– ¿Cómo iba vestida? ¿Y dónde estaban ustedes?
Morandi cerró los ojos, evocando la escena que acababa de representar.
– Estábamos en el vestíbulo. Frente a la puerta. Ya se lo dije a usted. Ella en ningún momento me permitió entrar en el piso; bueno, no más de unos pocos pasos desde la puerta. -Hizo una pausa y bajó la cabeza-. No sé qué llevaba. Una camiseta, creo. Era amarilla, fuera lo que fuera.
Brunetti recordó a la mujer muerta en el suelo de la sala de estar de la casa. Un suéter azul marino y, debajo, una camiseta de un amarillo brillante.
– ¿Sólo eso?
– Sí. Recuerdo haber pensado que debería haber llevado algo de más abrigo. Era una noche fría.
Como si viera aquel vacío por vez primera, Brunetti miró la habitación a su alrededor y preguntó:
– ¿Dónde está el resto del mobiliario?
– Oh, también he tenido que vender eso. Hay una badante que atiende a Maria durante tres horas todas las tardes: la lava, la peina y comprueba que su ropa esté limpia. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, aclaró-: Y es cara porque la casa di cura no las admite a menos que sean legales, lo que resulta dos veces más caro, con impuestos.
El viento había empezado a levantar objetos en la piazza, y los extremos de las banderas, al otro lado de la basílica, brillaban intermitentemente, como haciéndoles señas.
– ¿Qué va usted a hacer, signor Morandi?
– Oh, venderé todo lo de aquí, poco a poco, y tan sólo espero que dure lo suficiente como pagar mientras viva.
– ¿Le han dado algún plazo los médicos?
Morandi se encogió de hombros, sin ira ahora hacia los «médicos». Se limitó a decir «páncreas», como si eso aclarara las cosas para Brunetti. Se las aclaró.
– ¿Y luego?
– Oh, no he pensado en eso -dijo, y Brunetti lo creyó-. Yo sólo tengo que seguir aquí mientras ella esté, ¿no?
Incapaz de responder a esa pregunta, Brunetti preguntó a su vez:
– ¿Y qué será de esto? -Hizo un movimiento con la mano, como para abarcar aquel piso que había pertenecido a la esposa de Cuccetti, y que pasó a poder de Morandi después de que murieran tanto Cuccetti como su esposa-. Podría usted venderlo.
Morandi no pudo ocultar su sorpresa.
– Pero ¿si Maria viniera a casa, aunque fuera por pocos días, antes de…? -El anciano miró a Brunetti, sonriendo. Señaló con la barbilla el panorama barrido por el viento, al otro lado de la ventana-. Querría ver eso, de modo que…
– Debe valer un dineral.
– Oh, a mí no me preocupa eso -dijo Morandi, refiriéndose a la casa como si se tratara de un par de zapatos viejos o de un montón de periódicos cuidadosamente atado para el basurero-. María no tiene parientes, y yo no tengo más que un sobrino, pero se fue a la Argentina hace cincuenta años y nunca he vuelto a saber de él. -Se detuvo para pensar, y Brunetti permaneció callado-. Así que supongo que irá a parar al Estado. O a la ciudad. Me da igual. No me importa.
Miró la habitación a su alrededor, arriba, al techo con vigas, y luego volvió a contemplar la vista: las banderas se agitaban más, Brunetti se dijo que el viento estaba arreciando. Finalmente el anciano dijo:
– Nunca me gustó este lugar, ¿sabe? Nunca lo sentí como mío. Trabajaba como un burro para pagar el alquiler del pisito de Castello, de modo que era realmente mío. Nuestro. Pero éste llegó con demasiada facilidad; es como si me lo hubiera encontrado o como si se lo hubiera robado a alguien. Todo lo que me trajo fue mala suerte, de modo que será mejor que otra persona se lo quede.
– ¿Dónde vive usted? -preguntó Brunetti, bien consciente de que era estúpido plantearle eso a una persona en su propia casa.
Pero Morandi no tuvo dificultad en entenderlo.
– Paso la mayor parte del tiempo en la cocina. Es la única habitación que caliento. Y mi cuarto, pero allí sólo duermo.
Se volvió, como si se dispusiera a conducir a Brunetti a aquella parte de la casa. Brunetti le dejó dar unos pocos pasos, y mientras el anciano le daba la espalda, sacó la llave del bolsillo y la depositó en la mesa, bajo la ventana.
Brunetti lo llamó, y cuando Morandi regresó lentamente a la ventana, Brunetti le tendió la mano.
– Gracias por permitirme disfrutar de la vista, signore. Es maravillosa.
– Lo es, ¿verdad? -dijo el anciano, ignorando la mano de Brunetti, porque sus ojos se fijaban en las cúpulas, las banderas, las nubes que ahora se deslizaban hacia el oeste.
– ¿No es triste -continuó Morandi- que pasemos tanto tiempo preocupados por las casas, por tenerlas y por ponerlas bonitas por dentro, cuando la parte más hermosa está ahí fuera, y no hay nada que podamos hacer para cambiarla?
Esta vez fue Morandi quien hizo un gesto en dirección a la basílica, abarcando con la mano la iglesia, el pasado y la gloria que ya no estaban.
Donna Leon