Entró en el bar. Una mujer de pelo oscuro era el único cliente, sentada a una mesa junto a la ventana. Se acercó a ella y preguntó:
– ¿Signora Orsoni?
Lo miró sin sonreír ni tenderle la mano.
– Buenas tardes, commissario -dijo, y señaló con la cabeza la silla frente a ella.
Retiró la silla de la mesa y se sentó. Antes de que pudiera decir algo, el camarero se acercó y pidieron café. Luego Brunetti cambió de idea y pidió una copa de vino blanco y un bocadillo caliente.
Cuando el hombre se alejó, se estudiaron el uno a la otra, esperando cada cual que el otro hablara. Brunetti vio a una mujer al comienzo de la cincuentena, con ojos claros, en sorprendente contraste con su pelo negro, y su tez olivácea. No había intentado teñirse los cabellos grises; eso y las patas de gallo en torno a los ojos evidenciaban su despreocupación por mantener la apariencia joven.
– Soy Maddalena Orsoni, commissario. Fundé Alba Libera y la he dirigido desde su comienzo.
– ¿Cuánto hace de eso? -preguntó, sin manifestar sorpresa ante su negativa a entrar en los acostumbrados preliminares sociales.
– Cuatro años.
– ¿Puedo preguntarle por qué la creó?
– Porque mi cuñado mató a mi hermana. -Aunque debía haber dado esta misma respuesta muchas veces, Brunetti sospechó que se mostraba curiosa por el efecto que causaba tan brutal franqueza. Pero él acogió su declaración con un simple gesto de asentimiento, y ella prosiguió-: Era un hombre violento, pero ella lo amaba. Él decía que también la amaba. Siempre había una razón para su violencia, claro está: que tuvo un día duro, que algo estaba mal en la cena o que la vio mirar a otro hombre.
Oírla recitar aquello lo llevó a preguntarse cuántas veces habría contado la misma historia, pero también le recordó cuán a menudo había oído idénticas explicaciones en boca de hombres que así justificaban la violencia, la violación y el asesinato.
El camarero se acercó y los sirvió. Brunetti no fue capaz de tocar su emparedado, al menos mientras el eco de las palabras de la signora Orsoni aún resonaba entre ellos.
– Adelante, coma -lo invitó ella, al tiempo que vertía azúcar en su taza.
Lo removió lentamente, observando cómo se disolvía. El estómago de Brunetti protestó, quizá por la proximidad de lo que iba a ser el sustituto del almuerzo que se había perdido. Ella sonrió, terminó su café y apartó la taza.
– Por favor, coma.
Trató de hacer lo que se le decía: el tostado no había hecho nada para mejorar el sabor del pan blanco industrial, ni el calor había conseguido derretir el queso de plástico ni dar gusto al jamón cocido. Supuso que el cartón hubiera sido peor. Devolvió el emparedado al plato y bebió un sorbo de vino. Éste, al menos, era tolerable.
– No quiso llamar a la policía -continuó la signora Orsoni. Brunetti advirtió que no había terminado de contar la historia de su hermana-. Y tenía miedo de llamarla.
Él le rompió la nariz, luego el brazo, y entonces llamó. -Se lo quedó mirando a los ojos, valorativamente-. No hicieron nada. -Brunetti no pidió explicación alguna-. No había un lugar adonde pudiera ir. -Captó la expresión de su interlocutor y precisó-: O adonde hubiera querido ir. Yo vivía en Roma y nunca me dijo que algo fuera mal.
– ¿Y su familia?
– Sólo nos quedaban dos tías abuelas, y no sabían nada.
– ¿Amigos?
– Tenía seis años menos que yo y nunca fuimos juntas a la escuela. Así que no teníamos amistades comunes. -Renunció a seguir con el asunto. Así es como sucedió. No es algo de lo que hablen las mujeres, ¿verdad?
– No, no hablan -reconoció Brunetti, y bebió más vino.
– Era abogada -aclaró la signora Orsoni, torciendo la boca en una sonrisa, como si le pidiera que creyese, por favor, que no estaba inventando; que quién podría creer que su hermana fuera tan estúpida-. Finalmente llamó a la policía, después de lo del brazo. Se lo llevaron, pero la cárcel estaba llena, de modo que le impusieron arresto domiciliario.
