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– ¿Ve el nombre de la persona que vendió el piso?

Miró y leyó:

– Matilda Querini.

Captó la mirada confundida de Vianello, conectó el altavoz y devolvió el receptor a su lugar. Otra vez se abstuvo de hacer comentarios.

– Entonces, ¿ni usted ni el inspector recuerdan el caso?

– Recuerdo que esas personas testificaron y que Cuccetti heredó una fortuna.

– Ah -replicó la signorina Elettra, arrastrando la sílaba y dejándola terminar como si se apagara.

– Cuénteme -la animó Brunetti.

– Matilda Querini era su mujer.

– Ah, su mujer -se permitió decir Brunetti, en consciente imitación de su interlocutora. Luego, tras unos pocos latidos del corazón, preguntó-. ¿Vive todavía?

– No. Murió hace seis años.

– ¿Rica?

– Dinero ilimitado.

– ¿Y adónde fue a parar? El hijo era sólo un niño, ¿no?

– Se rumorea que se lo dejó a la Iglesia.

– ¿Sólo se rumorea, signorina?

– De acuerdo. Es un hecho. Se lo dejó a la Iglesia. -Antes de que él pudiera preguntar, explicó-: Tengo un amigo que trabaja en las oficinas del patriarcado. Lo llamé, le pregunté y me dijo que fue la suma más elevada que nunca les habían legado.

– ¿Dijo cuánto era?

– Consideré indelicado preguntárselo.

Vianello emitió un leve gemido.

– ¿Así pues? -preguntó Brunetti, sabiendo que ella era incapaz de dejar algo así pendiente.

– Así pues pregunté a mi padre. El dinero de ella no estaba en el banco donde trabaja mi padre, pero él conoce al director del banco donde lo tenía, y le preguntó.

– ¿Puedo saberlo?

– Siete millones de euros, unos pocos cientos arriba o abajo. Y la patente para aquel procedimiento industrial y al menos ocho pisos.

– ¿A la Iglesia? -preguntó Brunetti, y al escucharlo, Vianello apoyó melodramáticamente la cabeza en las manos y la sacudió de un lado a otro.

– Sí -confirmó la signorina Elettra.

A Brunetti se le ocurrió una idea y preguntó:

¿Ha mirado las cuentas bancarias de Cuccetti y de su mujer?

Para ella, eso era infringir la ley. Para él, enterarse de que ella lo había hecho y luego no obrar en consecuencia también era infringir la ley.

– Desde luego -respondió la signorina Elettra.

– Déjeme adivinar -dijo Brunetti, incapaz de resistir la tentación de hacer un pequeño alarde-. No se ingresó dinero en la cuenta de ninguno de los dos después de la venta.

– Nada. Desde luego que ella pudo haber regalado el piso a Morandi por pura bondad -dijo la signorina Elettra en un tono que excluía esa posibilidad.

– ¿No diría usted que la reputación de Cuccetti convierte eso en algo improbable?

– Sí -respondió. Luego añadió-: Pero también la decisión de su mujer de dejárselo todo a la Iglesia lo convierte en algo…

Hizo una pausa en busca de la palabra adecuada.

– ¿Grotesco? -sugirió Brunetti.

– Ah -exclamó, como apreciando lo atinado de su elección.

22

Brunetti puso a Vianello al corriente de lo que desconocía de su conversación con la signorina Elettra.

– No debería reírme, lo sé -dijo Vianello, con expresión seria-, pero el pensamiento de que todo lo que ese cabrón codicioso de Cuccetti robó durante su miserable vida haya acabado en los bolsillos de la Iglesia es… -Hizo un movimiento de resignación con la cabeza, ya fuera de admiración o de asombro, y concluyó-: Te gusten o no, debes admitir que son los mejores.

– ¿Los curas?

– Los curas. Las monjas. Los frailes. Los obispos. Llámalos como quieras. Ellos ya han metido el hocico en la sopa antes de que tú hayas puesto el plato en la mesa. Al final la convencieron y se lo chuparon todo. Los felicito -dijo, sacudiendo la cabeza en lo que Brunetti interpretó como auténtica admiración, aunque a regañadientes.

