llevé demasiadas, dottore -dijo al entrar-. Así que me gustaría dejar algunas aquí, si a usted no le importa.

Eran unas flores altas que parecían margaritas, blancas y amarillas, y aportaron cierta animación a la estancia. La signorina Elettra las colocó en el jarrón del escritorio, retrocedió, las estudió y desplazó el jarrón hacia el alféizar de la ventana. Satisfecha, volvió al punto de partida y se sentó en una de las sillas frente a la mesa.

– He conseguido el número de telefonino de la mujer que lo lleva -dijo, colocando una hoja de papel en el escritorio-. Maddalena Orsoni. Muy perspicaz.

– ¿En qué sentido?

– En el de que se preguntará por qué la policía está interesada por la signora Altavilla. Y por su muerte.

– ¿Y si le digo que es mera rutina?

– No le creerá -se apresuró a replicar la signorina Elettra-. Ha tratado con las autoridades durante años, con los servicios sociales y con los hombres de los que esas mujeres se esconden. Así que puede descubrir a un mentiroso a diez metros. No es probable que le crea a usted.

– ¿Y si no miento acerca de la muerte?

– Commissario, hasta yo sospecho que miente.

Brunetti pensó en fanfarronear pero abandonó la idea. Aguardó a que ella continuara.

– Recuerde, signore, que el único mentiroso habitual con el que tengo que tratar es el teniente Scarpa, así que, realmente, no he desarrollado la habilidad precisa. Maddalena, sí.

De nuevo dejó a Brunetti con la duda de cómo encajar su crítica a un superior.

– Si usted cree que yo no debería hablar con ella, ¿cómo podría preguntarle acerca de la signora Altavilla? -preguntó, optando por eludir el asunto del teniente Scarpa.

Ella sonrió ante la pregunta y dijo:

– Me temo que estábamos hablando de cosas distintas, commissario. Yo no le sugiero que no hable con ella. Tan sólo que no le mienta. Si trata con ella honradamente, ella hará lo mismo.

– ¿Tan bien la conoce?

– No. Pero conozco a personas que sí la conocen.

– Comprendo -dijo Brunetti, optando por no preguntarle tampoco sobre eso.

Atrajo hacia sí la hoja de papel, alzó una mano para darle a entender a ella que no se levantara, y marcó el número.

A la tercera llamada, una mujer contestó con un neutro «Sì?».

– Signora Orsoni, soy el commissario Guido Brunetti. -Le dio una oportunidad para preguntar, como muchas personas hacían, por qué llamaba la policía, pero ella no dijo nada-. La llamo en relación con alguien que trabajaba para su organización, Alba Libera. -De nuevo ella se abstuvo de hablar-. Costanza Altavilla.

Esta vez Brunetti decidió no decir nada más y esperó hasta que ella preguntó:

– ¿En qué puedo serle útil, commissario?

Hablaba bajo, y su voz no permitía adivinar su edad, como tampoco se apreciaba acento alguno. Era una mujer que se expresaba en un italiano preciso. Eso es todo cuanto él pudo juzgar.