– Sugerencias -repitió Brunetti, en voz muy baja.
La mirada que ella le dirigió hubiera hecho ponerse de rodillas a un hombre menos entero.
– Por favor, commissario -fue todo cuanto dijo, y luego descolgó el teléfono.
Al cabo de unos minutos todo estaba hecho, y la secretaria del magistrado, con quien la signorina Elettra habló con distendida familiaridad, dijo que las órdenes judiciales se entregarían a la mañana siguiente. Brunetti se abstuvo de preguntar el nombre del magistrado, convencido de que se enteraría mirando la firma cuando viera los papeles al día siguiente. Bien, se dijo, cuando consideró la rapidez y eficacia con que se había cumplimentado su solicitud: ¿por qué la judicial había de ser diferente de cualquier otra institución pública o privada? Los favores eran concedidos a la persona cuya petición iba acompañada de una raccomandazione, y cuanto más poderosa era la persona que hacía la raccomandazione, o cuanto más estrecha la amistad entre los ayudantes que descendían a los detalles, tanto más rápidamente se atendía la solicitud. ¿Se necesita una cama en un hospital? Lo mejor es tener un primo médico en ese hospital o estar casada con uno. ¿Un permiso para restaurar un hotel? ¿Problemas con la Comisión de Bellas Artes por la pintura que uno quiere trasladar a su piso de Londres? La persona adecuada no tenía más que hablar con el funcionario adecuado o con alguien a quien el funcionario debiera un favor, y todos los caminos quedaban allanados.
Brunetti se encontró, y no por primera vez, atrapado en la ambivalencia. En este caso, le otorgaba ventaja -y, se dijo, también al bien público- el hecho de que la signorina Elettra hubiera llevado a su terreno el sistema judicial de la ciudad. Pero en lugares donde estuvieran a cargo personas de menos… menos probidad…, los resultados podían no ser tan saludables.
Desechó estos pensamientos, dio las gracias a la signorina Elettra por su ayuda y regresó a su despacho.
Allí seguía al cabo de una hora, en cuyo transcurso leyó y firmó con sus iniciales varios documentos e informes, cuando la signorina Elettra fue a hablar con él.
– He encontrado al hombre de mis sueños -dijo al entrar, en un tono como para dar a entender a Brunetti que ese hombre era el joven magistrado.
– Debo interpretar eso como que él ha aprovechado la experiencia de usted en lo relativo a las particularidades de la ciudad.
Su sonrisa era tranquila, y su gesto de asentimiento, un ejercicio de gracia.
– Su secretaria dijo unas pocas palabras amables sobre mí antes de pasarme con él.
– ¿Tras lo cual usted lo indujo a pasar por alto la dudosa legalidad de algunas de las cosas cuya autorización le pedía?
La frase pareció herirla, aunque sirvió para espolearla y replicar:
– No estoy segura de que en este país quede alguna legalidad que no resulte dudosa.
– Sea como sea, signorina, tengo curiosidad por saber qué lo convenció a dar la autorización.
– Todo -respondió, con indisimulada satisfacción-. Creo que este joven puede acabar siendo una mina de oro para nosotros.
Brunetti pensó en la advertencia escrita sobre las Puertas del Infierno, y por un momento estuvo tentado de apartarse y no continuar por un terreno que no era de dudosa legalidad, sino de ausencia de legalidad, pero la hipocresía no se contaba entre sus vicios. También apreciaba el hecho de que ella hubiera usado el plural, así que sonrió y dijo:
– Tiemblo al pensar lo que podría pedirle que autorizara.
Incapaz de disimular su decepción, le recordó:
– Yo nunca lo he comprometido a usted en nada de esto, dottore.
– ¿Tan sólo se ha comprometido usted? -inquirió él, sabiendo que aquello era imposible.
