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El padre de Brunetti se refirió a menudo al caos que reinaba en aquellos años terribles, de modo que creyó que a un adolescente pudo permitírsele alistarse cuando el conflicto estaba a punto de acabar. Pero luego Brunetti leyó la hoja de servicios de Morandi, según la cual había servido en Abisinia, Albania y Grecia, donde había sido herido, enviado a casa y devuelto a la vida civil.

– No, eh? -se oyó decir Brunetti en voz alta, sobresaltando a Vianello, que se volvió a mirarlo.

Si la fecha de nacimiento de aquel archivo era cierta, Morandi hubiera ido a Grecia con sólo doce años, y hubiera tenido dieciséis cuando Italia se rindió a los aliados. Por más entusiastas que hubieran sido sus padres del fascismo, hasta el punto de llamar «Benito» a su hijo, pocas familias habrían permitido a su vástago adolescente seguir al otro Benito a la guerra.

Unos años después del regreso de Morandi -o al menos después de que la prueba documental de su servicio en la guerra se hubiera incorporado al expediente-, accedió a un empleo en el puerto de Venecia, que desempeñó durante más de una década, aunque no constaba ningún dato que precisara la naturaleza del trabajo, salvo el de «peón». Brunetti se enteró de que había sido despedido de su puesto sin explicación.

Unos años más tarde, empezó a trabajar como limpiador en el Ospedale Civile. Brunetti se inclinó a un lado y tomó los papeles que Vianello había dejado en la mesa. La signora Sartori ya trabajaba por entonces en ese hospital.

Morandi había sido portiere y limpiador durante más de dos décadas, llevaba jubilado unos veinte años y percibía una pensión mínima.

Brunetti reconoció el sello del Ministerio de Justicia en las siguientes tres hojas de papel, que reflejaban la relación de Morandi con las fuerzas del orden, para las que no era un extraño. Fue detenido por primera vez a comienzos de la treintena, acusado de vender cigarrillos de contrabando a estancos de la tierra firme. Cinco años más tarde, segunda detención por vender objetos robados de barcos que descargaban en el puerto, y condena a un año con suspensión de sentencia. Siete años después detenido otra vez por agredir y herir gravemente a un compañero de trabajo. Como el hombre se abstuvo de testificar contra él, los cargos fueron retirados. También fue detenido por resistencia a la autoridad y por pasar objetos robados a través de un perista de Mestre. En este caso se produjo algún error burocrático en la aportación de pruebas, y al cabo de cinco años el caso se cerró, si bien por entonces el signor Morandi parecía haberse pasado al bando de los ángeles, pues ya no sufrió más detenciones y empezó a trabajar en el hospital.

Las últimas hojas de papel se referían al aspecto monetario de la vida del signor Morandi. Por la época de su jubilación, Morandi adquirió un piso en San Marco sin solicitar una hipoteca. Una nota manuscrita de la signorina Elettra informaba a Brunetti de que la signora Sartori se mudó al piso, cambiaron ambos su residencia a aquella dirección unos meses después de la compra.

La cuenta bancaria de Morandi, intacta por la adquisición del piso, reflejaba en gran medida la misma rutina que la de la signora Sartori: modestos ingresos y reintegros y, a partir de la compra del piso, el pago mensual de los gastos de comunidad. Estos pagos se incrementaron con el paso de los años, y ahora ascendían a más de cuatrocientos euros mensuales, que ya no podían proceder de la modesta pensión.

A partir del momento en que la signora Sartori ingresó en la residencia, los hábitos bancarios del signor Morandi cambiaron. Un mes antes de que llegara la primera factura, en la cuenta se ingresaron casi cuatrocientos euros. Desde entonces, cada tres o cuatro meses, se ingresaban entre cuatrocientos y quinientos euros, y cada mes se transferían rutinariamente más de mil doscientos de la cuenta del signor Morandi a la de la residencia.

Aquello parecía ser lo que era. Brunetti volvió a hojear los papeles, a fin de comprobar las fechas, y vio que el piso se compró tras la jubilación de Morandi, y que la signora Sartori continuó trabajando en el hospital. Resultaba improbable que unas personas que desempeñaban aquellos empleos pudieran permitirse, incluso conjuntamente, ahorrar lo bastante como para adquirir un piso: dada la ausencia de una hipoteca y el escaso sueldo de la que seguía trabajando, era casi imposible. Ni el breve encuentro de Brunetti con Morandi ni el contenido de aquellos papeles daban idea de un hombre cuya conducta se caracterizara por la prudencia en materia de dinero.

Brunetti se puso en pie y se acercó a la ventana, reanudando su estudio de las dos fachadas que estaban a la vista. Volvió a fijar su atención en el muro, consideró el informe y se preguntó por qué había atraído la atención de la signorina Elettra. La conocía lo bastante como para saber que toda la información que había reunido estaba en aquellos papeles: no proporcionarla completa hubiera sido -le chocó la palabra que acudió a su mente- un engaño. Aguardó a que Vianello concluyera su lectura e hiciera alguna observación sobre los papeles.

Mientras esperaba, Brunetti consideró el fenómeno de la jubilación. Le habían contado que en otros países la gente soñaba con la jubilación como una oportunidad de mudarse a un clima más cálido o de empezar un nuevo capítulo: aprender un idioma, adquirir un equipo de submarinismo o practicar la taxidermia. Qué ajeno a su cultura era semejante deseo. Las personas a las que conocía y aquellas a las que había observado a lo largo de su vida no deseaban más, tras su jubilación, que instalarse profundamente en sus hogares y en las rutinas que habían construido durante décadas, sin introducir cambio alguno en sus vidas salvo eliminar su necesidad de acudir al trabajo cada mañana y, quizá, añadir la posibilidad de viajar un poco, pero no con frecuencia ni demasiado lejos. No conocía a nadie que hubiera comprado una casa nueva tras su jubilación o que hubiera considerado cambiar de dirección.

¿Qué explicaría entonces la súbita adquisición por el signor Morandi de un piso nuevo, al término de su vida laboral? ¿Un error de la signorina Elettra? ¿Un error? ¿En qué estaba pensando? Brunetti se llevó los dedos a la boca, como para reprimir semejante temeridad.

– ¿Por qué compró el piso? -preguntó Vianello desde el otro lado de la habitación.

– ¿Y con qué lo compró? No se menciona ninguna hipoteca.

Vianello regresó a su silla, se inclinó para poner la mano extendida sobre los papeles y dijo:

– Nada de lo que hay aquí sugiere un hombre que ahorrara durante toda su vida para comprarse una casa.

Brunetti marcó el número de la signorina Elettra.

– Sì, commissario?

– El inspector y yo sentimos curiosidad por saber cómo se las arregló el signor Morandi para comprar su piso.

Ella dejó pasar un momento y luego preguntó:

– ¿Ha visto la fecha de la compra?

Brunetti alzó el hombro, sujetó el teléfono contra la oreja y utilizó ambas manos para hojear los papeles. Encontró la fecha y dijo:

– Tres meses después de su jubilación. Pero no veo que eso sea significativo.

– Quizá si mirase la fecha de la muerte de Madame Reynard…

Encontró la copia del certificado de defunción y comprobó que Morandi compró el piso exactamente un mes después de la muerte. Dejó escapar una exclamación. Como no hizo ningún comentario ni formuló pregunta alguna, la signorina Elettra inquirió: