El nombre de «Giorgio» se deslizó en el oído de Brunetti. Era el amigo, frecuentemente nombrado, de la signorina Elettra, el cibergenio de todos los cibergenios, pero la discreción mantuvo quieta la lengua de Brunetti y no pronunció el nombre en voz alta, como tampoco preguntó si el vicequestore conocía la existencia de su propia cuenta.
– Es notable que el teniente fuera tan poco precavido como para utilizar su propia dirección para obtener esta información -dijo Brunetti, cuyos pensamientos se dirigieron a Riverre y a Alvise, y a la gran seguridad que aquella información les daba.
– Probablemente se cree demasiado inteligente para que lo descubran -sugirió la signorina Elettra.
– Qué tontería por su parte -observó Brunetti, recordando cuán a menudo el teniente había hecho méritos tratando de demostrar a la signorina Elettra su superior inteligencia-. Debió haberse percatado de lo peligroso que era… -empezó a decir Brunetti, y al ver la sonrisa de ella y la amplitud de sus conocimientos, añadió-: pensar que podía salirse con la suya.
– El teniente a veces pone a prueba mi paciencia.
La frialdad de la sonrisa de la signorina Elettra reconfortó el corazón de Brunetti.
24
Como si le hubiera dado alas la nueva experiencia de trabajar dentro de los límites de la ley, la signorina Elettra obtuvo la información que faltaba hacia mediodía del día siguiente, cuando entró en el despacho de Brunetti. Aunque quizá trató de imitar la anodina expresión de la Justicia, con los ojos vendados, cuando colocó los papeles sobre la mesa, no consiguió disimular su satisfacción por haber cumplido con su trabajo tan rápidamente.
– Es tan fácil que hasta me hace pensar en cambiar mis procedimientos -dijo ella, y Brunetti casi quiso creerse esa mentira.
– Viviré con esa sola esperanza -respondió suavemente mientras miraba el primer papel, una copia de un documento escrito por una mano insegura, firmado con un garabato indescifrable al pie.
Otras dos firmas aparecían debajo.
– Debería ver el segundo papel, señor -sugirió la signorina Elettra.
Lo hizo y vio que se trataba del certificado de defunción de Marie Reynard.
En todos aquellos años, Brunetti nunca había decidido si la signorina Elettra prefería explicarle las cosas o hacer que las descubriera por sí mismo. Para ahorrar tiempo, preguntó:
– ¿Y qué busco?
– Las fechas, señor.
Volvió a mirar la primera hoja y vio que su fecha era cuatro días anterior a la del certificado de defunción. Señalándola, dijo:
– ¿Así que éste es el famoso testamento?
Era comprensible que hubiera causado tantos problemas: sólo un experto podía desentrañar aquella escritura.
– La tercera hoja es una transcripción, señor. La hicieron tres personas distintas y todas escribieron más o menos el mismo texto.
– ¿Más o menos?
– Nada importante. Ni tampoco en los papeles adjuntos.
Volvió a la tercera página y leyó que hallándose en pleno uso de sus facultades mentales, Marie Reynard legaba su entero patrimonio, incluyendo cuentas bancarias, inversiones, inmuebles y sus propiedades anejas, así como todo su patrimonio mobiliario al avvocato Benevento Cuccetti, y que este testamento derogaba e invalidaba todos los anteriores y constituía una expresión de su pleno deseo e irrevocable decisión.
– Bonita mezcla de poesía y legalidad: «Pleno deseo e irrevocable decisión» -recalcó Brunetti.
– Bonita mezcla, también, de bienes muebles e inmuebles -añadió la signorina Elettra, señalando con un movimiento de cabeza los papeles que tenía en la mano.
Brunetti volvió a la transcripción y encontró una lista de cuentas bancarias, propiedades y otras posesiones.
– ¿De qué más se ha enterado?
– El piso vendido a Morandi está detrás de la basílica, última planta, ciento ochenta metros.
– Si la propietaria era la mujer de Cuccetti, no puede haber formado parte de las propiedades de Reynard.
– No, fue suyo durante más de diez años antes de vendérselo a Morandi.
– ¿El precio declarado?
– Ciento cincuenta mil euros -respondió ella. Antes de que Brunetti pudiera replicar, añadió-: Probablemente hoy valdría más de diez veces esa cantidad.
– Y valdría al menos tres veces más cuando él lo compró -comentó Brunetti en tono neutro. Luego, concretando-: Es interesante que nadie en Hacienda cuestionara ese precio. Está clarísimo que es falso.
La signorina Elettra se encogió de hombros. Un hombre tan poderoso y rico como Cuccetti se había salido con la suya en cosas mucho peores durante su vida, y ¡quién no le debía un favor en Hacienda al avvocato Cuccetti?
Vianello apareció en la puerta.
– Signorina, el vicequestore desea hablar con usted.
A ninguno de los tres les extrañó que Patta no se hubiera limitado a usar el teléfono. De esta manera, que todos tomaran nota, el vicequestore podía mandar a Vianello a un recado arriba, obligar a la signorina Elettra a dejar lo que estuviera haciendo para acudir a su despacho, y dejar claro a Brunetti para quién trabajaba ella y a quién se suponía que debía lealtad.
Ella se fue, y Vianello, aunque no se le invitara, entró y se sentó frente a la mesa de Brunetti.
– He echado un vistazo a los libros de Derecho -dijo Brunetti, utilizando el pulgar para señalar la estantería que tenía detrás, la cual contenía volúmenes de Derecho civil y penal-. Y el asunto prescribió hace años.
– ¿Qué asunto?
– Falsedad en documento público. En este caso, un testamento.
– Yo no sé nada de eso -declaró Vianello, con especial énfasis en la primera palabra.
– ¿Qué quieres decir?
– Que si yo no sé nada de eso, es improbable que alguien como Morandi lo sepa, ¿no crees?
– ¿Y qué significa eso?
Vianello cruzó las piernas y los brazos, cargando su peso sobre la silla, y dijo, expresándose tan despacio que Brunetti casi pudo oír cómo el inspector juntaba las piezas mientras hablaba:
– Eso significa que una manera de que estas cosas encajen es dar por supuesto que la signora Sartori le dijo algo a la signora Altavilla sobre lo que hizo Morandi. O sea, sobre el testamento.
Brunetti lo interrumpió para preguntar:
– ¿Que sabían que era falso cuando actuaron como testigos?
– Quizá.
– La madre Rosa se refirió a la signora Altavilla como «tremendamente honrada» o algo así -dijo Brunetti, que no pudo recordar la frase exacta, aunque lo extraño de la expresión lo había sorprendido cuando la oyó-. Así pues, si la signora Altavilla supo algo por la signora Sartori, pudo haber sido capaz de enfrentarse a Morandi por esa causa.
– ¿Porque quería que confesara?
Brunetti consideró esa posibilidad por un momento, antes de responder:
– Ya pensé en eso. Pero ¿con qué propósito? La anciana, muerta; Cuccetti, su mujer y su hijo, muertos. El patrimonio desapareció: la Iglesia tiene lo que quedó de él. -Se encogió de hombros, en un gesto de incomprensión, y añadió-: Quizá creía que eso salvaría la reputación de Morandi, o su conciencia. -Y tras un instante-: O salvaría su alma.
Quién sabe. La gente cree en cosas aún más extrañas.