La voz, cuando se dejó oír, era áspera. La voz de alguien que ya no está acostumbrado a hablar mucho:
– Era una buena mujer.
¿Cuántas veces iba a oír eso?, se preguntó Brunetti. Nunca lo había puesto en duda, y nada de cuanto había oído sobre ella le hizo sospechar que no fuera cierto. Los acontecimientos, sin embargo, habían situado a la signora Altavilla más allá de toda crítica, de tal modo que ahora importaba poco si había sido o no buena persona ni quién sostenía que lo fue.
– Comprendía las cosas. Por qué la gente hace cosas.
Hablaba en un dialecto tan cerrado que un no veneciano hubiera tenido que esforzarse para entenderla. Asintió a su propia afirmación una y otra vez, pero sin mirar en dirección a Brunetti. Con una voz enteramente distinta, dijo:
– Tuvimos que hacerlo. -Y dejó que la última palabra se extinguiera en el silencio.
– A veces es duro saber -aventuró Brunetti.
– Nosotros sabíamos -se apresuró a contestar, a la defensiva.
– Desde luego.
Entonces se volvió a mirarlo.
– ¿Es usted amigo de él?
Brunetti emitió un sonido que no comprometía a nada.
– ¿Lo ha mandado él?
Al igual que una mala actriz, entrecerró los ojos al formular esa pregunta, como para demostrar que era una persona al mismo tiempo suspicaz e inteligente que sabría si la engañaban. Al ver enteramente su rostro por vez primera, Brunetti se sorprendió de lo amplio que era y de la amplitud de la boca. Dos profundas arrugas verticales discurrían junto a ella, y una tercera, ésta horizontal y en mitad de la barbilla, hacían parecer su cara como la de una muñeca de madera, un parecido que acentuaban la impasibilidad de su mirada y sus ojos azules, extrañamente redondos.
– No, signora, no me ha mandado -respondió Brunetti, sin saber de quién estaban hablando-. He venido a verla, como también a la signora Cannata, para decirles lo importante que fue su amistad para la signora Altavilla, y cuánto las quería.
Debía preferir lo que veía al otro lado de la calle, pues volvió allí la mirada. Brunetti dejó pasar algo de tiempo. En el tono propio de una conversación completamente normal, como a medio camino entre una pregunta y un recordatorio, dijo:
– Usted le contó lo que hizo.
Sus palabras parecieron descargar un golpe, pues ella se encorvó y juntó los puños en el centro del pecho, pero no volvió el rostro hacia él.
Como de pasada, a la manera de un viejo refrán relativo a la conducta de los niños, Brunetti comentó:
– Creo que eso ayuda: ser capaz de contar a las personas lo que hicimos y por qué lo hicimos. Hablar de ello contribuye a alejarlo.
A Brunetti hablarle le parecía como tratar de encargar una comida con un menú escrito en una lengua que uno no conocía: podía descubrir una o dos palabras familiares, pero no tenía idea de lo que iban a servirle después de pronunciar esas palabras.
– Se avecina el conflicto -dijo ella, dirigiéndose a la ventana del otro lado de la calle.
Como convocado por sus palabras, un hombre cruzó la puerta. Era mayor que la mujer, bien entrado en los ochenta años, uno de esos tipos corrientes que se ven en los bares: achaparrado, con la nariz gruesa por décadas de mucho beber, y un poco torcido por años de vida disipada. Su cabello ralo, teñido de caoba oscuro, era más largo en un lado de la cabeza. Lo llevaba cuidadosamente peinado sobre su cráneo calvo, y mantenido en su lugar por alguna clase de gomina brillante que hacía parecer su cabeza como si la hubieran pintado o aceitado recientemente y, luego, le hubieran puesto reflejos con pintura oscura.
Entró en el preciso momento que ella hablaba, como si su llegada fuera una respuesta a sus palabras. Se detuvo en seco al ver a Brunetti en la silla junto a la puerta.
– ¿Quién es usted? -preguntó airadamente, como si Brunetti lo hubiera provocado y él no estuviera dispuesto a tolerarlo por más tiempo.
Como Brunetti no contestó en seguida, el hombre se adelantó unos pasos hacia él, se detuvo y plantó pesadamente los pies, dotándose de una firme base desde la que lanzar un ataque.
– Le he preguntado quién es usted.
