El trabajo de Marguerite, aunque ella lo adoraba y había luchado muy duro por conseguirlo, en ocasiones la hacía sentirse como una voyeur. Una voyeur sin vocación, desapasionada. Pero voyeur al fin y al cabo.
No se había sentado así en Crossbank; claro que su talento se había malgastado en Crossbank, donde había estado cinco años analizando detal es botánicos de estudios archivados, el tipo de trabajo desagradecido que cualquier estudiante brillante de postgrado podía haber hecho. Todavía podía recitar de memoria los binomios provisionales en latín de dieciocho variedades de bacterias. Después de un año allí se había acostumbrado tanto a la vista del océano de HR8832/B que había imaginado que podía olerlo, sentir los niveles casi tóxicos de cloro y ozono que las pruebas fotocromáticas habían detectado. Un olor amargo y vagamente aceitoso, como el de los productos de limpieza. Había estado en Crossbank únicamente porque Ray la había llevado allí (Ray había trabajado en el cuerpo administrativo de Crossbank), y había rechazado varias ofertas para trabajar en Blind Lake, principalmente porque Ray no lo hubiera aprobado.
Después ella había reunido el valor suficiente y había iniciado los trámites del divorcio, tras lo cual había aceptado aquel puesto en Observación, solo para darse cuenta entonces de que Ray también había solicitado el cambio de puesto y se había trasladado a Blind Lake. Y no solo eso, sino que él se iba a trasladar al oeste un mes antes que Marguerite, convirtiéndose en una figura allá y probablemente saboteando la reputación de Marguerite entre los encargados de administración del complejo.
Aun así, el a estaba haciendo el trabajo para el que había sido preparada, el trabajo que tanto había deseado: la cosa más cercana al trabajo de campo astrozoológico que jamás había visto.
Siguió su camino entre el laberinto de escritorios del personal de apoyo, saludó a los bedeles, a las secretarias y a los programadores, se detuvo en la cocina de personal para llenar su taza-souvenir decorada con motivos de langosta con café demasiado hecho y sin sustancia, y se encerró en su despacho.
Su escritorio estaba lleno de papeles, y tenía un correo electrónico anunciado en su panel virtual en el escritorio. Todo aquel o era trabajo pendiente. La mayor parte, revisiones de procedimiento que eran necesarias pero frustrantemente tediosas y lentas de realizar. Pero siempre podría acabar parte de aquello más tarde, en casa.
Aquel día quería pasar más tiempo con el Sujeto. Tiempo crudo, en directo.
Cerró las persianas de la ventana, bajó la intensidad de las luces halógenas del techo y activó el monitor que comprendía la totalidad de la pared oeste del despacho.
Buena sincronización. El día de diecisiete horas de UMa47/E acababa de comenzar.
Era temprano por la mañana, y el Sujeto se estiró en su jergón en el suelo de piedra de su madriguera.
Como siempre, decenas de pequeñas criaturas (parásitos, simbiontes o pequeños vástagos) saltaron correteando de su cuerpo, donde habían estado refugiándose o nutriéndose de las tetillas de sangre del Sujeto mientras dormía. Los pequeños animales, no más grandes que ratones, con multitud de piernas y sinuosamente articulados, se escabulleron por agujeros que había a ras del suelo en la pared de arenisca. El Sujeto se sentó y después se incorporó.
Los cálculos estimaban que el Sujeto tenía una altura de unos dos metros diez. Se trataba ciertamente de un espécimen impresionante. Marguerite utilizaba el pronombre masculino de forma privada. Nunca se hubiera atrevido a suponer su género en un documento oficial. El género y las estrategias reproductivas de los alienígenas estaban todavía totalmente por resolver. El Sujeto era bípedo y bilateralmente simétrico. A gran distancia, su silueta podría tomarse por la de un ser humano. Pero al í acababan todos los paralelismos.
Su piel (no un exoesqueleto, como el ridículo sobrenombre de «langosta» implicaba) era áspera, marrón-rojiza, con una textura como de guijarro. Algunos teóricos, fijándose en su densa epidermis que conservaba la humedad, en sus pulmones de rejil a sobre su superficie ventral, y en detal es como las múltiples articulaciones de sus piernas y brazos, y los pequeños miembros para manipular la comida que le salían de ambos lados de su mandíbula, habían especulado con que el Sujeto y su especie quizás habrían evolucionado a partir de formas de vida similares a insectos. Un escenario que se proponía al respecto imaginaba una tendencia de los invertebrados a alcanzar el tamaño y la movilidad de mamíferos, enterrando su notocordio en una espina dorsal quitinosa mientras iban perdiendo su duro caparazón en favor de una piel gruesa, pero más ligera y flexible. Pero no se habían encontrado pruebas que respaldaran aquella ni ninguna otra hipótesis. La exozoología ya era lo suficientemente complicada; la exopaleo-biología era una quimera de la ciencia.
El Sujeto era claramente visible gracias a la luz de las bombil as incandescentes suspendidas a lo largo del techo. Las bombillas eran pequeñas, más como luces de Navidad que como las lámparas de casa, pero aparte de aquello parecían ridículamente familiares: el espectroscopio había revelado que los filamentos eran de ordinario tungsteno. Una tecnología simple y tosca. De cuando en cuando, otros individuos venían para reemplazar las bombillas gastadas y revisar los cables de cobre aislados buscando aberturas o irregularidades. La ciudad podía presumir de una buena infraestructura de mantenimiento.
El Sujeto no se vistió ni comió; nunca se le había visto comer en su guarida. Se detuvo para evacuar desechos líquidos en un agujero del suelo que funcionaba como sumidero. El denso líquido verdusco cayó en cascada desde un orificio cloacal situado en su abdomen. Por supuesto, no había sonido que acompañara a la imagen, pero la imaginación de Marguerite suministró el ruido del chorro al chocar con la piedra y el borboteo consiguiente.
Se recordó que aquella escena había sucedido hacía medio siglo. Esto minimizaba su sentimiento de invasión. Ella nunca podría hablar con la criatura, nunca podría interaccionar con ella de ninguna forma; aquella imagen, no importaba lo misteriosamente que viajara hasta el os, no podía rebasar la velocidad de la luz. La estrel a madre 47 Ursa Majoris estaba a una distancia de cincuenta y un años luz de la Tierra.
Y por la misma regla de tres, si alguien en algún lugar de la galaxia estuviera observándola a el a, estaría a salvo en la tumba mucho antes de que sus observadores pudieran intentar interpretar sus funciones fisiológicas en el baño.
El Sujeto dejó su madriguera sin más preámbulo. Sus andares sobre dos piernas podrían parecer extraños para los estándares humanos, pero le servían para desplazarse a buen ritmo. Aquella parte del día podía resultar interesante. El Sujeto hacía básicamente lo mismo cada mañana (caminar hasta la fábrica donde ensamblaba partes de máquinas), pero rara vez tomaba la misma ruta para ir al trabajo. Tenían los suficientes datos como para sugerir que existía un imperativo cultural o biológico al respecto (esto es, la mayoría desarrollaba una conducta similar), quizás un remanente atávico del instinto de evitar a los depredadores. Muy mal; Marguerite hubiera preferido pensar que era parte de la idiosincrasia del Sujeto, fruto de una preferencia individual, una elección discernible.