– ¿Bueno porque lo haya dicho o bueno porque no lo creo?
– Porque lo haya dicho, naturalmente. Es trágico que no lo crea. Pero si hubiera dicho que sí, habría sido un embustero, lo cual es peor.
Lo mismo que Pascal, ella conocía la verdad no por la razón, sino por el corazón. Pero Brunetti no se refirió a eso, y se limitó a preguntar:
– ¿Cómo sabe usted que yo no lo creo?
La monja sonrió con más calidez de lo que él le había visto hasta entonces.
– Yo podré ser un trasto viejo, commissario, y por añadidura del Sur, pero no soy tonta.
– Y el hecho de que yo no sea un mentiroso ¿qué sentido tiene en esta conversación?
– Me induce a creer que está realmente interesado en averiguar si podría haber algo desagradable, como usted dijo, en relación con la muerte de Costanza. Y puesto que ella era una amiga, también yo estoy interesada en el asunto.
– ¿Lo cual significa que ayudará?
– Significa que le daré los nombres de las personas con las que pasaba más tiempo. Y a partir de ahí usted actuará por su cuenta, commissario.
16
No sólo le dio los nombres, sino también sus números de habitación. Dos mujeres y un hombre, todos octogenarios y una de ellas con una salud mental «apática». Ésa fue la palabra que empleó la monja: «apática». Brunetti tenía la sensación de que ella no le habría aclarado qué quería decir con ese término, así que la dejó pasar. Le dio las gracias y le preguntó si podía hablar en seguida con aquellas personas.
– Puede intentarlo. Es la hora del almuerzo, y para muchos de nuestros huéspedes ése es el acontecimiento más importante del día. Podría resultarle difícil que se concentren en lo que les pregunte, al menos hasta después de que hayan comido.
Al oírla recordó un período de la decadencia de su madre en que se interesó obsesivamente por los alimentos, por comer, aunque continuó adelgazando, sin que importara lo que ingiriese. Pero no tardó en olvidar lo que era la comida, y había que recordarle que comiera y casi forzarla a ello.
La monja lo oyó suspirar y dijo:
– Esto lo hacemos por amor al Señor y por amor al prójimo.
Él asintió, por el momento incapaz de hablar. Cuando Brunetti la miró, ella dijo:
– No sé si serán de mucha ayuda si se enteran de que es usted policía. Bastaría que dijera que es un amigo de Costanza.
– ¿Y dejarlo así? -preguntó con una sonrisa.
– Bastaría. -Ella no le devolvió la sonrisa, pero dijo-: Después de todo, en cierto sentido, es verdad, ¿no?
Brunetti se puso en pie sin responder a la pregunta. Se inclinó y tendió la mano. Ella se la estrechó brevemente y luego le explicó:
– Si sale por esa puerta, gire a la izquierda, al final del pasillo, a la derecha, llegará al comedor.
– Gracias, madre.
Ella asintió y volvió a fijar la atención en su libro. En la puerta, Brunetti estuvo tentado de volverse y comprobar si ella lo estaba observando, pero desistió.
No tuvo que utilizar sus habilidades profesionales para saber que el almuerzo consistía en asado de cerdo con patatas: los olió nada más entrar en el edificio. Mientras pasaba frente a lo que debía ser la puerta de la cocina, se dio cuenta de lo bueno que debían estar el asado de cerdo y las patatas.
Frente a las ventanas que daban al campo estaban dispuestas seis o siete mesas, la mitad de ellas pequeñas y con capacidad para sólo una o dos personas. Había más o menos una docena de comensales, algunos reunidos en parejas, un grupo de cuatro y alguno solo. No quedaba ninguna mesa vacía. Había botellas de vino y de agua mineral en todas, y los platos parecían de porcelana. Las cabezas se volvieron cuando entró en el comedor, pero de inmediato aparecieron detrás de él dos muchachas de piel oscura vestidas con una versión simplificada del hábito que llevaban la madre Rosa y la otra hermana. Entre la toca y el velo de la primera asomaban los ojos almendrados y la nariz muy arqueada de una estatua tolteca. Los labios, esculpidos en su rostro de caoba, estaban rodeados por una delgada línea de piel más clara que exageraba su rojo natural. Brunetti se la quedó mirando hasta que giró en su dirección. Entonces él actuó como lo hacía cuando un sospechoso le sostenía la mirada: cambió el enfoque de sus ojos, los adaptó a la visión lejana y recorrió con ellos la estancia, como si la joven no hubiera estado allí o no mereciera su atención.
