– ¿Qué?
– Se la había dado a otra persona.
– ¿A su hijo?
– A una amiga.
– Oh -exclamó Morandi, resignado, y luego añadió-: Debió habérmela dado.
– ¿Usted se la pidió?
– Desde luego. Por eso fui allí, para recuperarla.
– ¿Pero?
– Pero no quiso dármela. Dijo que sabía lo que era y que no era justo que yo la tuviera, ni que los tuviera.
– Comprendo. ¿Se lo dijo a ella la signora Sartori?
Al anciano le sobrevino un estremecimiento como los que Brunetti había visto en los perros. Empezó por la cabeza y, gradualmente, afectó a los hombros y los brazos. Otros dos mechones de pelo se desprendieron de la cabeza y cayeron sobre la solapa de la americana. Brunetti no supo si trataba de sacudirse la pregunta que le había formulado o la respuesta a ella. Dejó de moverse, pero siguió sin hablar.
– Supongo que la signora Sartori debió decírselo -comentó Brunetti resignadamente, como si hubiera seguido una compleja sucesión de pensamientos y aquella fuera la única conclusión a que podía llegarse.
– ¿Decirle qué? -preguntó el anciano, y su modo de hablar se hizo más lento a causa de la fatiga, no de la sospecha.
– Lo que usted y la signora Sartori hicieron.
Como si de pronto fuera consciente del desorden de su pelo, Morandi alzó una mano y volvió a colocar delicadamente en su sitio los mechones rebeldes, cubriendo con ellos, uno por uno, la cúpula sonrosada de su cabeza. Les dio unos golpecitos para fijarlos en su lugar, y luego mantuvo la mano sobre ellos, como si esperase alguna señal de que habían quedado adheridos a la superficie.
Bajó la mano y dijo, sin mirar a Brunetti mientras hablaba:
– No debió habérselo dicho. O sea, Maria. Pero desde que ella…, desde que le pasó eso, no ha sido cuidadosa con lo que dice, y ella… -Su voz se fue apagando, volvió a ponerse el pelo en su sitio con unos golpecitos, aunque no era necesario, y se quedó mirando a Brunetti, como si esperase alguna respuesta a sus palabras. Finalmente dijo-: Ella desbarra.
– ¿Qué opinan los médicos?
– Oh, los médicos -replicó Morandi airadamente, haciendo un gesto con la mano dirigido a algún lugar detrás de él, como si los médicos estuvieran alineados allí y, oyéndolo, se sintieran cohibidos-. Uno de ellos dice que fue un pequeño derrame, pero según otro podría ser el comienzo del al… o alguna otra cosa. -Como Brunetti no decía nada y los médicos invisibles no objetaban nada a sus observaciones, Morandi prosiguió-: Sólo es cuestión de la edad. Y de las preocupaciones.
– Lamento que esté preocupada. Merece paz y tranquilidad.
Morandi sonrió, inclinó la cabeza como ante un cumplido al que no fuera acreedor, y dijo:
– Sí, las merece. Es la mujer más maravillosa del mundo. -Brunetti advirtió un verdadero temblor en su voz. Aguardó, y Morandi añadió-: Nunca he conocido a alguien como ella.
– Debe usted conocerla muy bien para sentirse tan unido a ella, signore.
Como Morandi había bajado de nuevo la cabeza, Brunetti sólo pudo ver su cráneo sonrosado y los mechones oscuros de pelo que lo atravesaban. Pero mientras observaba, el color rosado se oscureció y Morandi confesó:
– Ella lo es todo.
Brunetti dejó transcurrir un momento antes de decir:
– Es usted afortunado.
– Ya lo sé -admitió Morandi, y de nuevo Brunetti percibió el temblor.
– ¿Cuánto tiempo hace que la conoce?
– Desde el dieciséis de julio del cincuenta y nueve.
– Yo todavía era un niño.
– Bien, yo ya era un hombre por entonces -dijo Morandi, y con una voz más suave añadió-: Pero ni muy bueno ni muy guapo.
– Y entonces la conoció -lo animó Brunetti.
Morandi levantó la vista, y Brunetti vio aquella misma sonrisa, extrañamente infantil.
