Volvió a inspirar profundamente, tomando aire a través de las ventanas de la nariz y enderezándose de nuevo.
– Entonces habló de la casa que podríamos tener. Más de cien metros. Piso alto, dos baños. Sonaba tan maravilloso como si fuera un castillo.
Miró a Brunetti como si quisiera que aquel hombre, que no tenía idea de qué significaba vivir en un apartamento de cuarenta y un metros, imaginara lo que eso representaba para unas personas como ellos. Brunetti asintió.
– Así que le dije que lo haría. Y recurrí a Maria porque Cuccetti dijo que necesitaba dos testigos. Y entonces pensé en los dibujos que tenía la vieja. Le había hablado de ellos a Maria. -Ladeó la barbilla y formuló una verdadera pregunta-: ¿Cree que lo que hice estuvo mal? ¿Que fui codicioso por decirle que quería los dibujos?
– No lo sé, signor Morandi. No puedo emitir un juicio sobre eso.
– Maria sabe que desde entonces todo fue mal. Pero no sabe por qué -dijo el anciano, cuya desesperación era perceptible-. Así que no importa lo que yo piense sobre eso o lo que usted haga. Ella sabe que algo malo ocurrió.
Morandi sacudió la cabeza y luego continuó con su cabeceo, como si cada movimiento renovara su culpa por lo que hizo.
– ¿Qué pasó cuando fue a casa de la signora Altavilla? -preguntó Brunetti.
Dejó de mover la cabeza. Se quedó mirando a Brunetti y, de repente, cruzó los brazos sobre el pecho, como para dar a entender que ya tenía bastante de aquello y no quería continuar. Pero sorprendió a Brunetti cuando dijo:
– Fui a hablar con ella, a tratar de hacerle entender que necesitaba la llave. No podía hablarle de los dibujos. Se lo hubiera contado a Maria, y ella se habría enterado de lo que hice.
– ¿No lo sabía?
– Oh, no, nada -se apresuró a replicar-. Nunca los vio. Nunca estuvieron en casa. Cuando Cuccetti me los dio, los llevé directamente al banco, y yo pagaba en efectivo, una vez al año, por la caja. No había manera de que Maria pudiera conocer su existencia.
La mera posibilidad infundía temor en su voz.
– Pero ¿sabía que tenía usted la llave? -preguntó Brunetti, pensando que, con el transcurso de los años, con seguridad ella habría averiguado para qué era la llave.
– Maria no es estúpida -dijo Morandi.
– Estoy seguro de que no lo es.
– Sabía que la llave era importante, aunque ignoraba la razón. Así que la cogió y se la dio a ella.
– ¿Eso le consta?
Morandi asintió.
– ¿Se lo dijo ella?
– Sí.
– ¿Cuándo? ¿Por qué?
– Al principio no quiso decirme nada. Pero -ya le he dicho a usted que ella era incapaz de mentir- al cabo de un rato admitió que ella la había cogido. Aunque no quiso aclarar qué hizo con ella.
– ¿Y cómo lo averiguó usted?
Morandi miró la fachada del edificio, como un marinero en busca de un faro. Frunció la boca, emitió un sonido animal de dolor y luego se inclinó de nuevo hacia delante y se llevó las manos a la cara. Esta vez prorrumpió en sollozos, repentinos y entrecortados, perdida toda esperanza de felicidad futura.
Brunetti no pudo soportarlo. Se puso en pie, se acercó a la iglesia y se plantó frente a la lápida que informaba de que aquella fue la iglesia donde bautizaron a Vivaldi. Pasaron los minutos. Creyó que aún podía oír los sollozos, pero no se atrevió a volverse y mirar.
Después de leer la inscripción una vez más, Brunetti regresó al banco y volvió a sentarse.
Morandi, de pronto, agarró la muñeca de Brunetti.
– Le pegué.
Su rostro se cubrió de manchas y enrojeció. Le cayeron dos mechones a ambos lados de la nariz. Hipó con una pena residual, y luego repitió, como si la confesión lo purgara:
– Le pegué. Nunca lo había hecho, en todos los años que llevábamos juntos. -Brunetti apartó la mirada y oyó decir al anciano-: Y entonces me dijo que le había dado la llave a ella.
