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Subió la escalera y pasó por delante del calzado y de los periódicos. A un veneciano aquella tendencia propia de las amebas, de expandir el propio territorio más allá del confín de las paredes de un piso, le parecía tan absolutamente natural como irrelevante.

Cuando dobló para tomar el último tramo de escalera, oyó una voz de mujer por encima de éclass="underline"

– ¿Es usted el policía?

– Sí, signora -respondió, echando mano de su carné y conteniendo el impulso de decirle que debería ser más precavida con quien dejaba entrar en el edificio. Cuando llegó al rellano, ella dio medio paso adelante y le tendió la mano.

– Anna Maria Giusti.

– Brunetti -se presentó, estrechándole la mano.

Mostró el carné, al que ella dirigió una mínima mirada. Brunetti calculó que estaría al comienzo de la treintena, era alta y delgaducha, con nariz aristocrática y ojos castaño oscuro. Su rostro estaba rígido a causa de la tensión o de la fatiga. Imaginó que en reposo se suavizaría hasta llegar a algo que se aproximaría a la belleza. Lo atrajo hacia ella y en dirección al piso, luego le soltó la mano y retrocedió un paso.

– Gracias por venir.

Miró alrededor y detrás de él, para comprobar que no había acudido nadie más.

– Mi ayudante y otros funcionarios están en camino, signora -aclaró Brunetti sin intentar adelantarse más y entrar en el piso-. Mientras los esperamos, ¿podría usted contarme qué ha pasado?

– No lo sé -respondió ella, juntando las manos al nivel de la cintura, en una imagen arquetípica de confusión; el tipo de gesto que las mujeres hacían en las películas de los cincuenta para manifestar su angustia-. Regresé a casa después de unas vacaciones, hará una hora, y cuando fui al piso de las signora Altavilla la encontré allí. Estaba muerta.

– ¿Está segura? -preguntó Brunetti, pensando que esas palabras podrían desagradarla menos si le pedía que describiese lo que había visto.

– Le toqué el dorso de la mano. Estaba fría. -Apretó los labios. Mirando al suelo, prosiguió-: Le puse los dedos en la muñeca. Para buscar el pulso. Pero no tenía.

– Signora, cuando llamó dijo que había sangre.

– En el suelo, cerca de la cabeza. Cuando la vi, vine aquí para llamarlos a ustedes.

– ¿Algo más, signora?

Ella levanto una mano y la movió hacia la escalera situada tras ella, como señalando las cosas pero en la planta inferior.

– La puerta de la escalera estaba abierta. -Al advertir la sorpresa de Brunetti, se apresuró a aclarar ese punto-. Quiero decir sin echar la llave. Cerrada sólo de golpe.

– Comprendo. -Brunetti guardó un breve silencio y luego preguntó-: ¿Podría decirme cuánto tiempo ha estado usted ausente, signora?

– Cinco días. Me fui a Palermo el miércoles de la semana pasada y acabo de llegar esta noche.

– Gracias -dijo Brunetti, y luego preguntó solícitamente-: ¿Estuvo con amigos, signora?

La mirada que le dirigió demostró lo inteligente que era y lo mucho que la pregunta la ofendía.

– Pretendo descartar posibilidades, signora -informó con su voz normal.

La voz de ella sonó un poco más fuerte y su pronunciación más clara cuando dijo:

– Me alojé en un hotel, el Villa Igiea. Puede usted consultar su registro. -Apartó la vista de Brunetti en lo que éste interpretó como apuro-. Otra persona pagó la factura, pero yo estuve inscrita allí.

Brunetti sabía que eso podía comprobarse fácilmente, de modo que se limitó a preguntar:

– ¿Por qué fue al piso de la signora Altavilla…?

– A recoger mi correo.

Se volvió y, seguida de Brunetti, entró en la habitación. Se trataba de un amplio espacio abierto, con un techo puntiagudo que indicaba que la estancia -¿cuántos siglos antes?- había sido originalmente un desván. Mientras la seguía, Brunetti levantó la vista hacia las dos claraboyas gemelas, con la esperanza de divisar las estrellas al otro lado, pero todo cuanto vio fue la luz reflejada desde abajo.

