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—¿Court? —dijo. Su propia voz sonaba extraña, como bajo el agua.

Su pie apretó el pedal del freno, pero la carretera estaba resbaladiza y el Tesla comenzó a virar violentamente a pesar de los esfuerzos de sus servofrenos puestos al límite. Algo había hecho que el motor explotara en una montaña de fuego azul. El cuerpo del coche se salió de la carretera. Bob se vio aplastado contra el asiento, vio cómo la carretera, la hierba y el cielo oscuro se iban revolviendo sobre él, y durante una fracción de segundo pensó: ¡Dios, estamos volando! Después el coche cayó sobre su flanco derecho y su cuerpo fue arrojado contra Courtney. Al menos, contra la ruina viscosa en la que se había convertido: contra Courtney manchada de color rojo y acariciada por las llamas.

—¿Qué coño…? —preguntó Ray Scutter cuando vio la bola de fuego. Dimitry Shulgin, el jefe de Seguridad Civil, tan solo pudo murmurar algo como «artil ería». ¡Artillería! Ray trató de comprender el significado de todo aquello. Un coche había cruzado la verja. El coche había comenzado a arder y a dar vueltas de campana. Finalmente dejó de rodar. Después todo quedó paralizado. Incluso la multitud que esperaba junto al acceso estaba momentáneamente en silencio. Era como una fotografía. Una imagen congelada. Tiempo detenido. Parpadeó. Bolitas de nieve cayeron sobre su cara.

—Zánganos —pronunció Shulgin. Era como si hubiera roto el caparazón del silencio. Varias personas entre la multitud comenzaron a gritar.

Zánganos: ¿aquellos objetos que revoloteaban hacia el automóvil en llamas? ¿Bolas de béisbol con alas?

—¿Qué significa? —preguntó Ray. Tuvo que gritar la pregunta dos veces. Los espectadores comenzaron a correr hacia sus coches. Los faros se encendieron, iluminando la l anura. De pronto, todo el mundo quería volver a casa.

Despreocupada, como un mal sueño, la puerta del acceso continuó abriéndose hasta que estuvo paralela a la carretera.

El camión negro continuó avanzando muy lentamente, atravesando la verja y dirigiéndose a Blind Lake.

—Nada bueno —respondió Shulgin. Ray, para entonces, ya había olvidado la pregunta. El jefe de seguridad dio un paso más allá del asfalto, dando la impresión de que luchaba contra su propio impulso por correr—. Miren.

Lejos de la verja, en el vacío hostil, la puerta del conductor del coche en llamas se abrió con un quejido.

Ahora que el coche se había detenido, Bob apenas pudo pensar en nada que no fuera salir de allí, escapar del fuego y del sangrante y negruzco objeto en el que de alguna forma se había convertido Courtney. En el fondo de su mente estaba la necesidad de pedir ayuda, pero también, en el mismo lugar, la comprensión no bienvenida de que Courtney estaba más al á de toda ayuda humana. Él amaba a Courtney, o al menos eso le gustaba decirse a sí mismo, y a menudo sentía un cariño genuino por ella; pero lo que necesitaba en aquel momento más que nada en el mundo era poner distancia entre él y el cuerpo destrozado, entre él y el coche en llamas. No había gasolina en el motor pero sí otros líquidos inflamables, y algo los había hecho estallar todos a la vez.

Se abrió camino con dificultad desde Courtney hasta la puerta del lado del conductor. La puerta estaba atrancada y no quería abrirse; la manil a se le quedó entre los dedos. Se apuntaló entre el volante y el asiento trasero y lanzó una patada a la puerta. Aunque el pie le dolió como el infierno, la puerta al fin crujió y gimió al abrirse un poco sobre sus bisagras rotas. Bob la forzó más y después salió tambaleándose, respirando entrecortadamente el aire helado. Se quedó de rodil as. Después, temblando, se incorporó.