Las venillas de sus mejillas y de su nariz enrojecieron, como si la ira las hubiera puesto en funcionamiento.
– ¿Qué está usted haciendo aquí? -preguntó, mirando a la mujer, cuya atención había permanecido fija en la ventana.
La expresión del hombre se suavizó cuando la miró, pero ella lo ignoró y él no hizo movimiento alguno para acercársele. Se volvió de nuevo a Brunetti.
– ¿La está molestando?
Brunetti se puso en pie despacio y adoptó un aire de ligero alivio. Se inclinó y estiró cuidadosamente las rodillas de los pantalones, para mostrar su preocupación porque no quedaran arrugados.
– Ah -exclamó, en un tono de desahogo para que resultara audible-, si es usted el marido de la signora, quizá podría proporcionarme la información.
Esto confundió al anciano, que inquirió:
– ¿Quién cree que es para hacerme preguntas? ¿Y qué está haciendo aquí? -Ante la negativa de Brunetti a responder, repitió, elevando la voz un poco más-: ¿Ha estado molestándola?
Se acercó a la mujer, colocando la masa de su cuerpo entre ella y Brunetti. Éste se echó la mano al bolsillo y sacó su cuaderno.
– Todo lo que hice fue tratar de plantearle una pregunta -dijo, dejando que la contrariedad se deslizara en su voz-, pero me di cuenta de que debería hablar con otra persona, signore. -Frunció los labios, sin intentar disimular su irritación, y añadió-: No he podido obtener de ella nada que tuviera sentido.
Una expresión entre la acritud y el dolor cruzó el rostro del anciano. Brunetti se humedeció un dedo en la lengua y pasó varias páginas, luego señaló una en la que había escrito, como preparación para una reunión entre padres y docentes que iba a celebrarse en la escuela de Chiara la semana siguiente, una lista de sus profesores y de las materias que enseñaban.
– Necesito la información sobre los años 1988 y 1989. No podemos hacer nada hasta que la tengamos.
– Váyase al infierno con su 1988 y llévese el 1989 -dijo el anciano, encantado de tener ahora un motivo concreto de enfado, y también de su ingenio para expresarlo.
Brunetti dejó que primero la sorpresa y luego la indignación se reflejaran en su cara. Después dirigió una detenida mirada a aquel ruidoso anciano, como si lo viera o lo oyera por primera vez. Se mantuvo erguido y dio un paso hacia él. No hubo amenaza en ese movimiento, pero el anciano se inclinó hacia atrás, como para esquivarlo, aunque no se movió de su posición frente a la mujer.
Brunetti agitó el cuaderno en el aire entre ellos.
– ¿Ve esto, signore? ¿Ve este cuaderno? Aquí está registrado todo el trabajo de ella en estos años. Pero no 1988 y 1989, así que no se los han ingresado en la cuenta. -Un Brunetti exasperado se permitió dirigir una mirada a la mujer-. Así pues, no se le han pagado.
Empleó un tono como si, en vista de cómo lo había tratado aquel hombre, casi estuviera complacido por el hecho.
– Le he preguntado por esos años -dijo Brunetti, mirando hacia ella con un fastidio que trataba de disimular sin conseguirlo. Había ido a tratar de resolver un problema, y primero la mujer permanecía muda, y ahora el hombre lo mandaba al infierno-. Es como hablar con una estatua. -Se inclinó hacia delante, y esta vez el anciano dio un paso atrás-. Y ahora tengo que oírlo a usted -concluyó, con manifiesto desagrado.
Brunetti respiró varias veces profundamente como si hiciera acopio de paciencia; pero, como todos los burócratas, había un punto más allá del cual su paciencia se agotaba, y lo había sobrepasado claramente.
– Uno trata de ayudar a la gente, y todo lo que saca en limpio es que lo maltraten.
Mientras hablaba, con la voz más airada con cada frase, Brunetti mantenía la vista en el anciano. Si le hubiera pinchado con una aguja, no lo habría desinflado más rápidamente. Cosa bastante extraña, esta vez las otras partes de su cara se sonrojaron, mientras que las mejillas y la nariz adquirieron una blancura insana. Echó una mirada a la mujer para comprobar si había seguido la conversación, y Brunetti casi pudo oler el miedo del marido a que ella hubiera oído y comprendido lo que su intromisión había provocado.