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– Me gustaría hablar con usted sobre la signora Altavilla.

– ¿Con qué fin? -preguntó en tono neutro, con curiosidad pero nada más.

Brunetti decidió mostrar sus cartas y dijo:

– Para averiguar si existe alguna razón para considerar con más detenimiento su muerte.

Ella dilató la respuesta unos momentos, pero al cabo preguntó, con una voz que seguía sin revelar nada:

– ¿Significa eso que la información de la prensa era errónea y que no murió de un ataque al corazón, commissario?

– No, no cabe duda de que el ataque al corazón fue la causa de su muerte -dijo. Luego, una vez sentado lo anterior, añadió-: Siento curiosidad por las posibles circunstancias de ese ataque.

Dirigió una mirada a la signorina Elettra, quien hacía todo lo posible por aparentar que no sentía un interés extraordinario por la conversación que Brunetti sostenía.

– ¿Y le gustaría hablar conmigo? -preguntó la signora Orsoni.

– Sí.

– En este momento no estoy en la ciudad.

– ¿Cuándo regresa?

– Quizá mañana.

– ¿Y si le digo que sería urgente que hablara con usted?

– Le respondería que lo que yo estoy haciendo también es urgente-declaró, sin ofrecer una explicación.

Tablas.

– Entonces la llamaré de nuevo -dijo Brunetti, en tono muy agradable, como si la estuviera invitando a almorzar.

– Bueno -contestó su interlocutora, y colgó.

Él colgó a su vez, miró a la signorina Elettra y dijo:

– Demasiado ocupada para verme.

– Me han dicho que Maddalena no es de las que se amedrenta fácilmente.

15

– ¿Ha leído los informes? -preguntó Brunetti, cuyo interés y respeto por la costumbre de la signorina Elettra de leer con atención y escepticismo todos los documentos oficiales superaban todos los escrúpulos que él pudiera abrigar por su condición de civil.

Ella asintió.

– ¿Y?

– Los técnicos fueron concienzudos -dijo. Brunetti pensó que era mejor renunciar a hacer un comentario, lo que la animó a añadir-: Las señales en la garganta y en la espalda y el traumatismo de la espalda me llamaron la atención.

– Y a mí -admitió Brunetti, que decidió seguir siendo cauteloso y no revelar nada de lo que Rizzardi le había dicho privadamente.

La mirada de ella era penetrante, pero su voz sonó tranquila al decir:

– Qué lástima que estas cosas se le escapen al doctor.

– Suele darse el caso.

– Claro. -Por su inflexión, Brunetti no se hizo una idea de si estaba afirmando o formulando una pregunta sobre la opinión de Rizzardi. Ella continuó-: Usted habló con la monja de la casa di cura de Bragora.

Esta vez no cabía duda de que se trataba de una pregunta.

– Sí.

– ¿Y? -preguntó, demostrando que dos podían jugar a los monosílabos.

– La monja con la que hablé la tenía en alta consideración. La madre superiora parecía comunicativa, pero… -empezó, pero luego se desvió, inseguro de cómo admitiría ella el peor de sus prejuicios. La signorina Elettra no le prestó ninguna ayuda, y así, al cabo de unos instantes, él se vio obligado a continuar-. Pero es del sur, así que advertí cierta…

– ¿Reticencia?

– Sí. Vianello estaba conmigo.

– Eso suele ayudar. Con las mujeres.

– Esa vez no. Quizá porque éramos dos. Y éramos altos.

Se lo quedó mirando como si lo examinara por primera vez.

– Nunca creí que ustedes fueran particularmente altos -dijo y volvió a mirarlo-. Pero quizá lo sean. ¿Cómo era ella de baja?

Brunetti, poniendo la mano horizontal, se la llevó a la altura del pecho.

La signorina Elettra asintió. Brunetti advirtió que la animación abandonaba su rostro y que fijaba la mirada en otra parte, dos cosas que él había observado que hacía cuando algo captaba su atención. La conocía lo bastante como para esperar a que reanudara la conversación. Cuando lo hizo, dijo:

– A menudo he pensado que las monjas tienen una reacción diferente ante los hombres.

– Diferente ¿en qué sentido o respecto a quién?

– Diferente de las mujeres… -hizo una pausa, obviamente incapaz de encontrar la expresión adecuada- de las mujeres que los encuentran atractivos.

– ¿Quiere decir de una manera romántica?

Ella sonrió.

– Qué delicadamente lo plantea, commissario. Sí, «de una manera romántica».

– ¿Y qué es lo diferente?

– A nosotras nos asustan menos -respondió al instante, pero luego añadió-: O quizá sea probable que nosotras confiemos más en ellos porque estamos más familiarizadas con el funcionamiento de sus mentes.

– ¿Cree usted que las mujeres nos entienden?

– Es un recurso para la supervivencia, commissario. -Sonrió al decirlo, pero luego su rostro se puso serio y prosiguió-: Acaso la diferencia se deba realmente a que vivimos con los hombres, tratamos con ellos a diario y nos enamoramos de ellos y dejamos de amarlos. Creo que eso debe minimizar nuestra sensación de que son algo ajeno.

– ¿Ajeno? -preguntó Brunetti, incapaz de disimular su sorpresa.

– Diferente, en todo caso.

– ¿Y las monjas? -inquirió, devolviéndola al comienzo de lo que la había llevado por aquel camino.

– Queda cerrada toda una zona de interacción. Llámelo usted flirteo si quiere, dottore. Quiero decir toda la zona en la que andamos jugando con la idea de que la otra persona es atractiva.

– ¿O sea, que las monjas no sienten eso? -preguntó Brunetti, interrogándose por el uso que ella había hecho de la palabra «jugar».

La signorina Elettra se encogió levemente de hombros.

– No tengo idea de si lo sienten o no. Por su bien espero que sí, porque si una consigue reprimirlo, entonces algo va mal. -Se puso en pie bruscamente, sorprendiéndolo y, según él mismo se percató, decepcionándolo al no querer continuar con el asunto. De pie junto a su silla, dijo-: Según usted, la monja se mostraba reservada. Si no era por sus sentimientos respecto a los hombres, y creo que a cualquiera le costaría encontrar amenazador a Vianello, entonces quizá fuera porque es una meridional o porque hay algo que no quiere que usted sepa. Yo en ningún caso excluiría esa posibilidad.

Sonrió y se fue, dejando a Brunetti para que considerase por qué no había dicho de él que resultaría difícil encontrarlo amenazador.

Levantó la vista y vio en la puerta al teniente Scarpa. Brunetti se esforzó en disimular su sorpresa y lo saludó:

– Buenos días, teniente.

Nunca podía mirar al teniente sin que la palabra «reptil» acudiera a su pensamiento. Eso no tenía nada que ver con el aspecto del teniente, pues sin duda era un hombre apuesto: de buena estatura y delgado, con una nariz prominente y ojos muy separados sobre unos pómulos altos. Quizá tenía que ver con cierta sinuosidad en la forma de moverse, un defecto que le impedía levantar plenamente los pies al andar, lo que daba lugar a que sus rodillas parecieran serpentear. Brunetti se resistía a admitir que atribuía aquello a su creencia de que en el interior del hombre no había nada más que la frialdad helada que se encuentra en los reptiles y en las lejanías del espacio.

– Siéntese, teniente -lo invitó Brunetti, y puso las manos sobre su escritorio, en un gesto de cortés expectación.

El teniente hizo lo que se le pedía.

– He venido a pedirle consejo, commissario -dijo, suavizando las consonantes a su manera siciliana.

– ¿Sí? -preguntó Brunetti en un tono rigurosamente neutro.