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Advirtió el temor de Brunetti por la anciana y por la joven, así que aclaró:

– Es una vieja astuta, y me contó que sus parientes tuvieron a un amigo judío viviendo con ellos durante toda la guerra. Entonces fue cuando aprendió las reglas que hacer eso impone. -En respuesta a la tácita pregunta de Brunetti, dijo-: Nada de objetos de cualquier clase procedentes de sus vidas anteriores, ni siquiera ropa interior. Todo cuanto llevan se guarda en su armario y en sus cajones, mezclado con sus propias cosas. Y cada vez que abandonan el piso, sin que importe para qué, tienen que dejar su habitación como si nadie la utilizara.

– ¿Por si acaso?

– Por si acaso.

– ¿Y qué ocurrió?

– Se demoró todo lo que pudo haciendo el café, y mientras tanto lo oyó moverse por las demás habitaciones. Entró en el cuarto de huéspedes. Luego fue a la cocina y ella le dio un café y unas galletas y empezó a hablarle de sus nietos y a decirle que era un joven guapo y que si estaba casado, y él no tardó en levantarse y marcharse.

– ¿Y?

– Y nosotros la trasladamos a otra ciudad aquella misma noche.

– Comprendo. Son ustedes muy eficaces.

– Tenemos que serlo. Algunos de esos hombres son muy listos. Y todos ellos, violentos.

No hizo más referencias injustificadas a su hermana, lo que satisfizo a Brunetti.

– ¿Y la signora Altavilla?

– Una prima suya le habló de nosotros. Ella y yo mantuvimos una conversación, y me dijo que nos ayudaría de buena gana. Era viuda, vivía sola, disponía de una habitación extra y había otros tres pisos en el edificio. -Al advertir la expresión perpleja de Brunetti, explicó-: Eso significa que hay personas que entran y salen constantemente del inmueble.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

Ella movió la cabeza hacia la derecha mientras trataba de recordar.

– Yo diría que dos o tres años. Tendría que consultar mis archivos.

– ¿Dónde tiene sus oficinas, si puedo saberlo? -preguntó Brunetti, aunque le hubiera resultado bastante fácil averiguarlo.

– No lejos de aquí -respondió ella, irritándolo con esa innecesaria evasiva.

– ¿Le ocurrió alguna vez a la signora Altavilla algo similar a lo que le sucedió a esa anciana, que un hombre acudiera a su casa o sospechara que alguien se alojaba en ella?

La signora Orsoni puso las manos sobre la mesa y entrelazó los dedos.

– Nunca dijo nada. -A modo de explicación añadió-: Nosotros proporcionamos instrucciones claras al respecto. El dueño de la casa debe informar de todo inmediatamente, aunque se trate de una mera sospecha. -Y luego, con una sonrisa fatigada-: No todo el mundo es tan inteligente como aquella anciana.

– ¿Sabe si alguna vez la inquietó algo que le dijera una de sus huéspedes?

La sonrisa se hizo más cálida.

– Es muy amable por su parte.

Momentáneamente confundido, Brunetti reconoció:

– No comprendo.

– Llamarlas huéspedes.

– Me parece que eso es lo que son -respondió con sencillez, ignorando la tentativa de distracción-. ¿Llegó a suceder eso, que se inquietara por algo que oyó?

La signora Orsoni alzó la barbilla e inspiró, produciendo un ruido que Brunetti pudo oír desde el otro lado de la mesa.

– No, realmente no. Vamos, nunca me dijo nada de eso. -Le dirigió una mirada valorativa, y continuó-: Por lo general esas mujeres hablan muy poco.

No ofreció más explicaciones, pero Brunetti tuvo la sensación de que le quedaba algo por decir.

– ¿Pero? -la animó.

– Pero me llegó por otro conducto -admitió, volviendo a sumir a Brunetti en la confusión-. Una mujer que se alojó en su casa creía que Costanza estaba preocupada por algo.

– ¿Qué dijo exactamente? -preguntó Brunetti, tratando de ocultar su impaciente interés.

