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– Con los organismos gubernamentales, el problema no consiste en introducirse en el sistema -en la mayoría de los casos un estudiante de secundaria podría hacerlo-, sino en ser capaz de encontrar la información.

– No estoy seguro de comprender la diferencia -admitió Brunetti.

Ella hizo una pausa, considerando qué ejemplo resultaría tan sencillo como para que lo entendiera una persona de la limitada capacidad de Brunetti.

– Supongo que es como un robo, signore. Introducirse en la casa es fácil, especialmente si la puerta se ha dejado sólo con el pestillo pasado. Pero una vez está usted dentro, descubre que aquellas personas viven en medio de un completo desorden, con platos sucios en el dormitorio y zapatos viejos y periódicos en la cocina. -Comprobó que él empezaba a entender y continuó-: Y han vivido así desde que se construyó la casa, de manera que lo que ha ocurrido con el paso del tiempo es que en la casa han entrado más cosas, con lo que el desorden ha derivado en el caos absoluto, y encontrar incluso el objeto más sencillo -una cucharilla, por ejemplo- obliga a recorrer toda la casa, habitación por habitación, y buscar por todas partes.

No necesitaba saberlo, pero la explicación de la signorina Elettra despertó su curiosidad:

– ¿Ése es el caso de las oficinas públicas?

– Afortunadamente no, commissario.

– ¿Cuál es la mejor? -quiso saber, sin tomar conciencia de la ambigüedad de su pregunta.

– Oh, no hay ninguna que sea la mejor; es sólo la menos mala. -Al advertir que no lo había satisfecho, aclaró-: Averiguar a quién se ha entregado un pasaporte suele ser fácil. Y los permisos de armas. Esos archivos están muy ordenados. Pero luego hay mucha confusión, y no hay esperanza de saber quién tiene un permesso di soggiorno o un permiso de trabajo ni de entender realmente qué disposiciones o criterios rigen para obtenerlos.

Puesto que todo eso correspondía al ministerio para el que trabajaba Brunetti, la noticia le produjo poca sorpresa. No pudo resistir la tentación y preguntó:

– ¿Y la peor?

– La verdad es que no soy competente para juzgar -dijo con una modestia admirablemente fingida-, pero las que encuentro más difíciles de… -bueno, para navegar-, aunque el acceso resulte fácil, son las que autorizan a la gente a hacer cosas, o quizá sea mejor decir aquellos organismos que se supone nos protegen. -En respuesta al ceño fruncido de Brunetti, explicó-: Quiero decir esas oficinas donde se supone que comprueban que las enfermeras tienen la documentación en regla y que realmente han estudiado lo que dicen haber estudiado. O, para el caso, médicos, psiquiatras y dentistas. -Hablaba con ecuanimidad, como el investigador frustrado que informa de sus hallazgos-. Hay ahí una negligencia terrible. Introducirse en el sistema es fácil, como ya le he dicho, pero luego todo se vuelve muy difícil. -Luego, graciosa y generosa como siempre, añadió-: Para ellos seguro que ya está bien, pobre gente.

De vez en cuando, la familia de Brunetti veía un programa de televisión que hacía públicos algunos de los peores casos de negligencia gubernamental. Por razones que él no comprendía, sus hijos lo encontraban maravillosamente gracioso, mientras que él y Paola sentían vergüenza ajena ante la frivolidad con que aquellas revelaciones nocturnas eran saludadas cuando se presentaban a las autoridades que habían dejado de prevenirlas o de advertir abusos. ¿Cuántos falsos doctores había descubierto el programa, cuántos médicos alternativos fraudulentos? ¿Y a cuántos de ellos se había puesto coto?

Brunetti alejó de sí esos pensamientos y dijo:

– Le estaría agradecido si pudiera encontrar algo sobre ella o sobre su marido.

– Desde luego, señor -respondió, no sin alivio por haber puesto fin a la disertación sobre sus exploraciones por el ciberespacio y sus descubrimientos-. Veré qué puedo encontrar. -Luego, con su eficacia habitual-: ¿Hasta cuándo debo remontarme?