Esta vez pudo ver con claridad el artefacto que saltó de la hierba junto al borde de la carretera. Casualmente estaba mirando en la dirección correcta, casualmente lo vio venir en un momento de helada hiperclaridad: aquel pequeño, incongruente objeto que con toda probabilidad era la última cosa que jamás vería. Era circular, de color caqui, y volaba sobre una rueda con alas. Sobrevoló a una altura aproximada de un metro ochenta, al nivel de la cabeza de Bob. Este lo miró, ojo contra ojo, asumiendo que aquel as pequeñas mel as o muescas eran su equivalente a unos ojos. Lo reconoció como equipamiento militar, aunque no se parecía a nada con lo que se hubiera encontrado en sus fines de semana como reservista. Ni siquiera pensó en huir de aquello. Uno no huye de esas cosas. Se puso rígido y comenzó, aunque no tuvo tiempo de acabarlo, el acto de cerrar los ojos. Sintió el golpe de la nieve contra su piel. Después un breve y abrumador peso sobre su pecho, y después nada en absoluto.

Aquel acto final de prohibición sangrienta fue más que suficiente para la multitud. Vieron a aquel hombre muerto desplomarse contra el suelo, si uno podía l amar hombre a aquel manojo de carne sangrante sin cabeza. Después gritos, después lágrimas; después puertas de coches cerrándose de golpe y niños cogiendo sus bicis y preparándose para un viaje de pánico de vuelta a casa, a través de la nieve del anochecer, hacia las luces de Blind Lake.

Una vez que los espectadores se hubieran marchado, fue más fácil para Shulgin el organizar a sus agentes de seguridad. No estaban entrenados para nada así. La mayoría eran guardias nocturnos contratados para mantener a los borrachos y a los niños alejados de los lugares delicados. Algunos eran veteranos retirados; la mayoría no tenía experiencia militar. Y, siendo honestos, pensó Ray, no había mucho que pudieran hacer al í, únicamente establecer un cordón móvil de seguridad alrededor del lento camión y evitar que los pocos civiles que quedaban se cruzaran en su camino. Pero hicieron un buen trabajo.

En quince minutos después de lo sucedido más allá de la verja, el camión negro de transporte se detuvo dentro del perímetro de Blind Lake.

—Es un vehículo de entrega —le dijo Elaine a Chris—, está diseñado para dejar una carga y volver a casa. ¿Lo ves? La cabina se está desenganchando del remolque.

Chris observó la operación casi con indiferencia. Era como si el ataque al automóvil que huía le hubiera quemado los ojos. Allá fuera en la oscuridad, el fuego ya había sido reducido a rescoldos en la nieve húmeda. Una pareja había perdido la vida al í, y habían muerto, o eso le parecía a Chris, para enviar un mensaje a Blind Lake de la forma más categórica posible. «No podéis pasar. Vuestra comunidad se ha convertido en una cárcel».

La cabina del camión giró en dirección opuesta, apartándose con su coraza blindada del contenedor convencional de aluminio que había escudado en su interior. La cabina continuó moviéndose, más rápidamente que como había l egado, de vuelta a través del acceso abierto a lo largo de la carretera hacia Constance. Cuando l egó hasta los restos humeantes del automóvil los empujó fuera de su camino, a un lado de la carretera, como basura inútil.

La puerta de la verja comenzó a cerrarse.

Tan suave como la seda, pensó Chris. Excepto por las muertes.

La carga del contenedor quedaba detrás. El destacamento de seguridad se apresuró a rodearlo, aunque no es que nadie estuviera demasiado ansioso por acercarse.

Chris y Elaine retrocedieron buscando una panorámica mejor. Ray Scutter y el hombre que Elaine había identificado como el jefe de seguridad de Blind Lake sostenían un diálogo. Al final el hombre de seguridad atravesó el cordón y tiró de la barra de la puerta con decisión. Las puertas del contenedor se abrieron de par en par.

Media docena de sus hombres iluminó el interior con sus linternas. El contenedor estaba repleto hasta arriba de cajas de cartón. Chris pudo leer algo de lo que venía escrito en sus laterales.