– ¿Qué ocurrió? -preguntó Brunetti, con una voz que hizo sonar tan tranquila como si le estuviera preguntando la hora.
– Dijo que eso es lo que él hizo: advertirla.
– ¿Contra él mismo? -la interrumpió Brunetti, continuando con su composición del sorprendente escenario.
Su sorpresa fue evidente.
– No. Contra ella.
– ¿Contra la mujer? ¿La que tenía en su piso?
– Sí.
Como un jugador de rugby que dejara caer el balón por un instante, Brunetti lo recogió, cambió de lado y empezó a correr en la dirección opuesta.
– ¿Qué le dijo?
Ella apartó la mirada y la dirigió a la puerta, de donde procedía el ruido que habían hecho dos hombres al abrirla. Se quedaron quietos un momento y luego se les reunió un tercero, que arrojó un cigarrillo encendido a la calle. Los tres entraron en el bar y pidieron unos cafés. El rumor de sus voces les llegó a través del locaclass="underline" la áspera camaradería de unos trabajadores durante la pausa en su tarea.
– Signora? -dijo, reclamando su atención.
– Que era una ladrona y que no debería tenerla en su casa.
Brunetti pudo advertir que le disgustaba repetirlo. Podía entenderla: la signora Orsoni había dedicado sus energías a salvar a mujeres en peligro de convertirse en víctimas de la violencia. Y ahora aquello.
– ¿Qué sucedió?
Se sintió atrapada. Al comienzo no respondió, pero luego admitió:
– Era verdad.
– ¿Cómo lo sabe?
– Él disponía de copias de artículos de periódico, de informes policiales. -Al ver su sorpresa, explicó-: Se reunió con él a un lado del campo.
– ¿Qué decían los informes?
– Que era su táctica. Se mudaba a una ciudad, iniciaba una relación con un hombre y se iba a vivir con él o él se instalaba con ella. Luego suscitaba una discusión y se las arreglaba para que fuera violenta. Y cuando llegaba la policía… -Se llevó los puños a los ojos, por vergüenza o para evitar que él viera su expresión-. Según él, era lo más efectivo: que los vecinos llamaran a la policía. -Con voz tensa y decidida, continuó-: De ese modo ella era la víctima, la policía la ponía en contacto con uno de los grupos que ayudan a las mujeres maltratadas, la colocaban en una casa y permanecía en ella hasta que disponía de su propia llave y sabía qué había en esa casa. Entonces desaparecía con todo lo que podía cargar.
Mientras su voz sonaba entrecortada a causa de la indignación, Brunetti oía el entrechocar de las tazas y los platillos, las carcajadas y el tintineo de las monedas al caer. Luego, la puerta se abrió y se cerró, y los trabajadores se fueron.
Al volver el silencio al bar, su voz recuperó el tono.
– Él le contó eso a Costanza, le mostró los informes y le rogó que lo creyera.
– ¿Y qué hubo de las quemaduras? -preguntó Brunetti. Como ella no parecía entender, aclaró-: Las causadas por el agua de la pasta.
La signora Orsoni recorrió con el anular una de las profundas grietas de la superficie de la mesa.
– Costanza dijo que aún cojeaba, pero que él no hizo ninguna referencia al respecto.
Se puso en pie, se acercó a la barra y regresó con dos vasos de agua, colocó uno ante Brunetti y volvió a sentarse.
– ¿Cuándo fue eso, signora?
Ella bebió medio vaso y luego lo depositó en la mesa. Dirigió una larga mirada a Brunetti antes de decir:
– El día antes de la muerte de Costanza.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó, ignorando el vaso que tenía delante.
– Costanza me llamó. Me llamó cuando regresó a casa después de hablar con aquel hombre, y me pidió, bueno, me dijo, que fuera a verla. -Su respiración se hizo más rápida-. Acudí y me dio a leer los artículos y los informes de la policía.
– ¿Adónde fue el hombre?
– Según ella, tan sólo quería prevenirla y mostrarle el peligro que corría, y una vez que lo hizo, le dio las gracias por escucharlo y se marchó. Eso fue todo. Le bastó con ver que ella le creía. Dijo que muchas personas no le creían porque es siciliano. -Se permitió un prolongado silencio, que secundó Brunetti y que se prolongó hasta que finalmente apostilló-: Me dijo que parecía amable.