Ella se abstuvo de contestar, lo que finalmente lo impulsó a enfrentarse al hecho de que durante años la signorina Elettra había estado efectuando solicitudes que iban mucho más allá de sus atribuciones. Pero ¿cómo formular la pregunta sin que sonara como una acusación?
– ¿A quién se le han enviado las respuestas a esas solicitudes?
– Al vicequestore, por supuesto -respondió ella sencillamente.
Por un momento Brunetti la imaginó como si compareciera diciéndole eso a un juez; vio su pelo tirante echado hacia atrás, su rostro completamente desprovisto de maquillaje; sin joyas, con el atuendo modesto que usaba, quizá con un vestido azul marino, con una falda de corte y longitud pasados de moda y zapatos cómodos. ¿Se arriesgaría a llevar gafas? Sus ojos permanecerían modestamente bajos frente a la majestad de la ley; y su modo de hablar, también modesto, sin bromas, sin desafíos, sin alardes de ingenio. Por vez primera Brunetti se preguntó si ella tendría algún tipo de grisáceo segundo nombre que exhibir para una ocasión como aquella: Clotilde, Olga, Luigia. Y Patta -Brunetti no tuvo otra opción que emplear la frase americana- would take the fall. [1]
– ¿Le haría eso? -preguntó Brunetti.
– Por favor, dottore -rechazó en tono ofendido-, debe usted reconocerme cierta capacidad para los afectos humanos, o cierta debilidad.
De hecho, Brunetti tenía razones para reconocerle más que cierta capacidad en aquel sentido, de modo que preguntó, decidido a hablar con contundencia:
– Pero si algo fuera mal, ¿dejaría que a Patta lo empaquetaran por eso?
Se las arregló para parecer auténticamente sorprendida por la pregunta; sorprendida y luego decepcionada de que a él pudiera ocurrírsele semejante cosa.
– Ah -replicó, dejando la sílaba en el aire un buen rato-. Yo nunca podría perdonarme si hiciera eso. Además, usted no tiene idea de lo que tardaría yo en aleccionar a quien enviaran para reemplazarlo.
Finalmente, pensó Brunetti, allí se ventilaba algo más que hipocresía de rango.
En tono reticente, la signorina Elettra dijo:
– Y debo confesar que, con los años, casi le tengo cariño.
Oírla decir algo así causó sorpresa a Brunetti porque aceptó que, probablemente, compartía sus sentimientos.
Después de dejarle tiempo suficiente para considerar cuanto le había dicho, añadió con una sonrisa agradable:
– Además, todas las solicitudes son enviadas en nombre del teniente Scarpa.
Brunetti no dejó de advertir su uso de la voz pasiva.
Sólo le costó un momento tomar conciencia de la genialidad de aquello.
– Vaya, parece que el teniente se ha excedido en sus atribuciones profesionales durante todos estos años, al solicitar información sin una orden de un magistrado… -rumió sin considerar necesario comentar el rastro de pruebas cibernéticas que estaba seguro habían quedado tras él.
– También ha penetrado en códigos bancarios, hurtado información de Telecom, revuelto en los archivos clasificados sobre ciudadanos en oficinas estatales, y robado copias de extractos de tarjetas de crédito de la gente -enumeró la signorina Elettra, escandalizada por la magnitud de la perfidia del teniente.
– Estoy asombrado -dijo Brunetti. Y lo estaba: ¿qué mente podía preparar semejante trampa para el teniente?-. ¿Y todas esas solicitudes procedían directamente de su correo electrónico? -preguntó, interrogándose sobre qué laberinto habría creado la signorina Elettra con las respuestas.
La duda que ella manifestó fue mínima y su respuesta, una sonrisa al tiempo que explicaba:
– El teniente cree que es la única persona que conoce la contraseña de su cuenta. -Su voz se suavizó, pero no su expresión-. Yo no quise inquietarlo con la lectura de las respuestas, de manera que se transfieren automáticamente a una de las cuentas del vicequestore.