Ella siguió ignorándolo y pasó una página. Brunetti alargó la mano para asegurar su copa, que Paola había apartado a un lado con un ligero codazo al pasar la página del periódico.
– A un hombre le reconforta llegar al seno familiar y ser bienvenido con el afecto al que está acostumbrado -dijo, y tomó un sorbo de champán-. Ah, qué efusivo calor, qué sentido de la intimidad y el bienestar familiares que el hombre sólo halla en su hogar, rodeado y venerado por las personas a las que más quiere.
Paola alargó el brazo, tomó la copa y bebió un sorbo. Lo que probó la indujo a volverse a mirarlo.
– ¿Es Moët? -preguntó.
– Premio para la señora -replicó él, le dedicó un brindis y bebió otro sorbo.
– Yo pensaba que íbamos a guardarlo para alguna ocasión especial -dijo en tono de sorpresa pero en absoluto contrariada.
– ¿Y qué más especial que mi regreso junto a mi señora esposa, la cual me acoge con la amorosa solicitud -bajo la cual resplandecen las ascuas de una furiosa pasión- que ha caracterizado nuestra unión en estas últimas décadas y más?
Trató de componer una sonrisa lo más idiota posible.
Ella colocó su copa encima del periódico -de hecho, encima del rostro del hombre que aquel día había anunciado su candidatura a la alcaldía- y dijo:
– Si te has parado en unas pocas ombre en el camino a casa, Guido, creo que podríamos estar malgastando este champán.
– No, querida. Me han traído a casa las alas del amor, y era tal mi empeño en reunirme con tu dulce persona, que no tuve tiempo de pensar en pararme.
Ella cogió su copa, tomó otro sorbo y golpeó con el dedo el pie de la copa para señalar la foto.
– ¿Puedes creerlo? Continuará siendo ministro y, al mismo tiempo, alcalde.
– ¿Qué días nos tocará? ¿Lunes, miércoles y viernes? Y al gobierno de Roma ¿dedicará martes, jueves y sábados? -Bebió y dijo-: Cualquier persona normal pensaría que es un insulto, tanto para la nación como para la ciudad.
Ella se encogió de hombros.
– ¿Acaso el último no conservó su puesto en Bruselas y, al mismo tiempo, el de profesor universitario?
– Estamos gobernados por una raza de héroes -declaró Brunetti, dirigiéndose hacia el frigorífico.
– ¿Tú crees que bebemos a toda prisa la botella entera hará que se vayan? -preguntó Paola, vaciando su copa y tendiéndosela.
Él sirvió, aguardó, volvió a servir y al cabo dijo:
– Un rato más y volverán, como cucarachas, pero al menos podremos verlos a través de las burbujas del champán.
En un tono despreocupado, ella preguntó:
– ¿Crees que hay alguien sobre la tierra que desprecie a sus políticos tanto como nosotros?
Brunetti llenó su propia copa antes de comentar:
– Oh, estoy seguro de eso. Excepto en lugares como Escandinavia y Suiza, la mayoría de la gente los desprecia.
Ella oyó el final de la frase, pronunciado en tono de guasa, y preguntó:
– ¿Pero?
Brunetti estudió la foto del periódico.
– Pero creo que nosotros tenemos más motivos que la mayoría. -Tomó un trago.
– A menudo me pregunto en qué planeta creen que están viviendo -dijo Paola, doblando el periódico y deslizándolo a un lado-. No hablan un lenguaje que el hombre comprenda; no conocen otras pasiones que la codicia y…
– Si estás haciendo una lista de sus pasiones, no olvides incluir la actual por los transexuales -replicó Brunetti, con el fin de precisar más, y esperando alegrar el humor de su esposa, aunque no estaba del todo seguro de que el tema de los transexuales fuera apropiado para eso.
– Su sentido de la ética haría parecer a ese transexual muerto -no puedo recordar ya su nombre, pobre chica- como la difunta Madre Teresa.
– Es una comparación que muchas personas religiosas encontrarían ofensiva.
Ella otorgó a eso la consideración que merecía y dijo:
– Tienes razón. Incluso yo la encuentro ofensiva. Pero esas cosas me hacen perder la calma.
Él se inclinó y la besó en los labios.