– Hasta que dé con algo interesante -respondió Brunetti, tratando de adoptar un tono como si bromeara, pero temeroso de no lograrlo.

Después de esto, regresó a su despacho. Una vez ante su mesa lo asaltó el hambre, miró el reloj y quedó sorprendido al comprobar que eran las tres pasadas. Llamó a casa pero no contestó nadie. Colgó antes de que se disparara el contestador. Paola se negaba a llevar telefonino, y los chicos, probablemente de regreso en la escuela, no era probable que fueran de ayuda. Podía tratar de localizarla en el teléfono de su despacho, pero raras veces respondía: sus alumnos sabían dónde encontrarla, y cualquier colega que quisiera hablar con ella, en la medida en que a ella le interesara, podía atravesar el vestíbulo e ir a su despacho.

Pensó en llamar de nuevo a casa y esta vez dejar un mensaje, pero nada de lo que pudiera decir cambiaría el hecho de que, una vez más, había dejado de presentarse a almorzar y no había pensado en avisar. Si intentaba dejar el mensaje, los chicos se pasarían días oyendo hablar del asunto.

Sonó su teléfono y respondió con su nombre.

– Soy Maddalena Orsoni. He vuelto antes de lo previsto.

En otra circunstancia, Brunetti hubiera respondido con algún lugar común, como que esperaba que eso no significara que había tropezado con alguna dificultad, pero ella no parecía la clase de mujer con mucha paciencia para los lugares comunes o los sentimientos, de modo que dijo:

– ¿Sería posible que nos viéramos ahora?

Ninguno de los dos, observó, hizo referencia al asunto que los afectaba. Él era un funcionario de la policía en busca de información, pero instintivamente evitó formular preguntas concretas por teléfono. En Venecia era cómodo tener una conversación, encontrarse en la calle, como por azar, y tomarse un café, y muy fácil atravesar la ciudad para tomar una copa y charlar.

– Sí -respondió ella finalmente.

– ¿En un bar?

– De acuerdo.

– No sé dónde está usted, pero yo estoy en San Lorenzo. Así que elija un sitio que le venga bien. Me reuniré con usted allí.

Se tomó algún tiempo para pensarlo y finalmente dijo:

– Hay un bar al final de Barbaria delle Tole, en Campo Santa Giustina, en la esquina de la izquierda según se entra desde SS. Giovanni e Paolo. Estaré allí dentro de diez minutos.

– Allí la veré -dijo, y colgó el teléfono.

19

Vaya lugar extraño para encontrarse. ¿Había algún campo más a desmano que el Campo Santa Giustina? Sólo alguien que se dirigiera a San Francesco della Vigna o a la parada de embarcaciones Celestia pasaría por allí, o alguien como Brunetti, que a menudo caminaba por el simple placer de ver o redescubrir la ciudad. Recordó haber ido allí, años antes, en busca de una persona que, según lo que se decía, podía reparar muñecas. Los abuelos de Chiara le habían regalado por Navidad una niña con la cabeza de porcelana y con miriñaque, pero la muñeca perdió un ojo. Brunetti ya no recordaba si había conseguido encontrar el ojo, pero sí a la taciturna mujer de pelo gris que regentaba el Hospital de Muñecas, y cuyo aspecto era el de una paciente del local, muy parecido al de las muñecas que tenía en el escaparate. Desde entonces había atravesado el campo, pero nunca cambió de dirección para mirar el escaparate y ver nuevas pacientes.

Le costó poco rato llegar allí. Al otro lado del campo reconoció el deprimente escaparate de la tienda de ropa usada. Como muchos italianos de su edad, a Brunetti le desagradaba la idea de comprar ropa usada. De hecho, nunca compraría nada usado, a menos que fuera, digamos, una pintura. Pero ¿a quién, a menos que estuviera sumido en la más negra miseria, le tentaría algo de lo que había en aquel escaparate? Brunetti no había estado en Bulgaria cuando era un país comunista, pero imaginaba que los escaparates de sus tiendas deberían de tener un aspecto como aquéclass="underline" polvoriento, solemne, carteles amarillentos ante los que la gente pasa sin mirar.