Orsoni se frotó la frente, como para demostrar a Brunetti lo difícil que le resultaba recordar.

– Dijo que cuando fue a alojarse con ella, Costanza parecía una persona muy tranquila, pero luego, transcurridas unas semanas, un día llegó a casa agitada. Ella pensó que se le pasaría, pero el humor con que llegó pareció persistir.

– ¿Adónde había ido? ¿Se enteró ella?

– Dijo que Costanza sólo iba a visitar a su hijo y a los ancianos de la residencia. Esos eran los únicos sitios a los que iba.

– ¿Cuándo le contó eso?

– Cuando ya se marchaba, cuando yo la acompañaba al aeropuerto. Debió de ser hace un mes. Quizá después de eso a Costanza le mejoró el ánimo.

– Esa mujer ¿le preguntó al respecto?

La signora Orsoni puso las manos planas.

– Debe usted comprender cómo funcionan esas cosas, commissario. Usted llama a esas mujeres «huéspedes», pero no son tales. Se ocultan. Algunas salen a trabajar, pero en su mayoría permanecen en la casa, y lo único que pueden hacer es preocuparse por lo que les va a ocurrir. -Lo miró para asegurarse de que le prestaba plena atención, y continuó-: Esas mujeres lo han pasado mal, commissario. Les han pegado y las han violado, y los hombres han tratado de matarlas, de manera que les resulta arduo inquietarse por los problemas ajenos. -Hizo una pausa, como para medir la compasión que a él le inspiraba su relato-. Se les hace difícil incluso imaginar que personas como las que las acogen -que disponen de hogares y empleos, que carecen de apuros económicos y que no están en peligro- puedan tener problemas. -Se lo quedó mirando desde el otro lado de la mesa-. Así que lo extraño no es que no le preguntara qué andaba mal, sino que llegara a darse cuenta de ello. El miedo limita a las personas -concluyó, y Brunetti pensó en la hermana.

– Dice usted que la acompañó al aeropuerto.

Sin manifestar sorpresa porque sus palabras no hubieran conseguido desviar la atención de Brunetti, dijo:

– Se fue. Ya se lo he dicho.

– ¿Por qué?

– A su marido lo detuvieron.

– ¿Por qué razón?

– Asesinato.

– ¿De quién?

– De su amante.

– Ah -dejó escapar Brunetti, pero a continuación preguntó-: ¿Y entonces?

– Y entonces ella pudo regresar a su casa.

El tono de la signora Orsoni daba a entender que se trató de una decisión muy sencilla, incluso la obvia. Quizá lo fue.

– ¿Quién acudió después?

Se la quedó mirando mientras ella respondía:

– Otra joven, pero se marchó antes de la muerte de Costanza.

– Hábleme de ella.

– Realmente no hay nada de que hablar. Sólo lo que me dijo. -Ante el gesto invitador de Brunetti, continuó-: Es de Padua. Iba a la universidad allí y estudiaba economía. -Hizo una pausa, pero Brunetti seguía esperando, así que añadió-: Su familia es muy… tradicional. -Como Brunetti no respondió a esa palabra, prosiguió-: Así que cuando informó a los suyos de que tenía novio -empezó a contar-, el cual es de Catania…, le dijeron que tenía que elegir entre él o ellos. -Sacudió la cabeza, como lamentando que sucedieran tales cosas en estos tiempos-. Y ella eligió al novio y se fue a vivir con él.

– ¿Y cómo fue a parar a casa de la signora Altavilla? -preguntó, aunque sólo fuera para demostrar que su atención no había sido desviada por aquella historia de la joven, y que no le importaba lo tradicional que fuera su familia.

– Llamó a nuestra oficina de Treviso hará unas tres semanas. Fue después de que la policía le dijera que no podía hacer nada. -Miró a Brunetti, que levantó la barbilla interrogativamente-. El novio. Dijo que hubo problemas desde el principio. Que era celoso y violento: le dio varias palizas, pero ella temía llamar a la policía.