Hizo una pausa para comprobar si aquel representante del sistema legal tenía algo que decir al respecto, pero Brunetti permaneció silencioso.
– Así que ella se mudó, y luego obtuvo la separación, y cuando eso no sirvió para mantenerlo alejado, obtuvo una orden. Tenía que permanecer al menos a ciento cincuenta metros de ella.
Orsoni llamó la atención del camarero y pidió un vaso de agua mineral.
– Quiso trasladarse a otro lugar. Ambos vivían aún en Mestre. Ella le había dejado el piso cuando se mudó, pero su trabajo estaba allí y… -Brunetti se preguntó cómo conseguiría Orsoni decir lo que tenía que decir, algo que él había oído a muchas personas-. Supongo que en realidad no lo conocía.
El camarero trajo el agua. Ella le dio las gracias, bebió la mitad y apartó el vaso.
– Una noche su marido se presentó con un arma en el nuevo piso en el que vivía ella y le pegó un tiro cuando abrió la puerta. Luego le disparó tres veces más y a continuación se disparó él en la cabeza.
Brunetti recordaba el caso: cuatro, cinco años antes.
– ¿Y usted regresó?
– ¿Quiere decir entonces, cuando ella fue asesinada?
– Sí.
– Sí, regresé. Y decidí quedarme y hacer algo nuevo. Si podía.
– ¿Alba Libera?
Advirtiendo quizá escepticismo en la forma en que Brunetti pronunció el nombre, se apresuró a explicar:
– Bueno, es el alba de la libertad para la mayoría de esas mujeres. -Brunetti asintió y ella continuó-: Necesité dos años para poner esto en funcionamiento. Ya gestionaba una ONG en Roma, de modo que estaba familiarizada con el sistema y sabía cómo obtener permisos y dinero del Estado.
A él le gustó que dijera «dinero» y no fastidiara con los eufemismos que empleaba la gente. Y ahora que hablaba de procedimientos y rutina, desapareció de su voz el trasfondo airado. Orsoni continuó:
– Debió haberse ido a otra ciudad. Hubiera encontrado trabajo. La ley no podía protegerla, pero se negaba a creerlo. No había ninguna casa segura, ningún lugar al que pudiera ir y vivir y estar con personas que trataran de protegerla.
Brunetti sabía bien que una persona en peligro tenía escasas oportunidades de obtener algún tipo de protección del Estado. El gobierno actual hacía cuanto podía para vaciar de contenido la protección de testigos existente: había demasiadas personas que decían cosas comprometedoras para la Mafia ante un tribunal. Esos testigos aportaban información a cambio de seguridad. Cabía imaginar la protección que se brindaría a una mujer que no tenía nada que ofrecer al Estado.
Quizá ella también había captado el matiz de indignación que se deslizaba en su voz.
– Creo que es una explicación suficiente. Al menos usted sabe por qué empecé con esto. Contamos con varias casas, en su mayoría en terraferma; aquí, en la ciudad, tenemos a algunas personas que ceden una habitación a las mujeres que les mandamos y no hacen preguntas.
– ¿Están seguras aquí?
– Más seguras que en el lugar del que provienen. Mucho más.
– ¿Siempre? ¿No las encuentran?
– A veces sí -admitió, apartando el vaso a un lado, sin cogerlo-. El año pasado, cerca de Treviso, hubo un caso.
Brunetti rebuscó en su memoria pero no sacó nada de ella.
– ¿Qué sucedió?
– El novio averiguó dónde estaba -nunca supimos cómo lo consiguió o quién se lo dijo-, se presentó en la casa donde vivía y preguntó por ella.
– ¿Y qué pasó?
Su expresión se suavizó, como para anunciar que en aquella historia iba a haber menos sufrimiento.
– La anciana en cuya casa estaba acogida -tiene casi noventa años- dijo que realmente no comprendía de qué estaba hablando, que vivía sola, pero que parecía un chico guapo y que lo invitaba a un café. Me contó que lo dejó solo en la sala de estar mientras iba a la cocina.