– Ya lo sé, querida, y ésa es una de las razones por las que me robaste el corazón.
– Oh, para, Guido -protestó ella, tendiendo su copa-. Ponme un poco más, e iré a preparar el agua para la pasta.
Hizo lo que le pidió y luego la ayudó a poner la mesa, encantado de saber que los chicos iban a estar. «Cómo nos pone trampas la vida», pensó, mientras doblaba las servilletas y las colocaba junto a los platos. Cuando Raffi empezaba a sentarse a comer con ellos, tirando en la mesa o al suelo tanto como se llevaba a la boca, sorbiendo y derramando y sin estar nunca del todo seguro de qué hacer con el tenedor, Brunetti consideraba su proceder no como algo encantador, sino como una distracción continua que le impedía comer tranquilo. Y allí estaba él, años más tarde, esperando que aquel chico -ahora competente en el uso del tenedor- encontrara el momento de comer con ellos y no en casa de un amigo. Brunetti comprendía que eso no tenía nada que ver en absoluto con la conversación con su hijo, ni con su inteligencia ni con el alcance de sus ideas. Sencillamente a Brunetti lo llenaba de gozo tenerlos allí y poder verlos y oírlos, sabiendo que estaban seguros, bien queridos y bien alimentados.
– ¿Qué es lo que anda mal? -preguntó Paola detrás de él.
– ¿Hummm? -preguntó a su vez Brunetti, volviéndose a mirarla.
– Tú estabas aquí, mirando la mesa, y yo me pregunto si algo anda mal -respondió ella, desconcertada.
– No. Nada. Estaba pensando.
– Ah -replicó Paola, en el tono de alguien que ya ha oído eso con anterioridad. Y luego-: ¿Le endiñamos otro trago a la botella antes de que vengan los chicos?
Con rapidez pavloviana, Brunetti se volvió hacia el frigorífico.
– La elegancia de tu pensamiento sólo es comparable a la de tu lenguaje.
– Es el destino de la persona que convive con dos adolescentes.
Quedaba suficiente champán para que sus hijos encontraran una copa delante cuando se sentaron a cenar.
– ¿Qué estamos celebrando? -preguntó Raffi al tiempo que cogía su copa.
– No se necesita celebrar nada para tomar champán -dijo Chiara, tratando de adoptar el tono de una bebedora consumada.
Chiara levantó su copa, la hizo chocar con la de Raffi y luego tomó un sorbo. Raffi, mirando su copa pero sin hacer ningún intento de beber, dijo:
– Lo del champán no lo entiendo.
Paola colocó un plato de turbanti delante de él y otro delante de Chiara, y luego llenó otros dos para Brunetti y para ella. Los puso en su sitio y se sentó.
– ¿Qué es lo que no entiendes -preguntó, aunque no antes de haber tomado un sorbo, como para revisar la prueba del litigio.
– Por qué la gente se vuelve loca por eso o cree que es tan bueno -explicó Raffi, deslizando su copa al lado del plato y cogiendo el tenedor.
– Por esnobismo -respondió Chiara, a la vez que tomaba un bocado de pescado.
– Chiara -dijo Paola en tono de advertencia, y Chiara asintió y se llevó la mano a la boca como admitiendo la reprimenda.
Se sirvió agua mineral y tomó un sorbo, descansó el tenedor y repitió:
– Esnobismo.
Brunetti estudió su rostro y advirtió que algo de la redondez propia de la adolescencia dejaba paso a la angulosidad de la madurez, acentuando aún más el parecido con su madre.
– ¿Qué significa eso? -inquirió Raffi, volviendo a fijar su atención en la comida.
– Impresionar a la gente -contestó Chiara-. Con lo refinado que es uno y con el buen gusto que tiene. -Antes de que Raffi pudiera decir algo, añadió-: La gente hace eso todo el tiempo y con cualquier cosa. Coches, la ropa que lleva, lo que dice que le gusta…
– ¿Por qué decir que algo te gusta cuando no te gusta? -preguntó Raffi en un tono que a Brunetti le pareció de sincera confusión, y que lo forzaba a interrogarse sobre si en los últimos años, sin saberlo él ni Paola, su hijo habría pasado su tiempo libre en otro planeta.