La mujer cogió un trozo de papel de una mesa. Brunetti lo tomó a su vez de su mano extendida: reconoció el aviso de color beige para recoger una carta certificada.

– No tenía idea de lo que podía ser, y pensé que tal vez se tratara de algo importante. No quise esperar hasta mañana para averiguarlo, de modo que fui a ver si la carta estaba allí. -En respuesta a la inquisitiva mirada de Brunetti, continuó-: Cuando estoy fuera ella recoge mi correo, y me lo deja ahí fuera para cuando regreso, o yo bajo y me lo da en mano.

– ¿Y si ella no está cuando usted regresa a casa?

– Me dio las llaves, así que puedo entrar a buscarlo. -Se volvió de cara a las ventanas, más allá de las cuales Brunetti veía el ábside iluminado de la iglesia-. Así que bajé y entré. Las cartas estaban donde siempre las pone: en una mesa en la entrada. -Se quedó sin nada más que decir, pero Brunetti aguardaba-. Entonces fui y miré en la sala de estar. Realmente sin ninguna razón, pero la luz estaba encendida y ella siempre la apaga cuando sale de una habitación, por lo que pensé que quizá no me había oído. Aunque eso no tiene sentido, ¿verdad? Y la vi. Y le toqué la mano. Y vi la sangre. Y entonces subí aquí y los llamé a ustedes.

– ¿Quiere usted sentarse, signora? -preguntó Brunetti indicando una silla de madera arrimada a la pared más cercana.

Ella negó con la cabeza, pero al mismo tiempo dio un paso hacia la silla. Se sentó dejándose caer pesadamente, luego se dio por vencida, admitiendo su debilidad, y se apoyó en el respaldo.

– Es terrible. ¿Cómo podría alguien…?

Antes de que pudiera completar su pregunta, sonó el timbre. Brunetti se dirigió al interfono y oyó anunciarse a Vianello, quien dijo ir acompañado del dottor Rizzardi. Brunetti pulsó el botón para abrir la puerta de la calle y colgó el teléfono. Dirigiéndose a la mujer, dijo:

– Los otros están aquí, signora. -Luego, como tenía que preguntárselo, añadió-: ¿La puerta está cerrada?

Ella levantó la vista hacia él, y su rostro reflejó confusión:

– ¿Cuál?

– La de abajo. ¿Está cerrada con llave?

Negó con la cabeza dos, tres veces, y no pareció advertir el gesto de alivio de Brunetti cuando se detuvo.

– No lo sé. Yo tenía las llaves. -Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta, pero no las encontró. Se lo quedó mirando, confusa-. He debido dejármelas abajo, encima de la correspondencia. -Cerró los ojos, y luego, al cabo de un momento, dijo-: Pero ustedes pueden entrar. La puerta no se bloquea sola. -Alzó una mano, para captar la atención de Brunetti-. Era una buena vecina.

Brunetti le dio las gracias y bajó para reunirse con los demás.

3

Brunetti se encontró a Vianello y Rizzardi esperándolo frente a la puerta del piso. Vianello y él intercambiaron inclinaciones de cabeza porque se habían visto aquella misma tarde, y Brunetti estrechó la mano del patólogo. Como siempre, el doctor parecía un gentleman inglés que salía de su club. Llevaba un traje azul marino de raya diplomática, con los evidentes pero invisibles signos de la sastrería a medida. La camisa parecía como si se la hubiera puesto al empezar a subir las escaleras, y su corbata era de las que Brunetti clasificaba vagamente como «de regimiento», aunque no tenía una idea muy clara de lo que eso significaba.

Aunque sabía que el doctor acababa de regresar de unas vacaciones en Cerdeña, Brunetti pensó que Rizzardi parecía cansado, que se encontraba inquieto. Pero ¿cómo preguntarle a un médico por su salud?