Una vez retirado el cadáver, Brunetti pudo concentrarse lo suficiente para estudiar la habitación por primera vez. Era mayor de lo que al principio había pensado. A la derecha vio una puerta corredera y, tras ella, una cocinita con mobiliario de madera, lo que parecían platos marroquíes y azulejos en las paredes.
La cocina era demasiado pequeña para albergar una mesa, de modo que ésta se había colocado en la habitación más grande: un rectángulo utilitario con cuatro sillas de madera. Brunetti necesitó un momento para darse cuenta de que aquella habitación estaba prácticamente desprovista de decoración. En el suelo había una alfombra de color beige, de fibra, pero la única decoración en las paredes consistía en un crucifijo de mediano tamaño que parecía como si hubiera sido fabricado en serie en algún país no cristiano: sin duda a Cristo no le correspondían aquellos labios y aquellas mejillas tan sonrosadas ni había nada que justificara su sonrisa.
Había un sofá marrón oscuro al otro lado de la habitación, con el respaldo contra las ventanas que daban al campo y al ábside iluminado de la iglesia. En otro tiempo debió de haber una puerta en la pared a la derecha del sofá, pero durante una de las restauraciones que se habían efectuado en el edificio a lo largo de los siglos, alguien decidió condenarla. El responsable de la última restauración retiró algunos ladrillos y revocó el fondo de la abertura, añadió unas repisas y la convirtió en una librería empotrada.
No lejos del sofá había un escritorio, también de espaldas a la ventana, con una máquina de escribir. Brunetti se la quedó mirando para asegurarse de que veía lo que creía estar viendo. Sí, una antigua Olympia portátil, la clase de objeto que sus amigos llevaban a la universidad décadas atrás. Su familia no había podido proporcionarle a él una. Se sentó al escritorio y acercó los dedos al teclado, procurando no tocarlo. Tenía que forzar la postura para volver la cabeza y mirar por la ventana, y después de orientarse tomando como referencia el campanario de la iglesia, advirtió que a la luz del día la vista desde aquel tercer piso debía extenderse hacia el norte, hasta las montañas.
Detrás de él oyó los ruidos que hacía Vianello abriendo y cerrando cajones en la cocina, y luego el zumbido al abrir el frigorífico. Percibió el rumor del agua al correr y el tintinear de un vaso. Brunetti encontraba reconfortantes esos ruidos.
Aunque parecía que en el escritorio se habían buscado huellas, por costumbre se puso los guantes de plástico y abrió el único cajón, en el centro, buscando no sabía qué. Se sintió aliviado al ver el desorden: lápices despuntados, algunos clips revueltos en el fondo, una pluma sin la parte superior, un único gemelo, dos botones y un cuaderno azul, del tipo usado por los estudiantes y, como los cuadernos de tantos estudiantes, en blanco.
Sacó el cajón y lo colocó junto a la máquina. Se inclinó y miró en el hueco, pero no había nada escondido ni tampoco, cuando levantó el cajón, pudo ver nada adherido al fondo. Sintiéndose un poco torpe, y convencido de que los hombres de Marillo ya habrían hecho todo aquello, Brunetti se arrodilló e introdujo la cabeza bajo el escritorio, pero allí tampoco había nada pegado.
– ¿Qué estás buscando? -preguntó Vianello detrás de él.
– No lo sé -admitió Brunetti, poniéndose en pie-. Todo está muy ordenado.
– ¿Y eso no es bueno?
– En teoría sí, supongo. Pero…
– Pero no quieres aceptar que ha podido morir de un ataque al corazón o de un derrame, tal como sugirió Rizzardi.
– Ni quiero ni dejo de querer -replicó Brunetti secamente-. Pero has tenido que ver la marca en la garganta.
En lugar de responder, Vianello dio un resoplido que podía significar cualquier cosa o, sencillamente, nada. Brunetti se resistía a mencionar la sensación que había tenido en el corredor, por temor a que Vianello la rechazase como una tontería.
