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Las torres refrigeradoras en el Paseo Globo Ocular dejaban escapar finos trazos de humo a través del aire de la tarde. Las nubes avanzaban sobre el as como una manada de animales nerviosos. Rodeó el edificio prestando buena atención a las vallas de su perímetro. Cambió el rumbo hacia el oeste a través de un camino que discurría a través de la hierba silvestre, una de las innumerables sendas de la pradera que habían sido horadadas por los niños de Blind Lake. Se abrochó los botones del cuel o de su chaqueta para protegerse del frío creciente.

Para cuando alcanzó lo alto de la colina desde donde se tiraban con el trineo, ya tenía los pies cansados y estaba dispuesta a regresar a casa, pero la primera vista de las marismas la dejó fascinada.

Más al á de la colina y del perímetro de hierba descansaba Blind Lake, una «marisma semipermanente», había dicho el señor Fleischer, kilómetro y medio cuadrado de pradera bajo el agua y ciénaga profunda. La tierra estaba recorrida por montículos de hierba, amplias áreas de espadañas, y en las zonas de agua abierta podía ver descansar a gansos del Canadá como aquellos que los habían estado sobrevolando en formación de V durante todo el otoño.

Más lejos se podía divisar otra valla, o más bien la misma valla que rodeaba todo el Laboratorio Nacional de Blind Lake así como las marismas. Aquella tierra estaba encerrada, pero aun y todo era salvaje. Estaba dentro de lo que se conocía como perímetro de seguridad. Tess, si quisiera vagabundear por las marismas, estaría a salvo de un ataque terrorista o de agentes de espionaje, aunque quizás no tanto de tortugas o ratones almizcleros. (No sabía a qué se parecía un ratón almizclero, pero el señor Fleischer había dicho que podían encontrarse allí y a el a no le había gustado cómo sonaba su nombre.)

Se aventuró a bajar la colina un poco más, hasta que el suelo comenzó a rezumar agua bajo la presión de sus pies y las espadañas se perfilaban amenazadoramente ante el a como centinelas pardos con cabezas de lana. En una charca de agua estancada a su izquierda podía ver su propio reflejo.

A no ser que fuera la Chica del Espejo mirándola a ella.

Tess ni siquiera quería pensar en aquella posibilidad en la privacidad de su propia mente. Había causado demasiados problemas allá en Crossbank. Asesores, psiquiatras y todas aquellas interminables y enloquecedoras preguntas que había tenido que contestar. La forma en la que la gente la había mirado; la forma en la que incluso su padre y su madre la habían mirado, como si hubiera hecho algo vergonzoso sin ser consciente de el o. No, aquel o no. Otra vez no.

La Chica del Espejo había sido tan solo un juego.

El problema era que el juego había parecido real.

No real real, de la forma en la que una roca o un árbol eran algo real y tangible. Pero más real que un sueño. Más real que un deseo. La Chica del Espejo era físicamente igual a Tess, y no solo estaba en los espejos (donde se le había aparecido por primera vez), sino también en el aire. La Chica del Espejo le susurraba preguntas que Tess nunca habría pensado en preguntar, preguntas que no siempre podía responder. La Chica del Espejo, le había dicho la terapeuta, era tan solo una invención suya; pero Tess no creía que el a pudiera inventar una personalidad tan persistente y frecuentemente molesta como la Chica del Espejo había demostrado ser.

Se arriesgó a echar otra mirada a la balsa junto a sus pies. El agua estaba l ena de nubes y cielo. Agua desde la que su propio rostro le devolvía la mirada en un ángulo oblicuo, y parecía sonreír reconociéndola.

Tess, dijo el viento, y su reflejo desapareció entre una sucesión de ondas.

Pensó en el libro de Astronomía que había estado leyendo. En la profundidad del tiempo y el espacio, para la cual la Edad de Hielo no había sido más que un instante.

Tess, susurraban las espadañas y los juncos.

—Márchate —dijo Tess enfadada—. No quiero más problemas contigo.

El viento se agitó y murió, aunque persistía aquel a sensación de una presencia incómoda.

Tess se marchó de las marismas, repentinamente inhóspitas. Cuando se encaminó al oeste vio el sol sobresaliendo por una brecha entre las nubes, casi al nivel de la cima de la colina. Miró su reloj. Las cuatro. La l ave de la casa que llevaba atada a una cadena alrededor del cuello le parecía un bil ete al paraíso. No quería estar fuera en aquella solitaria zona húmeda durante más tiempo. Quería estar en casa, sin su pesada mochila a la espalda, echada en el sofá con algo bueno en el panel de video o un libro en las manos. Le sobrevino un sentimiento de indecisión y culpabilidad, como si hubiera estado haciendo algo malo por el solo hecho de estar allí, aunque no había prohibiciones al respecto. (Lo único que el señor Fleischer remarcaba era la posibilidad de perderse en la marisma y de que las aguas poco profundas en ocasiones eran más profundas de lo que parecían.)

Una enorme garza azul echó a volar desde los juncos a unos pocos metros de ella, restal ando el aire con sus alas. Llevaba algo verde que se movía en la punta del pico.

Tess se dio la vuelta y comenzó a correr hacia la cima de la colina, buscando con ansiedad la seguridad de la vista de Blind Lake (la ciudad). El viento silbaba en sus oídos, y el sonido de sus pantalones al rozar parecía el de una conversación precipitada.

Las torres del Paseo la tranquilizaron cuando pasó junto a ellas a toda prisa. El suave color negro del asfalto de la carretera que se iba hundiendo entre las casas de la ciudad la tranquilizó. La cercanía de los altos edificios del Hubble Plaza la tranquilizó.

Pero no se interesó por el sonido de sirenas de coches de policía en el acceso sur del complejo. Las sirenas siempre le habían parecido a Tess como niños l orando, hambrientos y solitarios. Querían decir que algo malo estaba sucediendo. Tuvo un escalofrío y continuó corriendo durante el resto del camino a casa.

7

La mañana del miércoles, Sebastian Vogel se sentó con Chris en una diminuta mesa improvisada en la cafetería del centro de ocio comunitario.

El desayuno consistía en croissants, huevos revueltos, zumo de naranja y café, todo el o gratis para los invitados forzosos. Chris empezó por el café. Quería un poco de refuerzo neuroquímico.

Sebastian sacó sin prisas un ejemplar de Dios & el vacío cuántico y lo depositó sobre la mesa.

—Elaine dijo que tenías curiosidad. Le he escrito una dedicatoria.

Chris trató de parecer agradecido. El libro era una edición de lujo, impreso con papel de verdad y encuadernado con lomo, tan duro como un ladrillo y casi tan pesado. Se imaginó a Elaine conteniendo una sonrisa cuando le decía a Sebastian lo «ansioso» que estaba Chris por leerlo. Sebastian debía de haber llevado consigo una maleta llena de libros a Blind Lake, como si estuviera en una gira promocional.

—Gracias —dijo Chris—, te debo un ejemplar del mío.

—No lo necesito. Me descargué una copia de Weighted Answers antes de que se cortaran las conexiones. Elaine lo recomienda encarecidamente.

Chris se preguntó cómo podría recompensar a Elaine por aquel o. Estricnina en su tazón de cereales, quizás.

—Ella cree —continuó Sebastian— que esta crisis de seguridad puede ayudarnos en nuestro trabajo.

Chris fue hojeando el libro de Vogel, leyendo los títulos de cada capítulo. «Tomar prestado a Dios», leyó. «Por qué los genes crean mentes & dónde encontrarlos». Aquel pernicioso «&»…