El rostro de la signora Orsoni se ensombreció, y Brunetti tuvo el buen sentido de no hacer ningún comentario. En lugar de eso, preguntó:
– ¿Y qué pasó?
– Costanza me sugirió que llamara a la mujer y le dijera que tenía que hablar con ella.
– ¿Y lo hizo?
Ella exteriorizó su enfado.
– Desde luego que lo hice. ¿Acaso tenía otra opción? -Recuperó el control y continuó-: Le encargué un trabajo consistente en pasar un día con una anciana. Sin hacer nada, en realidad, salvo prepararle el almuerzo y quedarse allí por si pasaba algo.
– Comprendo. ¿Y luego?
– Le pedí que volviera cuando la hija de la anciana regresara a casa de su trabajo, a las cuatro, y dijo que lo haría.
– ¿Y?
– Cuando volvió le dije que teníamos que trasladarla a otra ciudad.
– ¿La creyó?
Se encogió de hombros.
– No lo sé.
– ¿Qué ocurrió?
– Se fue a su habitación e hizo el equipaje.
– ¿La acompañó usted?
– No. Nos quedamos en la sala de estar. Ella se fue a su habitación e hizo la maleta.
Iba a seguir hablando, pero algo que leyó en el rostro de Brunetti pareció imponerle silencio.
– ¿No sospechó nada?
– No lo sé. Me da igual.
– ¿Y qué pasó después?
– Vino con su maleta, le dijo adiós a Costanza, le entregó su llave y abandonó el piso.
– ¿Y qué más?
– Tomamos el vaporetto hasta la estación del ferrocarril y fuimos juntas a la taquilla. Le pregunté adónde quería ir.
– De modo que para entonces ella ya se había dado cuenta de lo sucedido.
– Lo supongo -respondió la signora Orsoni, y Brunetti sintió una punzada de irritación ante sus evasivas.
– ¿Y?
– Y le saqué un billete para el último tren a Roma. Sale poco antes de las siete y media.
– ¿La vio tomar el tren?
– Sí.
– ¿Esperó a que arrancara?
No intentó disimular su creciente enojo.
– Pues claro que sí. Pero también pudo bajarse en Mestre.
– Y devolvió la llave.
– Costanza no tuvo ni que pedírsela -explicó, y luego añadió, casi con satisfacción-: Pero pudo haberse hecho un duplicado.
Brunetti no hizo ningún comentario a eso, y preguntó:
– ¿Cómo se llama? -La vio dudar, y supo que si se negaba a responder la sometería a interrogatorio. Antes de que ella pudiera decir algo, añadió-: ¿Y el hombre? El siciliano.
– Gabriela Pavon y Nico Martucci.
– Gracias -dijo, y se puso en pie-. Si necesito otra información la llamaré y le pediré que acuda a la questura.
– ¿Y si me niego?
Brunetti no se molestó en contestar.
21
Brunetti se sintió aliviado al librarse de ella, admitiendo sólo entonces lo poco simpática que le había resultado aquella mujer. Sus medias verdades y sus dilaciones para manipularlo lo molestaban; y, lo que era peor, parecía preocupada por la muerte de la signora Altavilla únicamente en la medida en que era una fuente de culpa para sí misma o un potencial peligro para su Alba Libera, de ridículo nombre. Qué poco se preocupaba por la gente aquellos que pretendía ayudar a la humanidad.
Meditó sobre aquellas cosas mientras emprendía el camino de regreso a la questura, pero entonces, como emergiendo de un sueño, se dio cuenta de repente de la mucha luz que había arrojado aquel día. Miró su reloj y se sorprendió al comprobar que eran casi las cinco. Le pareció una tontería volver a la questura, pero no cambió la dirección de sus pasos, contemplándolos desde arriba mientras caminaba lentamente como un animal que regresa al establo. Una vez en la questura, se dirigió al despacho de la signorina Elettra y la encontró sentada a su mesa, leyendo el que parecía el mismo libro que había observado la última vez. Ella levantó la vista cuando lo oyó entrar y, como distraídamente, cerró el libro y lo deslizó a un lado. Sonriendo, dijo: