Sus pensamientos lo llevaron a la masa de basura y plástico, de tamaño continental, que flotaba en el océano Pacífico, cuando el sonido del café hirviendo lo devolvió a una realidad más modesta. Vació la jarra en su taza, la azucaró y sacó el panecillo de la bolsa. Con la taza en una mano y el pan en la otra, regresó a la contemplación de las montañas.
El teléfono llamó su atención. Se dirigió a la sala de estar, con la boca llena, y contestó con su nombre.
– ¿Dónde está usted, Brunetti? -gritó Patta al otro lado de la línea.
Cuando era más joven y más propenso a humorísticos actos de rebeldía, Brunetti hubiera respondido que estaba en su sala de estar, pero los años le habían enseñado a interpretar el lenguaje de Patta, de modo que reconoció aquellas palabras como una demanda para que explicara su ausencia del despacho.
Tragó el resto del panecillo y dijo:
– Siento haberme retrasado, señor, pero el ayudante de Rizzardi dijo que el médico iba a llamarme.
– ¿Y no tiene usted un telefonino, por el amor de Dios?
– Pues claro, señor, pero su ayudante me dijo que el médico podía requerirme para que fuera a hablar con él en el hospital, de modo que estoy esperando su llamada antes de salir de casa. Si voy a la questura y tengo que volver para ir al hospital, perderé…
El propio Brunetti se percató de que estaba hablando demasiado, y Patta lo interrumpió:
– Deje de mentirme, Brunetti.
– Señor -dijo Brunetti, procurando utilizar para la réplica el tono con el que Chiara había respondido al último comentario de Paola sobre un vestido que había escogido.
– Véngase para acá. Ahora.
– Sí, señor -contestó Brunetti, y colgó el aparato.
Duchado y afeitado, y muy recuperado gracias a haberse bebido el equivalente a tres cafés, a los que se añadió la generosa aportación de azúcar de dos pastelitos, Brunetti dejó su piso sintiéndose extrañamente alegre, un talante que se reflejaba en uno de esos gloriosos días soleados, cuando el otoño y la naturaleza se unen para suprimir todos los obstáculos y brindar a las personas algún motivo de contento. Aunque su espíritu lo impulsaba a caminar, Brunetti sólo llegó a la parada de Rialto, donde embarcó en un Número Dos, que se dirigía al Lido. Se ahorraba unos pocos minutos, pero el tono de voz de Patta le había metido prisas.
No tuvo tiempo de comprar un periódico, así que se contentó con leer los titulares que vio a su alrededor. Otro político sorprendido en un vídeo en compañía de un transexual brasileño; más declaraciones a cargo del ministro de Economía de que todo iba bien y que aún iría mejor, y que las informaciones sobre cierre de fábricas y desempleados eran exageraciones malintencionadas, un intento deliberado por parte de la oposición de infundir temor y desconfianza en la gente. Otro trabajador en paro se había pegado fuego en el centro de una ciudad, esta vez en Trieste.
Miró por encima de los titulares cuando pasaron frente a la universidad, pero no vio allí nada nuevo. Qué bonito sería que un día, en el momento preciso en que pasara bajo aquellas ventanas, Paola abriera una de ellas de par en par y le hiciera un gesto de saludo, quizá que lo llamara por su nombre y gritara que lo amaba absolutamente y que siempre lo amaría. Sabía que, en tal caso, él, desde donde estaba, le respondería gritando lo mismo. El hombre que estaba junto a él pasó la página de su periódico, y Brunetti volvió a dirigir su mirada al Gazzettino y a las noticias que nunca eran tales. Un conductor adolescente perdió el control del coche paterno a las dos de la madrugada y fue a estrellarse contra un plátano; a una anciana le estafó su pensión alguien que se presentó como inspector de la compañía eléctrica; la carne congelada de un gran supermercado estaba llena de gusanos.
