Era bonito, reflexionó Marguerite, que Tess se hubiera hecho amiga de una niña como Edie Jerundt.
A no ser que…
A no ser que fuera Edie la que se hubiera hecho amiga de Tess.
Después de ver las grabaciones, las niñas jugaron con las muñecas que Tess había rescatado del garaje. Las muñecas formaban un conjunto de lo más variopinto. La mayoría la había comprado Tess en mercadil os al aire libre en la época en que Ray solía hacer viajes de fin de semana desde Crossbank a la campiña de New Hampshire. Muñecas pálidas de moda con articulaciones extrañamente retorcidas y vestidos que no conjuntaban; bebés demasiado grandes, la mayoría de el os desnudos; unos cuantos muñecos de acción de películas ya olvidadas con los brazos y piernas congelados en posición de jarras. Tess trató de meter a Edie en la historia de sus muñecos («esta es la madre, este es el padre; el bebé tiene hambre pero ellos tienen que ir a trabajar así que esta es la canguro»), pero Edie se aburrió enseguida y se limitó a hacer desfilar a las muñecas por la mesa de café y a darles monólogos sin sentido («soy una chica, tengo un perro, soy bonita, te odio»). Tess, como si la hubieran echado con suavidad a un lado, se retiró al sofá y observó. Comenzó a golpear la cabeza rítmicamente contra la cabecera del sofá. Al ritmo de un golpe por segundo aproximadamente, hasta que Marguerite, que pasaba por al í en ese momento, detuvo el movimiento con la mano.
Aquel movimiento rítmico, y el hecho preocupante de que apenas hablaba, habían sido para Marguerite las primeras pistas de que había algo diferente en Tessa. No algo malo, Marguerite no iba a permitir una palabra peyorativa como aquel a. Pero, sí, Tess era diferente; Tess tenía problemas. Problemas que ninguno de los bienintencionados terapeutas que Marguerite había consultado habían sido capaces de llegar a definir con garantías. La mayor parte de las veces hablaban sobre un idiosincrásico tercer nivel de autismo, o un caso de síndrome de Asperger. Lo que significaba: «tenemos un compartimento etiquetado en el que colocar los síntomas de su hija, pero no un verdadero tratamiento».
Marguerite había l evado a Tess al psicoterapeuta con la idea de corregir su torpeza y su «pobre sentido de la situación», había probado con tratamientos de drogas para modificar su cantidad de serotonina o dopamina o factor Q, pero ninguno de ellos había logrado mostrar cambios en la conducta de Tess. Lo que implicaba, quizás, que Tess tenía una personalidad inusual; que su extraña reserva, su aislamiento social, eran problemas con los que tendría que cargar indefinidamente o superar en un acto de voluntad personal. Marguerite se había convencido de que jugar con su arquitectura neuroquímica era contraproducente. Tess era una niña, su personalidad todavía estaba formándose; no debía ser drogada o forzada a transformarse en la idea de madurez de otro.
Y aquello le había parecido un compromiso plausible, al menos hasta que Marguerite hubo dejado a Ray, hasta aquel problema en Crossbank.
Aquel fin de semana ni siquiera había periódico. Normalmente era posible imprimirse secciones del New York Times (o casi cualquier otro periódico urbano), pero incluso aquella ridícula conexión con el mundo exterior había quedado cortada. Y si Marguerite echaba de menos el periódico, ¡qué sería de todos aquellos yonquis de los informativos! Arrancados de raíz del gran culebrón mundial, sumidos en la ignorancia sin estar al tanto de los acuerdos en Bélgica o del último nombramiento para el Tribunal Continental. Aquel silencio del panel de video y el monótono repiqueteo de la lluvia hacían que la tarde se alargara con indolencia, logrando que Marguerite se contentara con sentarse en la cocina a hojear números atrasados de las revistas Astrobiology y Exozoology, con su atención revoloteando sobre aquel denso texto como una polilla, hasta que Connie Jerundt volviese a recoger a Edie.
Marguerite fue al cuarto de Tess a por las niñas. Edie estaba tumbada sobre la cama con los pies contra la pared, curioseando entre la caja de zapatos donde Tess guardaba sus joyas falsas, peinetas y pasadores para el pelo en forma de tortuga. Tess estaba sentada en su escritorio enfrente del espejo.
