– ¿Crees que todas esas ONG son honradas?
– Así lo espero -respondió Brunetti-. De otro modo un dineral habrá ido a parar durante mucho tiempo a lugares indebidos.
– ¿Tú mandas?
– Sí.
– ¿A la India?
– Sí -contestó Brunetti, sintiendo algo parecido a la vergüenza-. Paola se encarga de eso.
– Nadia también lo hace -se apresuró a decir Vianello-. Pero que estemos dando dinero a países como la India y China es algo que no comprendo. No puedes abrir un periódico sin leer lo poderosos que son económicamente, y que el mundo acabará perteneciéndoles dentro de una década. O dos. Así pues, ¿qué estamos haciendo, mantener a sus niños? -Luego Vianello añadió-: Al menos eso es lo que yo me pregunto.
– De creer a Fazio -dijo Brunetti, refiriéndose a su amigo, que trabajaba en la policía de fronteras-, lo que no deberíamos hacer es comprarles ropa, juguetes y equipos electrónicos. Pero no hace daño a nadie dar un par de cientos de euros para mandar a un niño a la escuela.
Vianello asintió.
– Allí los niños todavía tienen que comer, supongo. Y comprar libros.
Se quitó los guantes y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta.
En aquel momento el fotógrafo apareció en la puerta y le dijo a Brunetti que Rizzardi quería ver a Vianello. La fallecida había sido colocada boca arriba, con los brazos a los lados. Mirándola ahora, Brunetti no pudo recuperar la sensación que experimentó al mirar por primera vez el cadáver. Tenía los ojos cerrados, la boca abierta y su espíritu la había abandonado. No había la menor esperanza de que su espíritu perdurase aún cerca de aquel cuerpo. Uno podía optar por debatir adónde había ido ese espíritu, o incluso si existió alguna vez, pero de lo que no cabía duda era de la ausencia de vida.
Sobre el rabillo del ojo derecho, inmediatamente encima de la ceja, Brunetti vio un corte, con la carne a su alrededor inflamada y descolorida. Del corte escapaba una pasta oscura, similar por su consistencia al lacre, e iba a parar al cabello. Resultaba obvio que el corte era la fuente de la sangre en el suelo. La rebeca estaba desabrochada, y la camiseta amarilla se había desplazado hacia un lado cuando pusieron el cuerpo boca arriba, dejando expuesta una mancha oblonga en el lado izquierdo de la clavícula.
Inconscientemente, Brunetti juntó las manos frente a los muslos, con los dedos doblados, como si midiera la distancia entre sus pulgares. Cuando miró a Rizzardi, vio que el médico le observaba las manos.
– Debería tener los ojos inyectados en sangre -dijo Rizzardi, leyendo el mensaje de violencia en aquellas manos.
Brunetti oyó detrás de él que alguien dejaba escapar una larga espiración. Se volvió y vio a Vianello, al que no había oído acercarse. El rostro del inspector tenía una expresión de ensayada neutralidad.
Brunetti volvió a mirar a la muerta. Una de sus manos estaba fuertemente apretada, como si hubiera quedado congelada cuando trataba de evitar que su espíritu la abandonara. La otra yacía abierta, con los dedos flojos, animando al espíritu a partir.
– ¿Puede hacerlo mañana por la mañana? -preguntó Brunetti.
– Sí.
– ¿Echará un vistazo a todo?
La respuesta de Rizzardi fue un suspiro, seguido de «Guido», pronunciado en voz baja y en la que podía advertirse un esfuerzo por mostrarse paciente.
Rizzardi miró su reloj. Brunetti sabía que debía consignar en el certificado de defunción la hora en que la mujer había sido declarada muerta, pero el patólogo parecía estar tomándose una desacostumbrada cantidad de tiempo para decidir. Finalmente, se quedó mirando a Brunetti.
– Yo ya no tengo nada que hacer aquí, Guido. Le mandaré el informe en cuanto pueda.
Brunetti asintió, comprobó que era casi la una y agradeció al médico su presencia, aunque sabía que Rizzardi no tenía elección. Se volvió para marcharse, pero Brunetti se le acercó, le puso por un instante la mano en el brazo y no dijo nada.