– No hay señales de que alguien se introdujera aquí -dijo Vianello. Miró el reloj que colgaba sobre el frigorífico-. Son casi las tres, Guido. ¿Podríamos cerrar la puerta, precintarla y continuar esto mañ…, hoy, más tarde?
El hecho de nombrar la hora cayó sobre los hombros de Brunetti como una pesada prenda, devolviéndole el cansancio que había sentido incluso antes de su cena con Patta y Scarpa.
Asintió, y los dos hombres recorrieron la casa apagando luces. Optaron por dejar las persianas abiertas, tal como las encontraron: se filtraba suficiente luz del campo para permitirles moverse por el piso aun después de haber apagado la mayoría de las luces. Brunetti abrió la puerta y encendió la luz de la escalera. Vianello sacó un rollo de cinta adhesiva roja y blanca y la utilizó para trazar una enorme «X» de lado a lado de la puerta. Brunetti cerró con las llaves que había cogido de la mesa junto a la puerta y se las echó al bolsillo. No habían encontrado ninguna libreta de direcciones; tan sólo un teléfono sin números en la memoria, y ya era demasiado tarde para molestar a la mujer del piso de arriba para preguntarle por la familia de la muerta.
– La mujer de arriba dijo que estuvo en un hotel de Palermo durante cinco días. Lo comprobaré -dijo Brunetti.
Cuando pasaron frente a la puerta del piso de abajo, Vianello movió la cabeza.
– La gente de ahí nos ha oído ir y venir, de modo que si hubieran tenido algo que decirnos, probablemente nos lo habrían dicho. -Luego, antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, añadió-: Pero volveré más tarde y preguntaré. Nunca se sabe.
Una vez fuera, el inspector telefoneó a la comisaría del Piazzale Roma y pidió que mandaran una embarcación para recogerlo en la Riva di Biasio. Brunetti sabía que él llegaría antes andando, de modo que estrechó la mano a su ayudante y se volvió para dirigirse a casa.
5
Cuando Brunetti despertó de un sueño intranquilo, todos en la casa se habían marchado, y durante media hora permaneció en un duermevela, recordando la declaración de la signora Giusti: «Era una buena vecina», y la sustancia roja pastosa que había manchado el cabello blanco de aquella buena vecina. Su memoria selectiva evocó la cohibida reticencia de Marillo, y la fría minuciosidad de Rizzardi. Se puso boca arriba y miró al techo. ¿Era eso lo que hubiera querido que alguien dijera de él, alguien que hubiera vivido en su proximidad durante varios años? ¿Que había sido un buen vecino? ¿No había nada más que decir de una persona después de años de tratarla?
Al cabo de un rato fue a la cocina, gruñendo a propósito del día, y encontró una nota de Paola. «Deja de gruñir. El café está en el fuego. Basta con encenderlo. Panecillo de leche tierno en el mármol.» Vio lo segundo y lo cuarto e hizo lo primero y lo tercero. Mientras el café se hacía, fue a la ventana de atrás y miró hacia el norte. Los Dolomitas eran claramente visibles; las mismas montañas a las que la signora Altavilla había vuelto la espalda y que la signora Giusti vería desde sus ventanas del cuarto piso.
Aunque Brunetti era hijo, nieto, biznieto -y más- de venecianos, siempre se sintió más cómodo ante la vista de las montañas que del mar. Cada vez que oía que se aproximaba algo que iba a borrar del mapa a la humanidad o leía sobre el número siempre creciente de barcos llenos de residuos tóxicos o radiactivos hundidos por la Mafia frente a las costas de Italia, pensaba en la majestuosa solidez de las montañas, y en ellas encontraba consuelo. No tenía idea de cuántos años le quedaban al hombre, pero Brunetti estaba seguro de que las montañas sobrevivirían a lo que viniera y a todo lo que siguiera después. Nunca le había hablado a nadie, ni siquiera a Paola, de esa idea ni del extraño consuelo que le aportaba. Pensaba que las montañas parecían algo muy permanente, mientras que el mar, siempre cambiante, lo veía claramente alterado por lo que le sucedía. Además, era una víctima más obvia del daño y las depredaciones del hombre.