—Tu mamá está aquí, Edie —dijo Marguerite.
Edie parpadeó con sus grandes ojos de rana y corrió a buscar sus zapatos escaleras abajo.
Tess se quedó junto al espejo, enrollándose el cabello alrededor del dedo índice derecho.
—¿Tess?
El cabel o formó un rizo desde la uña de Tess hasta su nudil o, y después desapareció.
—¿Tess? ¿Te lo has pasado bien con Edie?
—Supongo que sí.
—Quizás deberías decírselo. —Tess se encogió de hombros—. Quizás se lo puedas decir ahora. Está en la planta baja preparándose para irse.
Pero para cuando Tess bajó a grandes trancos hasta la puerta principal, tanto Edie como su madre se habían ido.
El lunes, lo que había comenzado siendo una aburrida molestia comenzó a parecerse más a una crisis.
Marguerite dejó a Tess en el colegio de camino al Hubble Plaza. La multitud de padres en el aparcamiento, incluyendo a Connie Jerundt, que la saludó desde la ventanil a del coche era un hervidero de rumores. Partiendo del hecho de que no había ninguna emergencia local que justificara el bloqueo, aquello significaba que algo debía de haber ocurrido en el exterior, algo lo suficientemente grande como para crear una crisis de seguridad. Pero, ¿qué? ¿Y por qué no le habían comunicado nada a nadie?
Marguerite se negó a participar en la especulación. Obviamente (o al menos así se lo parecía a el a), la actitud más lógica era continuar con el trabajo diario sin más distracciones. Quizás no fuera posible ponerse en contacto con el mundo exterior, pero el mundo exterior todavía seguía abasteciendo a Blind Lake de energía y presumiblemente todavía esperaba que la gente se dedicara a sus tareas. Besó a Tess para despedirse, observó cómo su hija atravesaba con paso rápido el patio de recreo y arrancó el coche cuando sonó la campana del colegio.
La lluvia había amainado, pero octubre se había hecho cargo del tiempo con un viento frío que soplaba a través de un cielo azul zafiro.
Se alegró de haber insistido en que Tess l evara puesto un suéter. Ella l evaba una cazadora de franela que resultó insuficiente para el largo paseo desde el aparcamiento del Hubble Plaza hasta la entrada del ala este. No iba a tardar mucho en nevar, pensó Marguerite, y la Navidad ya se estaba acercando si uno miraba un poco más allá de la cabeza sobresaliente del Día de Acción de Gracias. El cambio en el tiempo hacía la cuarentena mucho menos l evadera, como si el aislamiento y la ansiedad se hubieran hecho uno con el frío aire de Canadá.
Mientras esperaba el ascensor, Marguerite observó de reojo a Ray, su ex-marido, que se sumergía en la tienda del vestíbulo, probablemente para comprar su tentempié diario de DingDongs. Ray era un hombre de costumbres regulares a rajatabla, y una de ellas eran los DingDongs de desayuno. Ray solía l evarse consigo a donde fuera enormes cantidades para asegurarse de que nunca le faltaran, incluso para los viajes de negocios o las vacaciones. Siempre llevaba un buen número de ellos en un tupperware en su equipaje de mano. Un día sin DingDongs sacaba lo peor de éclass="underline" su petulancia, sus ataques de cólera ante la menor frustración. Mantuvo la vista en la entrada de la tienda mientras el ascensor bajaba poco a poco desde la décima planta. Justo cuando sonó la campana y se abrieron las puertas, Ray emergió de la tienda con una pequeña bolsa en la mano. Los DingDongs, seguro. Que iba a devorar, sin duda, escondido tras la puerta cerrada de su despacho: a Ray no le gustaba que le vieran comiendo dulces. Marguerite se lo imaginó con un DingDong en cada puño, mordisqueando su preciosa carga como una ardil a loca, llenando de migajas su camisa almidonada y su corbata de funeral. Marguerite se metió en el ascensor con otras tres personas y pulsó con rapidez el botón de su planta, asegurándose de que la puerta se cerrara antes de que Ray pudiera l egar corriendo.