– Lo llamaré en cuanto termine -dijo Rizzardi.
Se apartó de la mano de Brunetti y abandonó el piso.
4
Brunetti cerró la puerta, insatisfecho de su conversación con Rizzardi y decepcionado por su propia necesidad de hacer ver al médico las cosas como él quería que las viera. Antes de que pudiera decirle algo a Vianello, oyeron un ruido procedente de abajo: otra vez una puerta que se abría y luego un cruce de palabras a cargo de voces masculinas. Marillo se acercó a la puerta del dormitorio, donde estaba trabajando con sus hombres, y dijo:
– Hace un rato el médico los llamó para que vinieran a recogerla. Supongo que son ellos.
Ni Brunetti ni Vianello contestaron, y finalizaron los ruidos que en la otra habitación producían los técnicos al hacer su trabajo. Los hombres que permanecían en el piso aguardaban la llegada de sus colegas, los cuales se encargarían de la muerta. Sus voces y sus cuerpos quedaron como en suspenso por el mágico conjuro que se aproximaba. Brunetti abrió la puerta. Los dos hombres que aparecieron en el rellano, claro está, tenían un aspecto muy corriente y vestían los abrigos azules de los camilleros de hospital. Uno de ellos llevaba bajo el brazo una camilla plegada: todos los presentes en el piso sabían que un tercer miembro del equipo estaba abajo, con el ataúd de plástico negro en el que se colocaría el cuerpo antes de sacarlo y conducirlo a la embarcación que esperaba.
Hubo movimientos de cabeza y saludos musitados. La mayoría había coincidido en circunstancias similares en el pasado. Brunetti, que conocía sus caras pero no sus nombres, les señaló el pasillo. Después de que los dos hombres entrasen en la habitación, Brunetti, Vianello y Marillo, y tras ellos los dos miembros del equipo, aguardaron, haciendo como que no oían, tratando de no interpretar los ruidos de la otra habitación. Poco después, los hombres salieron con la camilla, con la forma que la ocupaba cubierta con una manta azul marino. Aunque sabía que eso no importaba, a Brunetti le agradó comprobar que la manta estaba limpia y recién planchada.
Ambos hombres abandonaron el piso, y Vianello cerró la puerta tras ellos. Nadie en la habitación dijo nada, mientras escuchaban el descenso de los hombres. Cuando cesó todo sonido, interpretaron que habían sacado a la mujer de la casa, pero no se movió ninguno. Finalmente Marillo rompió el conjuro volviéndose y conduciendo a sus técnicos al dormitorio para reanudar la tarea.
Vianello entró en la habitación de los huéspedes, más pequeña, donde había encontrado la carta de la niña india. Brunetti se reunió con él. La cama estaba cuidadosamente hecha, con el embozo de la sábana blanca sobre una sencilla colcha gris de lana. No percibieron alteración alguna en la habitación. Era de una sencillez militar o monástica. Incluso las señales dejadas por los técnicos que inspeccionaron el lugar en busca de huellas, parecían haber desaparecido.
Brunetti atravesó la habitación y abrió la puerta del baño. Quienquiera que hubiera hecho la cama también había ordenado allí los objetos en las repisas: había frascos en miniatura, de muestra, de champú, y una pastillita de jabón envuelta en papel, como las que se encuentran en las habitaciones de hotel; un peine en un envoltorio de plástico y un cepillo de dientes en otro envoltorio similar. De un perchero junto a la ducha empotrada colgaban toallas limpias y una manopla.
Una voz de hombre llamó a Brunetti por su nombre. Él y Vianello siguieron el sonido hasta el dormitorio principal, donde Marillo se encontraba junto a una de las ventanas.
– Hemos acabado aquí, commissario.
Mientras hablaba, uno de sus hombres plegó el trípode, se lo puso bajo el brazo y se deslizó hacia el pasillo, pasando junto a Vianello y Brunetti.
– ¿Encuentran algo? -preguntó Brunetti, mirando alrededor, a las superficies cubiertas de polvo de la habitación, como si quisiera que Marillo siguiera su mirada y encontrara, precisamente allí, cualquier cosa que convirtiera aquella investigación en algo que valiera la pena, en algo importante.