Como decidió que no tenía nada que oponer a ese sentimiento, Brunetti sugirió que ambos estarían mejor en casa con sus familias, una opinión que Vianello compartía. Abandonaron juntos la questura, y al salir por la puerta principal cada uno tomó un camino distinto.

Brunetti decidió andar, pues necesitaba experimentar la sensación de movimiento y libertad que le proporcionaba recorrer la ciudad sin tener conciencia de adónde se dirigía. La memoria y la imaginación, tranquilizadas por la caminata, lo llevaron a considerar de nuevo los nombres de Cuccetti y de Reynard. El primero sólo le inspiró un sentimiento de desagrado, mientras que el segundo le provocó los de patetismo y pérdida.

Se detuvo en la parte baja del Rialto y se ensimismó en sus pensamientos. Lo atrajo la perspectiva de ir a casa por la menos atestada riva, pero decidió bajar hasta Biancat y llevar unas flores a Paola: había pasado una eternidad desde la última vez que lo había hecho. Encontró cerrada la floristería. Como se le había metido en la cabeza la idea de las flores, se sintió irritado -incluso más que eso- por no poder llevárselas. Se paró ante el escaparate y miró los lirios que quería, visibles en un cilindro de plástico blanco que los contenía, tras la humedad que empañaba el escaparate, bellos y tanto más deseables por cuanto no podía poseerlos. «Muy propio del hombre», murmuró para sí, y se alejó camino de su calle. Llegaba a tiempo; eso ocuparía el lugar de las flores.

Brunetti no era un hombre de fe, al menos no de la forma que postulaba la existencia de un ser supremo preocupado por lo que hacían los hombres. Como policía, Brunetti sabía bastante de lo que hacían los hombres como para esperar que la divinidad se sintiera alarmada por ellos por su voluntad de concederles alguna recompensa más en la otra vida. Pero en el transcurso de su vida a veces se había encontrado embargado por un sentimiento de gratitud ilimitada: podía experimentarlo en cualquier momento y siempre lo asaltaba por sorpresa. Aquel atardecer lo acometió cuando giraba hacia el último tramo de escalera que conducía a su piso. Gozaba de buena salud, no creía ser insensato ni violento, tenía una esposa a la que amaba con locura y dos hijos en los que tenía puestas todas sus esperanzas de felicidad en esta tierra. Hasta el momento, la aflicción, el dolor, las privaciones y la enfermedad se habían mantenido fuera del círculo de fuego que le gustaba pensar que los rodeaba. Lo que consideraba como superstición primitiva le infundía dudas sobre si atreverse a manifestar de modo consciente cualquier expresión de gratitud: hacerlo era atraer el desastre. Y pensar así, le constaba, era propio de un necio primitivo.

Entró, colgó la chaqueta a la izquierda de la puerta y se dirigió a la cocina. Desde luego, había turbanti di soglie. Si era otra cosa, tanto Paola como su nariz mentían. Ella estaba en la cocina, de pie junto a la mesa, con las manos abiertas a ambos lados de un periódico desplegado, y con la cabeza inclinada mientras leía.

Él se colocó detrás y la besó en la nuca. Ella lo ignoró. Brunetti abrió el armario situado a la derecha de su mujer y sacó una copa y después una segunda. Abrió el frigorífico y tomó otra botella de Moët del cajón de las verduras, pensando la suerte que tenía de estar casado con una mujer a la que obsequiaban con un soborno de tan buen gusto. Retiró el papel de aluminio, quitó el corcho y lo proyectó a través de la cocina. Ni siquiera la explosión suscitó en Paola gesto o comentario alguno.

Vertió cuidadosamente el champán en ambas copas, dejó que las burbujas se disiparan, añadió más, esperó, volvió a añadir, puso un tapón en la botella y devolvió ésta a la puerta del frigorífico. Deslizó una de las copas hacia Paola, luego tomó la suya, la golpeó con la otra y pronunció el «Cin, cin» con su voz áspera y cordial.