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Por alguna razón, ver el nombre impreso fue suficiente para refrescarle la memoria. Turchetti, el marchante, era un hombre con fama de Jano: su competencia como experto nunca había sido cuestionada; la probidad de sus tratos sí, en ocasiones. Como muy bien sabía Brunetti, nunca se habían presentado cargos contra aquel hombre. Su nombre, sin embargo, a menudo se mencionaba al tratar de negocios dudosos: favorablemente por parte de quienes encontraban rarezas en su tienda, y desfavorablemente por parte de quienes se interrogaban sobre las fuentes de algunas de sus adquisiciones. El cuñado de Brunetti, ignorando ambas opiniones, continuaba siendo cliente de Turchetti y, con los años, le había comprado muchas pinturas y dibujos.

Dibujos. El pensamiento de Brunetti voló a la legendaria subasta Reynard y a los dibujos que no aparecieron en el lote, lo que desanimó a muchos, que creyeron poder añadirlos a sus colecciones. ¿Es que nadie hizo un inventario? O, lo que era más probable, ¿supervisó el inventario el avvocato Cuccetti? Brunetti sabía que el palazzo Reynard era ahora un hotel, y que los objetos que en otro tiempo lo llenaron habían ido a parar, desde hacía mucho, a manos de compradores diligentes. El avvocato Cuccetti se hallaba en el lugar al que lo había precedido Madame Reynard, por lo que ninguno de los dos pudo llevarse nada consigo.

Puesto que la guía telefónica estaba abierta frente a él, Brunetti marcó el número. A su llamada respondió una secretaria con el típico acento descuidado romano que lo irritaba. Dio su nombre, pero no su cargo, y cuando la mujer le explicó que el signor Turchetti estaba ocupado, añadió el nombre de su cuñado y su título, con lo cual las aguas se dividieron y la llamada fue inmediatamente transferida al dottor Turchetti.

– Ah, dottor Brunetti -entonó una voz profunda-. El conte Orazio me ha hablado a menudo de usted.

– Y a mí de usted, dottore -respondió Brunetti con untuosa cortesía.

– ¿En qué puedo servirle? -se ofreció Turchetti tras un momento de duda.

– Me pregunto si tendría tiempo para hablarme de uno de sus clientes.

– Desde luego -se apresuró a responder-. ¿De cuál?

– ¿Puedo ir a verlo y se lo digo?

Sin esperar contestación, Brunetti colgó el teléfono y salió de su despacho. Tomó el Número Uno y bajó en Accademia, giró a la izquierda y retrocedió en dirección al Guggenheim. Antes del primer puente, dio con la galería, se demoró estudiando las pinturas del escaparate y luego entró. El espacio era amplio y bajo de techo, aunque el efecto lo compensaba la iluminación, que se proyectaba hacia arriba desde las paredes y así disimulaba de manera efectiva la falta de altura. Los destellos del agua del canal se reflejaban enfrente, lo que aumentaba la sensación de espacio.

Un hombre, a quien Brunetti reconoció por haberlo visto en la calle bastantes veces, se levantó a saludarlo desde un escritorio cubierto de catálogos, al fondo de la galería. No había rastro de la mujer que había contestado al teléfono.

– Ah, dottor Brunetti -dijo Turchetti aproximándose, con la mano extendida.

Era un hombre al que se lo describiría muy bien como «robusto»: no particularmente alto, lo cual le hacía parecer más grueso. De haber sido más alto, la briosa energía de sus movimientos hubiera sido imponente; como no lo era, quedaba en él algo vagamente pugnaz, como si toda aquella energía concentrada en tan reducido espacio se viera forzada a hallar otros medios de escapar. Tenía ojos oscuros dispuestos en una cara muy ancha, y una nariz desviada a la izquierda, como para reforzar la idea de algo que podía convertirse en beligerancia.

Su sonrisa era agradable e invitadora, evidente tanto en los ojos como en la boca, pero Brunetti no podía dejar de ver en esa sonrisa la de un vendedor. Su apretón era fuerte pero nada competitivo. El pespunte de sus solapas estaba cosido a mano.