Las dos novicias se apresuraban en torno a las mesas, apilando los platos en los que se había servido la pasta. Cuando pasaron camino de la cocina, Brunetti vio restos de pesto, una salsa de color verde que no le gustaba. Las novicias regresaron rápidamente, transportando cada una de ellas tres platos que contenían cerdo, zanahorias en rodajas y patatas. Sirvieron a los comensales de las mesas más próximas, desaparecieron y volvieron con más platos.
El rumor de conversación que se había roto al verlo se reanudó, y las cabezas -la mayoría blancas, excepto alguna, desafiante- se inclinaron sobre su almuerzo. Los tenedores golpeaban la porcelana y las botellas los vasos; los sonidos usuales durante una comida en comunidad.
La monja que había abierto la puerta principal apareció de repente junto a él y preguntó:
– ¿Querría, signore, que le dijera quiénes son? Dando por supuesto que había sido enviada por la madre superiora, Brunetti accedió:
– Sería muy amable de su parte, suora. -El dottor Grandesso almuerza hoy en su habitación; la signora Sartori está ahí, en la segunda mesa, vestida de negro; y a la signora Cannata la acompañan otras personas a la mesa que está junto a la anterior. Es la del pelo rojo.
Brunetti recorrió con la vista el comedor y localizó a ambas mujeres. La signora Sartori estaba encorvada sobre su comida, con el brazo izquierdo rodeando el plato, como si tratara de protegerlo de alguien que quisiera arrebatárselo. La vio de perficlass="underline" un pómulo alto cubierto con poca carne, pero con una abundante papada colgándole bajo la barbilla. La pintura de labios era de un rojo violento y se desviaba más allá de la boca. El cutis, como el de los ancianos que ya no ven la luz del día, tenía un matiz ligeramente verdoso, un efecto intensificado por el cabello, negro como la tinta, que le llegaba hasta los hombros.
Sujetaba el tenedor con su puño nudoso y lo utilizaba como una pala con las patatas. Brunetti advirtió que la carne le había llegado ya cortada en trocitos mínimos. Mientras la observaba, ella se terminó las patatas y a continuación, y no menos rápidamente, las zanahorias. Cogió una rebanada de pan, la partió por la mitad, y con una de las mitades rebañó medio plato hasta dejarlo limpio, y luego hizo lo mismo con la otra mitad. Mientras él seguía observando, la signora Sartori acabó con dos rebanadas más, y cuando no quedaban otras, detuvo sus movimientos y permaneció sentada, inmóvil. Una de las novicias le retiró el plato vacío y recibió una penetrante y airada mirada por hacerlo.
Brunetti se acercó a la mesa de la mujer del pelo rojo. Las novicias pasaron rápidamente ante él y sirvieron un trozo de pastel de manzana a cada una de las tres personas sentadas a la mesa. Él se detuvo a poca distancia y se dirigió a la mujer del ralo pelo rojo.
– ¿Signora Cannata?
Ella levantó la vista y le sonrió de una manera que él juzgó de forma automática como insinuante. Sus ojos pestañearon rápidamente y levantó una mano abierta como para mantener a raya a Brunetti, como si fuera una adolescente y él, el primer muchacho que le hubiera dirigido un cumplido. Tenía la nariz fina y bien dibujada, y la piel tirante bajo los ojos presentaba unas sombras más ligeras que el resto de su cara. El rímel había sido aplicado con torpeza, como también el lápiz de labios, del que eran visibles huellas en la servilleta y en las arruguitas a ambos lados de la boca. Lo mismo podía tener sesenta años que tener un hijo de esa edad.