Se apeó en San Zaccaria y caminó junto al agua, con el espíritu bien dispuesto a la vista del movimiento que el viento imprimía a las ondas del agua. Giró para entrar en la questura por la puerta principal unos minutos antes de las diez, y subió directamente al despacho de Patta. La secretaria de su superior, la signorina Elettra Zorzi, estaba detrás de su ordenador. Se adornaba, corno los lirios del campo, con una blusa que debía ser de seda, pues aquel estampado en oro y blanco habría sido un desperdicio con cualquier tejido de inferior calidad.
– Buenos días, commissario -dijo educadamente cuando entró-. El vicequestore está deseando hablar con usted.
– No menos que yo con él, signorina -replicó Brunetti, se dirigió a la puerta y llamó con los nudillos.
Un «Avanti!» como un bramido hizo que Brunetti alzara las cejas y que la signorina Elettra levantara las manos del teclado.
– Ay, ay, ay -exclamó la signorina Elettra a modo de advertencia.
– I am just going inside and may be some time -dijo Brunetti en inglés, para consternación de la secretaria.
Encontró a Patta en su papel de disparatado comandante-en-jefe-de-los-cuerpos-de-seguridad con el que Brunetti estaba ampliamente familiarizado. Modificó su postura en consecuencia y se encaminó al asiento que Patta le indicó frente a su escritorio.
– ¿Por qué no se me llamó anoche? ¿Por qué se me ha tenido en ayunas sobre este asunto?
El tono de voz de Patta era airado pero mantenía la calma, como correspondía a un oficial con una ardua tarea que cumplir y que no cuenta con la ayuda de quienes lo rodean, y desde luego no con la de quien tenía delante.
– Le informé a usted de la muerte de la mujer cuando abandoné nuestra cena, dottore. Cuando terminamos nuestra investigación inicial pasaban de las tres de la madrugada, y no quise molestarlo a esa hora. -Antes de que Patta pudiera decir, como solía hacer al llegar a este punto, que no había hora, ya fuera de noche o de día, en que no estuviera preparado para asumir las responsabilidades de su cargo, Brunetti admitió-: Sé que debí hacerlo, señor, pero pensé que unas pocas horas no suponían una diferencia, y que ambos estaríamos en mejor situación para tratar los asuntos después de dormir decentemente por la noche.
Patta fue incapaz de privarse de comentar:
– Desde luego parece que usted lo ha hecho.
Brunetti ignoró la observación o, al menos, no se permitió responder, para mantener la anodina expresión suave que mostraba a su superior.
– Parece no tener idea de quién es la muerta -dijo Patta.
– La del piso de arriba dijo que se llamaba Costanza Altavilla, dottore -respondió Brunetti con una voz que trató que sonara servicial.
Sin poder contener apenas su exasperación, Patta explicó:
– Es la madre del anterior veterinario de mi hijo; eso es lo que es. -Patta hizo una pausa para permitir que Brunetti asimilara el significado de aquello. Luego añadió-: Coincidí con ella una vez.
Raras veces Patta dejaba sin palabras a Brunetti, pero éste, con el paso de los años, había desarrollado una respuesta defensiva ante semejante eventualidad. Compuso la expresión más seria, asintió sesudamente varias veces y dejó escapar un prolongado y muy pensativo «Hummmm». No entendió por qué, una vez tras otra, Patta se sentía decepcionado por eso, como era el caso ahora, nuevamente. Quizá su superior carecía de memoria, o quizá era incapaz de responder a manifestaciones de máxima deferencia expresadas de otra manera, como un perro alfa es incapaz de atacar a otro perro que se pone panza arriba y le presenta el bajo vientre y la garganta.
Brunetti sabía que no podía decir nada. No podía arriesgarse a decir: «No me di cuenta de eso», sin que Patta percibiera el sarcasmo, ni podía pedirle que le explicara qué importancia tenía aquella relación, que sin duda él consideraba evidente por sí misma. Y en la medida en que valoraba su empleo, tampoco podía expresar curiosidad sobre el hecho de que el hijo de Patta tuviera un veterinario y no un médico. Así que esperó, moviendo la cabeza hacia un lado, como un perro muy atento.