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– Tiene el aspecto de alguien que se ha traído más trabajo.

– Acabo de hablar con la directora de Alba Libera.

– Ah, Maddalena. ¿Qué piensa de ella? -preguntó con total neutralidad, sin ofrecer indicio alguno de cuál podía ser su propia opinión.

– Que le gusta ayudar a la gente -respondió Brunetti con idéntica neutralidad.

– Parece un deseo muy meritorio -concedió la signorina Elettra.

Brunetti se preguntó cuándo alguno de los dos se daría por vencido y expresaría una opinión.

– Me recuerda un poco a esas mujeres de las novelas del siglo XIX interesadas en el progreso moral de sus inferiores -dijo ella.

Por un momento, Brunetti sopesó la posibilidad de que más de una década expuesta a la visión del mundo del propio Brunetti hubiera afectado la de la signorina Elettra, pero luego se dio cuenta de lo pretencioso que resultaba eso. Sin duda ella tenía sus propias y amplias reservas de escepticismo.

Impaciente de pronto por tanta charla, dijo:

– Una de las mujeres a las que ayudó se alojó en casa de la signora Altavilla hasta la noche anterior a su muerte, pero resulta que esa mujer había estado en otras casas en similares circunstancias…

– ¿Y se había largado con el dinero? -bromeó la signorina Elettra.

– Algo así.

Observó su sorpresa y le agradó el hecho de que se sorprendiera.

– ¿Su nombre? -preguntó.

– Gabriela Pavon, aunque dudo mucho de que sea ése su verdadero nombre. Y el hombre del que supuestamente se escondía es Nico Martucci, un siciliano. Ése sí es probable que sea su verdadero nombre. Vive en Treviso. -Cuando ella empezó a escribir los nombres, Brunetti la interrumpió-: No se moleste. Tengo un amigo en Treviso que puede decírmelo. Eso ahorrará tiempo.

Se volvió para marcharse, pero ella dijo, señalando unos papeles que tenía encima de la mesa:

– He encontrado algunas cosas sobre la signora Sartori y sobre el hombre que vivía con ella.

– ¿O sea, que no están casados?

– No, según los registros de la residencia. La totalidad de la pensión que percibe ella va a parar a la institución, y el resto lo paga su compañero, Morandi. -Luego, percibiendo la sorpresa de Brunetti añadió-: Él no debería pagar, puesto que no están casados. Pero paga.

Brunetti pensó en el hombre de rostro enrojecido al que conoció en la habitación de la signora Sartori. Recordando lo que él y su hermano habían tenido que pagar por su madre todos aquellos años, preguntó:

– ¿Cuánto cuesta?

– Dos mil cuatrocientos al mes. -Luego, cuando él alzó las cejas, la signorina Elettra aclaró-: Es una de las mejores de la ciudad. -Levantó una mano y la dejó caer-. Y ésos son los precios.

– ¿A cuánto asciende su pensión?

– A seiscientos euros. Se jubiló cuatro años antes de la edad, de modo que no tiene derecho a percibir la totalidad de la pensión.

Antes de ponerse a hacer cálculos, Brunetti preguntó:

– ¿Y la pensión del hombre?

– Quinientos veinte.

O sea que, sumadas, sus pensiones apenas cubrían la mitad del coste. El hombre no le había parecido adinerado ni, Brunetti hubo de admitirlo, tampoco ella. Si él era lo que parecía, un pensionista obligado a pagar los servicios públicos, el alquiler y los alimentos, ¿de dónde sacaba el dinero para la residencia?

La signorina Elettra cogió los papeles y se los alargó a Brunetti, que se sorprendió al encontrar bastantes hojas. ¿Qué pudieron hacer a lo largo de sus vidas dos ancianos como aquellos?

– ¿Qué hay aquí? -preguntó, sosteniendo las hojas con un gesto deliberadamente exagerado.

Con su expresión más sibilina, la signorina Elettra observó:

– Sus vidas han sido moviditas.

Brunetti se permitió distenderse en una sonrisa, al parecer por primera vez aquel día. Agitó los papeles y anunció:

– Les echaré un vistazo.

Ella asintió y dirigió su atención a su ordenador.

Una vez en su despacho, marcó el número de su casa.

Paola contestó con un «Sì» tan impaciente como para desanimar al teleoperador más curtido o para amedrentar a sus hijos, a fin de que se dieran prisa en regresar a casa y ordenar sus habitaciones. Él no pudo contenerse y recitó:

– «Y se deja oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola.»

– Guido Brunetti -dijo, con una voz no más amistosa que la que había sonado con aquel impersonal «Sì»-, no me empieces con tus citas bíblicas.

– Leo el Cantar de los cantares como literatura, no como texto sagrado.

– Y lo usas como provocación.

– Me limito a seguir la tradición de dos mil años de apologistas cristianos.

– Eres un hombre perverso y pesado -dijo ella con una voz más ligera, y él supo que el peligro había pasado.

– Soy un hombre perverso y pesado al que le gustaría llevarte a cenar.

– ¿Y perderte unos turbanti di soglie, comidos en paz en tu propia mesa, en medio de la gozosa armonía de tu familia? -preguntó Paola, dejándolo con la duda de si había cambiado su talante al pensar en su presencia o en la comida.

– Procuraré llegar a tiempo.

– Bueno -replicó, y él pensó que estaba a punto de colgar, pero añadió-: Me alegra que estés aquí.

Luego colgó, y Brunetti se quedó con la sensación de que la temperatura de la habitación acababa de aumentar o que, de algún modo, la luz era más intensa. Más de veinte años, y ella todavía podía hacerle aquello, pensó. Sacudió la cabeza, buscó el número de su amigo en Treviso y llamó.

Tal como había sospechado, el nombre de la mujer no era Gabriela Pavon: la policía de Treviso pudo darle seis alias utilizados por ella, cuyas huellas dactilares estaban por todas partes en el piso que había compartido con su compañero, pero no pudieron facilitarle el verdadero nombre. El siciliano -Brunetti se dijo que tenía que dejar de llamarlo así y, lo que era más importante, dejar de pensar de él de aquel modo- enseñaba química en una escuela técnica y no tenía antecedentes delictivos. Según la policía de allí, él fue la víctima de un delito. No había rastro de la mujer, y el amigo de Brunetti estaba resignado a sospechar que no lo habría hasta que cometiera el mismo delito en alguna otra parte del país.

Brunetti le contó lo que la mujer había hecho en Venecia, y su fatigado amigo le pidió que enviara un informe, «aunque eso no suponga ninguna diferencia», puesto que ella no había cometido delito alguno.

Después de colgar, Brunetti dirigió su atención a los papeles que la signorina Elettra le había dado. La signora Maria Sartori había nacido en Venecia ochenta años antes; Benito Morandi, ochenta y tres. El nombre de pila del hombre llamó la atención de Brunetti: comprendía bien qué clase de familia hubiera llamado Benito a su hijo en aquellos años. Pero la visión de ambos nombres juntos espoleó la memoria de Brunetti, como si de pronto Ginger hubiera redescubierto a su Fred. O Bonnie a su Clyde. Apartó la vista de los papeles, concentró su memoria y no sus ojos, y siguió el flujo serpenteante de sus recuerdos. Algo acerca de una persona anciana, ninguno de ellos; de otra persona anciana, y de cuando ellos no eran viejos. Era un recuerdo de su vida, de antes de trabajar, de antes de Paola y de todo lo que siguió al momento de conocerla. Se encontró pensando que su madre se acordaría; su madre tal como había sido en otro tiempo.