– Sí. -Y como si lo hubiera pensado mejor-: A las tres y media de la tarde.
– Tiene usted suerte de recordar el día con tanta claridad -observó Brunetti, sorprendido, porque él no recordaba la fecha en que conoció a Paola.
Sabía el año, desde luego, y se acordaba de por qué estaba en la biblioteca, el tema del trabajo que tenía que escribir, de modo que si buscara en sus archivos de la universidad cuándo asistió a aquella clase, probablemente podría averiguar por lo menos el mes, pero la fecha se había borrado. Se sentiría cohibido si se la preguntara a Paola, porque si ella se la sabía de memoria él se sentiría como un patán por no recordarla. Pero con la misma facilidad era probable que ella lo tildara de bobo sentimental por querer recordar algo así. Lo cual hacía de Morandi un bobo sentimental, supuso.
– ¿Cómo la conoció?
Morandi sonrió ante la pregunta y ante la evocación.
– Yo trabajaba de portero en el hospital y tuve que ir a una habitación a ayudar a levantar a uno de los pacientes y tenderlo en una camilla para que pudieran bajarlo a hacerle unas pruebas, y Maria ya estaba allí, ayudando a la enfermera. -Miró la pared, a la izquierda de Brunetti, viendo quizá la habitación del hospital-. Pero ellas eran unas mujeres muy pequeñas y no podían hacerlo, de modo que les pedí que se apartaran y levanté al hombre, lo deposité en la camilla, y cuando me dieron las gracias, Maria sonrió y… Bien, supongo…
Su voz se apagó, pero mantuvo la sonrisa.
– Yo comprendí en aquel mismo momento, ¿sabe? -le dijo a Brunetti, de hombre a hombre, aunque Brunetti pensó que eso lo entenderían más las mujeres que los hombres-, que ella era la única. Y nada en estos años ha cambiado eso.
– Es usted un hombre afortunado -repitió Brunetti, pensando que todo hombre, o toda mujer, que pasaba décadas arropado en ese sentimiento era una persona afortunada.
¿Por qué, entonces, nunca se casaron? Recordó la primera impresión de matón que le produjo Morandi, y se preguntó si quizá tenía una familia molesta alojada en algún sitio. Paola se refería a menudo a los hombres que tenían una señora Rochester en el desván: ¿tenía una Morandi?
– Así lo creo -admitió Morandi, con la llave todavía en la mano.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí la signora Sartori? -preguntó Brunetti, haciendo un gesto con la mano que abarcaba cuanto los rodeaba, tan inocentemente como si en su despacho no estuvieran las copias de todos los pagos por los cuidados que se le daban, y que podían comprobarse de un vistazo.
– Ahora hace tres años -respondió Morandi, el tiempo transcurrido desde que, como Brunetti sabía, fue ingresado el primero de los cheques de Turchetti.
– Es muy buen sitio. Tiene mucha suerte de estar aquí -dijo Brunetti. No quiso permitirse mencionar la experiencia de su madre, y se limitó a comentar-: Me consta que en algunos otros establecimientos de la ciudad no ofrecen tan buena atención como la de las hermanas de aquí. -Dado que Morandi se abstuvo de responder, Brunetti añadió-: He oído historias sobre las residencias públicas.
– Tuvimos mucha suerte -reconoció Morandi seriamente, sin morder el anzuelo o evitándolo; Brunetti no estaba seguro.
– He oído decir que es muy cara -observó Brunetti, utilizando el tono de un ciudadano que conversa con otro.
– Teníamos unos ahorrillos.
Brunetti se inclinó hacia delante y tomó la llave que Morandi tenía en la mano. Levantando la llave, preguntó:
– ¿Es aquí donde están?
El anciano no contestó, y Brunetti se deslizó la llave en el bolsillo superior del pantalón. Morandi apoyó la mano derecha en el muslo, como para cubrir el lugar donde había estado la llave. Luego colocó la izquierda en el otro muslo. Miró a Brunetti, con la cara más pálida que antes.
– ¿Se lo dijo ella?
Brunetti no supo si se refería a la signora Sartori o a la signora Altavilla, así que respondió:
– No importa quién me lo dijera, ¿no es así, signore? Lo que cuenta es que tengo la llave y sé lo que hay allí.