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—¿Nos vamos a quedar sentados aquí?

—Hasta que la puerta se abra —dijo él.

—¿Qué te hace pensar que nos van a dejar pasar?

—Ya verás.

—¿Ver qué?

—Ya verás.

—Oh —dijo Courtney.

Ella se había quedado dormida (por efecto del calor, adivinó él, con sus brazos perdidos en la chaqueta de cuero demasiado grande y su barbil a apoyada en el cuello del abrigo) cuando el gigantesco camión negro se detuvo en su avance a no más de diez metros de distancia de la puerta. Ya había anochecido, y los faros del camión giraron para barrer el suelo a su paso, en arcos incansables.

El gentío había crecido considerablemente. Justo antes de que Courtney se quedara dormida, un par de vehículos de seguridad habían venido desde la ciudad con sus sirenas aullando. En ese momento, aquellos tipos vestidos con trajes que parecían uniformes de policía alquilados estaban apartando a la gente. Courtney estaba inmóvil y Bob se acuclil ó en el asiento del conductor, y entre toda aquel a conmoción y la oscuridad, el coche pasaba por un vehículo vacío que alguien había aparcado para luego irse. En pocos momentos, para contento de Bob, la mayoría de la gente había quedado ya a sus espaldas.

Y las puertas se comenzaron a abrir. Por alguna orden del camión, supuso. Pero era una hermosa vista. Aquella barrera reforzada de dos metros diez comenzó a abrirse hacia fuera con una facilidad y una suavidad tales que parecía una creación digital. Premio gordo, pensó Bob.

—Abróchate el cinturón —le dijo a Courtney. Sus ojos parpadearon sorprendidos.

—¿Qué?

Él hizo una estimación mental del espacio libre que tenía por delante.

—Nada —encendió el motor y apretó a fondo el acelerador.

Los zánganos de bolsillo, le explicó Elaine, eran armas voladoras con autoguía, del tamaño de un pomelo de Florida. Los había visto utilizar durante la crisis de Turquía, donde los veía en las patrullas de áreas limítrofes y fronteras en disputa. Pero nunca había oído hablar de que se los desplegase fuera de zonas de guerra.

—Son simples y torpes —le dijo a Chris—, pero son baratos y puedes utilizar muchos, y no se quedan clavados en el suelo para siempre como las minas terrestres, arrancando piernas de niños.

—¿Qué es lo que hacen?

—La mayor parte del tiempo simplemente están ahí, conservando la energía. Son sensibles al movimiento y tienen unas pocas plantil as lógicas para identificar blancos probables. Camina por una zona restringida y volarán como langostas, te localizarán y arrojarán explosivos pequeños pero letales.

Chris miró en la dirección que Elaine había señalado, pero en la creciente oscuridad no pudo ver nada sospechoso. «Tienes que ser rápido para cazarlos», le había dicho Elaine. Estaban camuflados, y si se activaban sin encontrar ningún blanco válido, molestados, digamos, por el ruido de un enorme camión automático sobre el pavimento, quedaban inactivos rápidamente.

Chris pensó en aquello mientras el camión se aproximaba y los cada vez más nerviosos agentes de seguridad echaban hacia atrás a los mirones. No tenía sentido, decidió. La verja interior de Blind Lake era tan solo una de las decenas de medidas de seguridad que ya existían. ¿Qué amenaza podía ser tan formidable que requiriera artil ería militar para salvaguardar el complejo?

A no ser que la idea fuera mantener a la gente dentro.

Pero tampoco tenía ningún sentido.

Lo que no significaba que los zánganos de bolsillo no estuvieran allí. Tan solo que no podía imaginar el porqué.

La multitud se fue haciendo cada vez más silenciosa conforme la oscuridad caía, y el camión se arrastraba hasta cerca del acceso y se detenía durante un momento. Algunos comenzaron a irse, aparentemente porque se sentían más vulnerables, o porque tenían más frío que curiosidad. Pero un buen número se quedó, apretujado contra los cordones de seguridad que los agentes habían colocado. No parecía importarles el creciente viento cortante o los copos de nieve fuera de estación que comenzaban a hacer remolinos frente a los faros del camión. Pero tragaron saliva y se apartaron unos pocos metros cuando las puertas de la verja comenzaron a abrirse silenciosamente.

Chris dirigió la mirada a Elaine a sus espaldas y captó una vista de Blind Lake empezando a encenderse en un frenesí de luces, las plantas concéntricas del Hubble Plaza, las parpadeantes luces de navegación de las torres Paseo Globo Ocular, la cálida luz de las casas residenciales en ordenadas y lógicas hileras.

Se volvió al oír el sonido repentino de un motor eléctrico mucho más cercano que el rumor del camión detenido.

—Video —ladró Elaine—. ¡Chris!

Buscó la pequeña agenda portátil. Tenía los dedos fríos y los controles tenían el tamaño de cagadas de mosca y picaduras de pulga. En realidad, únicamente había utilizado aquel aparato como grabadora. Al final se las arregló para encontrar la función de «RECORD VID» y apuntó con el aparato aproximadamente a la puerta de la verja.

Un coche saltó sobre la superficie alquitranada desde algún lugar cercano a la garita de seguridad. No tenía las luces puestas, sus ocupantes eran invisibles, pero la intención estaba clara. El vehículo estaba acelerando hacia la puerta medio abierta.

—Alguien quiere irse a casa a dar de comer al perro —dijo Elaine, y sus ojos se abrieron como platos—. Oh, Dios, es horrible.

Los zánganos, pensó Chris.

Parecía que el vehículo no iba a poder pasar por la garita, pero el conductor había calculado la abertura muy bien. El coche (que a Chris le parecía un Ford último modelo o un Tesla) atravesó el espacio con un margen de milímetros y se hizo a la izquierda para evitar al camión robotizado. Los faros del coche se encendieron cuando l egó al margen de la carretera y comenzó a alcanzar una alta velocidad.

—¿Lo estás cogiendo?

—Sí. —Al menos, eso esperaba él. Era demasiado tarde para comprobarlo. Demasiado tarde para apartar la mirada.

—¡Vía libre hasta casa! —gritó Bob Krafft cuando su parachoques trasero rozó el cuerpo del camión negro. No era cierto, por supuesto. Probablemente serían interceptados por un vehículo militar, quizás incluso pasarían la noche siendo sermoneados, amenazados y multados por violar reglamentaciones escritas en letra pequeña, pero él no se había alistado y nunca había firmado un acuerdo para pasar la puta eternidad en Blind Lake. En cualquier caso, la tierra que se extendía más allá de sus faros delanteros era una vista muy bienvenida—. ¡Vía libre hasta casa! —repitió de nuevo, más que todo para tapar el sonido de los jadeantes chil idos de miedo de Courtney.

Tomó suficiente aire para gritarle «gilipollas».

—Estamos fuera, ¿no es así? —dijo él.

—Por Dios, sí, pero…

Algo fuera de la ventanilla atrajo su atención. Bob también pudo ver algo. Una cosa pequeña que saltaba por encima de la hierba alta.

Probablemente un pájaro, pensó él, pero de repente el coche se l enó de aire helado, de pequeños copos de nieve. Los oídos le dolían, había cristales de ventanas por todos los lados y parecía que Courtney estaba sangrando: veía sangre en el salpicadero, sangre sobre su chaqueta buena de cuero…