El anciano levantó ambas manos en un gesto conciliador hacia Brunetti.
– Signore, signore -dijo.
Todos los signos de agresión y enfado habían desaparecido, y adoptó una leve sonrisa.
– No -replicó Brunetti, cerrando el cuaderno en las narices del hombre y devolviéndolo a su bolsillo-. No. Es inútil perder el tiempo con gente como usted. Es inútil tratar de hacer un favor a alguien. -Forzó su voz elevándola hasta casi gritar-. Puede usted esperar la notificación oficial, que es el procedimiento que se sigue con todo el mundo.
Se volvió y caminó apresuradamente hacia la puerta. El anciano hizo una tentativa de ir tras él, con las manos todavía levantadas, ahora casi en una súplica.
– Pero signore, yo no lo entendía. Yo no me proponía… Ella necesita…
Empleaba el tono, como un balido, de un ciudadano que ve perder la ocasión de recibir un pago de un organismo gubernamental y que sabe que, ahora, tendrá que esperar a que la burocracia tenga a bien liquidarle.
Brunetti, disfrutando con su indignación, abandonó la habitación y caminó rápidamente pasillo adelante. Llegó a la puerta principal y abandonó la casa di cura sin volver a ver a las novicias ni a ninguna de las hermanas.
18
De nuevo en la calle y liberado del papel de burócrata irritado, Brunetti consideró, y luego lamentó, la temeridad de su proceder. No había necesidad de semejante farsa, ni de su torpe suplantación, pero algo en él le decía que aquel hombre recelaba de que las autoridades se interesaran por la residencia o por alguno de los acogidos a ella, y por eso actuó sin pensar y cediendo a su inclinación al disimulo: en caso de tener que habérselas con el anciano como representante oficial de la ley, la situación podría resultar legalmente complicada, dado que no actuaba como tal. Había visto casos malogrados por menos.
Pero ¿qué estaba haciendo, incluso pensando? Todo cuanto tenía era un anciano colérico gritándole y una mujer de lucidez incierta que le advertía del conflicto que se avecinaba. ¿Cuándo no se avecinaba un conflicto?
El anciano había barruntado un conflicto a causa de la presencia de un visitante desconocido en la habitación de la mujer, y había sospechado que Brunetti le había estado haciendo preguntas. ¿Por qué eso debía preocuparle? Brunetti rememoró la escena. Le explicó que era imposible obtener información de la mujer, y el enfado del hombre se disipó solamente ante la posibilidad de que ella recibiera dinero.
Brunetti raramente se permitía el lujo de sentir aversión por las personas a las que conocía en el desarrollo de su trabajo. Por supuesto que se formaba primeras impresiones, muy fuertes en ocasiones. A menudo eran correctas, pero no siempre. Con los años, había llegado a aceptar que las impresiones negativas eran más deformadoras que las positivas: resultaba demasiado fácil seguir los dictados de la aversión.
Pero lo que más detestaba en este mundo eran los bravucones. Los detestaba por la injusticia de lo que hacían y por su necesidad de someter a los demás. Sólo una vez en su vida profesional, hacía casi veinte años, perdió el control, durante el interrogatorio a un hombre que había matado a una prostituta a patadas. Lo detuvieron porque sus tres iniciales estaban bordadas en el pañuelo de lino que usó para limpiarse la sangre de los zapatos, y lo tiró no lejos del cadáver de la mujer.
Por suerte habían sido destinados tres oficiales para interrogar al hombre, un contable que compartía el control de una red de muchachas con su proxeneta. Cuando se le pidió que identificara el pañuelo, a ninguno de los policías se le escapó que llevaba otro idéntico en el bolsillo superior de la chaqueta.
En cuanto comprendió las consecuencias de aquellos pañuelos, dijo, de hombre a hombre, que uno de los chicos, oh, estaba muy ansioso por demostrar lo duro que era: «No era más que una puta. No debí desperdiciar un pañuelo de lino por ella.» Fue entonces cuando el joven y novato Brunetti se puso en pie de un salto, ya a medio camino de él, con la mesa de por medio. Unas cabezas y unas manos más sensatas intervinieron, y a Brunetti lo volvieron a plantar sólidamente en su silla para que esperara en silencio a que concluyera el interrogatorio.
Eran otros tiempos, y su intento no tuvo consecuencias legales. En el clima legal de hoy, sin embargo, aunque el anciano hubiera sido acusado de un delito, la revelación de la verdadera profesión de Brunetti hubiera sido un caramelo para un abogado defensor.