Tiró de la muñeca de Brunetti hasta que éste se volvió y se puso frente a él.
– Debe entenderlo. Tenía que conseguir la llave. A menos que uno la tenga, no le permiten el acceso a la caja, y yo debía pagar la casa di cura. O ella se vería obligada a ir a un centro público. Pero yo no podía decirle eso, porque entonces se lo hubiera tenido que contar todo. -Su presa se hizo más intensa, como para añadir más significado a lo que iba a decirle. Empezó a hablar, tosió, y luego, en un susurro-: Y entonces ya no me respetaría más.
La mente de Brunetti evocó en un destello el relato de la signora Orsoni sobre la justificación que dio su cuñado por sus actos violentos contra su mujer. Y ahora estaba escuchando la misma historia. Pero mediaba un abismo entre ellas. ¿O no? Con la mano derecha se desprendió de los dedos de Morandi, uno por uno, que le aferraban la muñeca. Para reforzar la acción, tomó la mano del hombre y se la colocó encima de su muslo.
– ¿Qué pasó cuando fue a ver a la signora Altavilla? -preguntó Brunetti.
El anciano pareció desconcertado.
– Ya se lo dije. Le pedí la llave.
Como si fuera consciente de su desaliño, se pasó las manos por la cara, retirando el cabello que colgaba sobre el cuello de su chaqueta.
– ¿Se la pidió?
Morandi no exteriorizó sorpresa alguna ni ante las palabras ni ante el tono en que Brunetti las repitió.
– De acuerdo -reconoció, de mala gana-. Le dije que me diera la llave.
– ¿O algo más?
Aquello lo sobresaltó.
– No hubo nada más. Ella tenía la llave y yo quería que me la diera. Si se negaba, yo no podía hacer nada.
– Podía haberla zarandeado -sugirió Brunetti.
El rostro de Morandi reflejó desconcierto y confusión. A Brunetti le parecieron auténticos.
– ¡Pero es una mujer!
Brunetti se contuvo y no dijo que la signora Sartori también era una mujer, y que eso no le había impedido golpearla. En cambio, con voz calma, volvió a preguntar:
– ¿Qué pasó?
Morandi miró de nuevo al suelo, y Brunetti lo vio sonrojarse a causa de la vergüenza.
– ¿Le pegó? -preguntó Brunetti, refrenándose para no añadir «también».
Manteniendo la vista en el suelo, como un niño que tratara de eludir una reprimenda, Morandi sacudió la cabeza varias veces. Brunetti se negó a permitirse que lo manipulara el silencio del otro, y repitió la pregunta:
– ¿Le pegó?
Morandi habló tan bajo que casi resultó inaudible.
– Realmente no.
– ¿Qué significa eso?
– La agarré -explicó, lanzó una mirada a Brunetti y volvió a mirar el pavimento. De nuevo Brunetti tomó una decisión sobre aquel silencio-. Me dijo que me fuera, que nada de lo que yo pudiera decir haría que me diera la llave. Y entonces se dirigió a la puerta.
– ¿Qué iba a hacer ella con la llave?
Morandi levantó una cara pálida hacia Brunetti.
– No lo sé. No lo dijo.
La imaginación de Brunetti pugnó con su conocimiento de la ley. La única persona que tenía derecho a abrir la caja era el poseedor de la llave, acompañado por un representante del banco provisto de una segunda llave. Para que la utilizara otra persona era necesaria una orden judicial, y para conseguir ésta hacía falta la prueba de un delito. Pero después de tantos años, aquello ya no era un delito.
Morandi pudo haber dicho en el banco que la había perdido. Hubiera llevado tiempo, pero al cabo le habrían permitido el acceso a la caja y a su contenido. La posesión de la llave carecía de significado: no otorgaba poder ni autoridad a la persona que la poseía; la persona autorizada podía abrir la caja. La signora Altavilla ignoraba eso y, al parecer, también Morandi. Intimidaciones inútiles. Amenazas inútiles.