– ¿En qué puedo ayudarle, dottore? -preguntó, sorprendiendo a Brunetti porque le dio el tono de una auténtica pregunta.

Antes de responder, Brunetti recorrió con la vista la galería. En una pared, a su izquierda, había un retrato pequeño de santa Catalina de Alejandría, con la cabeza vuelta a la izquierda, mirando hacia el martirio y la beatificación, y con una mano traidora colocada protectoramente en su solitaria sarta de perlas. Ceñía ya la corona del martirio, pero también ésta la comprometía una hilera de perlas incrustadas. Su mano derecha descansaba con gesto negligente en la rueda de su martirio, con la palma a punto de separarse de los dedos. ¿Qué va a ser, muchacha? ¿Tierra o cielo? ¿Placer o salvación? Sorprendida en un momento de perfecta indecisión, miraba fijamente un rayo de luz en la esquina superior de la pintura, con la incertidumbre dibujada en cada uno de sus rasgos.

– Es adorable, ¿verdad? -preguntó Turchetti. Se apartó para mirar de lleno el cuadro-. Odiaré perderla -confesó, como si la mujer de la pintura fuera capaz de tomar la decisión sobre cuándo recogerse las faldas y abandonar la galería. Luego, apartando la vista de la pintura, el marchante miró de frente a Brunetti y dijo-: ¿Estaba usted interesado en uno de mis clientes?

– Sí. Benito Morandi.

La impresión de oír ese nombre se reflejó en los ojos de Turchetti, y su boca se contrajo ligeramente en las comisuras, como si recordara un sabor desagradable.

– Ah -exclamó, con un suspiro, un sonido que podía evidenciar tanto confusión como reconocimiento, pero en ambos casos le dio tiempo para considerar la respuesta.

Brunetti, familiarizado con la táctica, permaneció a la espera, sin decir nada y ofreciendo tan sólo su rostro impasible.

– ¿Por qué no vamos y nos sentamos? -propuso Turchetti, volviéndose hacia su escritorio.

Brunetti lo siguió, se sentó en una de las sillas colocadas en el lado de los clientes y dirigió una mirada en derredor, a la galería, abarcando pinturas y dibujos, pero sin ver nada tan invitador como la mártir. Al principio, Turchetti se inclinó sobre la mesa y cruzó los brazos, pero luego, como si de pronto fuera consciente de que esa postura lo colocaba muy por encima que su huésped, se sentó en una silla frente a Brunetti.

– Su cuñado -empezó Turchetti- me dijo a qué se dedica usted.

Brunetti hubo de admirar la exquisita cortesía que le había impedido pronunciar la palabra «policía». Él asintió.

– Y que es usted un hombre con cierto… ¿Cómo diría yo? -continuó Turchetti, haciendo una pausa como si buscara el término más halagador.

Brunetti, por su parte, continuaba sentado, resistiendo el impulso de decirle a aquel hombre que no se preocupara mucho de expresarlo de ninguna manera, con tal de que le hablara de Benito Morandi. En lugar de eso, inclinó la cabeza de manera parecida a santa Catalina, pero como si esperara que ese gesto suscitara una moderada curiosidad más que un arrobamiento angélico.

– ¿… Sentido de la justicia? ¿Es ése el término que ando buscando?

Brunetti pensó que probablemente era ése, y por tanto asintió.

Turchetti renovó su sonrisa.

– Entonces, bueno. -Se recostó en su asiento y cruzó las piernas, dando a entender que, ahora que se habían llevado a cabo los preliminares, podían empezar a conversar-. Morandi es un cliente mío puesto que, ocasionalmente, me ha vendido cosas.

Brunetti sonrió como quien oye una verdad ya conocida y universalmente aceptada. Así que Turchetti debía recordar, y quizá lamentar, haber firmado aquellos cheques a Morandi. ¿Andaba corto de efectivo? ¿Había necesitado retrasar el pago? ¿O pagó con cheques para disponer de tiempo a fin de autentificar lo que había adquirido? ¿O para verificar la procedencia?