Meditando sobre todo esto, Brunetti regresó a la questura. Una vez en ella se fue directamente al despacho de la signorina Elettra, donde la encontró leyendo no una revista, como era su costumbre en los momentos de tranquilidad, sino un libro.
Deslizó un trozo de papel entre las hojas y cerró el libro.
– ¿Poco trabajo hoy? -preguntó Brunetti.
– Así podría decirse, commissario -dijo, colocando el libro junto a su ordenador, con la cubierta boca abajo.
Se acercó a la mesa de la signorina Elettra.
– Hoy he conocido a una mujer, una de las personas a las que visitaba la signora Altavilla en la casa di cura.
– Y le gustaría ver qué puedo averiguar acerca de ella -concluyó, como si estuviera canalizando los pensamientos de Brunetti, aunque no intentó imitar su voz.
– ¿Tan obvio resulta? -preguntó Brunetti, sonriendo.
– Tiene usted cierta expresión depredadora.
– ¿Y qué más?
– Por lo general no se limita a una persona determinada, signore, de modo que estoy preparada para ver qué puedo encontrar no sólo de esa señora sino de su marido y de los hijos que pudieran tener.
– Sartori. No conozco el nombre de pila, y tampoco sé cuánto tiempo lleva allí. Unos años, al menos, según creo. Tiene un marido que parece no controlar su ira. Ignoro su nombre y no sé si tienen hijos.
– ¿Cree usted que ella está allí como paciente privada? -indagó la signorina Elettra, confundiéndolo con su pregunta.
– No tengo ni idea. -Retrocedió con el pensamiento a la habitación, pero no era más que una habitación en una residencia de ancianos. No había ningún signo de lujo y no advirtió la presencia de objetos personales-. ¿Por qué? ¿Qué diferencia podría haber?
– Si es una paciente de la sanidad pública, yo empezaría por los archivos estatales, pero si es privada, tendría que acceder a los archivos de la casa di cura.
El mero sonido de la palabra «acceder» saliendo de los labios de la signorina Elettra indujo en Brunetti un estado análogo al de un conejo ante la mirada de una boa constrictor.
– ¿Qué es lo más fácil? -preguntó, rechazando la palabra «acceder» y siendo lo bastante prudente para no emplear «meterse en».
– Ah, la casa di cura, seguro -dijo, con la condescendencia de un campeón de los pesos pesados enfrentado a un portero de club nocturno.
– ¿Y lo otro? -inquirió, curioso, como siempre, de la importancia que el Estado otorgaba a la protección y rigor de la información que poseía acerca de sus ciudadanos.
Su pregunta provocó un suspiro y un cansado movimiento de cabeza de la signorina Elettra. Emitió un sonido de descalificación y dijo:
– Con los organismos gubernamentales, el problema no consiste en introducirse en el sistema -en la mayoría de los casos un estudiante de secundaria podría hacerlo-, sino en ser capaz de encontrar la información.
– No estoy seguro de comprender la diferencia -admitió Brunetti.
Ella hizo una pausa, considerando qué ejemplo resultaría tan sencillo como para que lo entendiera una persona de la limitada capacidad de Brunetti.
– Supongo que es como un robo, signore. Introducirse en la casa es fácil, especialmente si la puerta se ha dejado sólo con el pestillo pasado. Pero una vez está usted dentro, descubre que aquellas personas viven en medio de un completo desorden, con platos sucios en el dormitorio y zapatos viejos y periódicos en la cocina. -Comprobó que él empezaba a entender y continuó-: Y han vivido así desde que se construyó la casa, de manera que lo que ha ocurrido con el paso del tiempo es que en la casa han entrado más cosas, con lo que el desorden ha derivado en el caos absoluto, y encontrar incluso el objeto más sencillo -una cucharilla, por ejemplo- obliga a recorrer toda la casa, habitación por habitación, y buscar por todas partes.
No necesitaba saberlo, pero la explicación de la signorina Elettra despertó su curiosidad:
– ¿Ése es el caso de las oficinas públicas?
– Afortunadamente no, commissario.
– ¿Cuál es la mejor? -quiso saber, sin tomar conciencia de la ambigüedad de su pregunta.
– Oh, no hay ninguna que sea la mejor; es sólo la menos mala. -Al advertir que no lo había satisfecho, aclaró-: Averiguar a quién se ha entregado un pasaporte suele ser fácil. Y los permisos de armas. Esos archivos están muy ordenados. Pero luego hay mucha confusión, y no hay esperanza de saber quién tiene un permesso di soggiorno o un permiso de trabajo ni de entender realmente qué disposiciones o criterios rigen para obtenerlos.
Puesto que todo eso correspondía al ministerio para el que trabajaba Brunetti, la noticia le produjo poca sorpresa. No pudo resistir la tentación y preguntó:
– ¿Y la peor?
– La verdad es que no soy competente para juzgar -dijo con una modestia admirablemente fingida-, pero las que encuentro más difíciles de… -bueno, para navegar-, aunque el acceso resulte fácil, son las que autorizan a la gente a hacer cosas, o quizá sea mejor decir aquellos organismos que se supone nos protegen. -En respuesta al ceño fruncido de Brunetti, explicó-: Quiero decir esas oficinas donde se supone que comprueban que las enfermeras tienen la documentación en regla y que realmente han estudiado lo que dicen haber estudiado. O, para el caso, médicos, psiquiatras y dentistas. -Hablaba con ecuanimidad, como el investigador frustrado que informa de sus hallazgos-. Hay ahí una negligencia terrible. Introducirse en el sistema es fácil, como ya le he dicho, pero luego todo se vuelve muy difícil. -Luego, graciosa y generosa como siempre, añadió-: Para ellos seguro que ya está bien, pobre gente.
De vez en cuando, la familia de Brunetti veía un programa de televisión que hacía públicos algunos de los peores casos de negligencia gubernamental. Por razones que él no comprendía, sus hijos lo encontraban maravillosamente gracioso, mientras que él y Paola sentían vergüenza ajena ante la frivolidad con que aquellas revelaciones nocturnas eran saludadas cuando se presentaban a las autoridades que habían dejado de prevenirlas o de advertir abusos. ¿Cuántos falsos doctores había descubierto el programa, cuántos médicos alternativos fraudulentos? ¿Y a cuántos de ellos se había puesto coto?
Brunetti alejó de sí esos pensamientos y dijo:
– Le estaría agradecido si pudiera encontrar algo sobre ella o sobre su marido.
– Desde luego, señor -respondió, no sin alivio por haber puesto fin a la disertación sobre sus exploraciones por el ciberespacio y sus descubrimientos-. Veré qué puedo encontrar. -Luego, con su eficacia habitual-: ¿Hasta cuándo debo remontarme?
– Hasta que dé con algo interesante -respondió Brunetti, tratando de adoptar un tono como si bromeara, pero temeroso de no lograrlo.
Después de esto, regresó a su despacho. Una vez ante su mesa lo asaltó el hambre, miró el reloj y quedó sorprendido al comprobar que eran las tres pasadas. Llamó a casa pero no contestó nadie. Colgó antes de que se disparara el contestador. Paola se negaba a llevar telefonino, y los chicos, probablemente de regreso en la escuela, no era probable que fueran de ayuda. Podía tratar de localizarla en el teléfono de su despacho, pero raras veces respondía: sus alumnos sabían dónde encontrarla, y cualquier colega que quisiera hablar con ella, en la medida en que a ella le interesara, podía atravesar el vestíbulo e ir a su despacho.
Pensó en llamar de nuevo a casa y esta vez dejar un mensaje, pero nada de lo que pudiera decir cambiaría el hecho de que, una vez más, había dejado de presentarse a almorzar y no había pensado en avisar. Si intentaba dejar el mensaje, los chicos se pasarían días oyendo hablar del asunto.
Sonó su teléfono y respondió con su nombre.
– Soy Maddalena Orsoni. He vuelto antes de lo previsto.
En otra circunstancia, Brunetti hubiera respondido con algún lugar común, como que esperaba que eso no significara que había tropezado con alguna dificultad, pero ella no parecía la clase de mujer con mucha paciencia para los lugares comunes o los sentimientos, de modo que dijo:
– ¿Sería posible que nos viéramos ahora?
Ninguno de los dos, observó, hizo referencia al asunto que los afectaba. Él era un funcionario de la policía en busca de información, pero instintivamente evitó formular preguntas concretas por teléfono. En Venecia era cómodo tener una conversación, encontrarse en la calle, como por azar, y tomarse un café, y muy fácil atravesar la ciudad para tomar una copa y charlar.
– Sí -respondió ella finalmente.
– ¿En un bar?
– De acuerdo.
– No sé dónde está usted, pero yo estoy en San Lorenzo. Así que elija un sitio que le venga bien. Me reuniré con usted allí.
Se tomó algún tiempo para pensarlo y finalmente dijo:
– Hay un bar al final de Barbaria delle Tole, en Campo Santa Giustina, en la esquina de la izquierda según se entra desde SS. Giovanni e Paolo. Estaré allí dentro de diez minutos.
– Allí la veré -dijo, y colgó el teléfono.