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Estaba entusiasmada por salir fuera, aunque aquello significara luchar contra su traje de nieve en el pasil o, cálido y sudoroso. La nieve era tan profunda, tan prodigiosa, que sentía la necesidad de verla y sentirla desde más cerca. En una noche, pensó Tess, el mundo más allá de la puerta se había convertido en un sitio diferente y mucho más extraño. Terminó de atarse las botas y salió fuera. El aire no era tan frío como había esperado. Se sentía bien cuando l enaba profundamente sus pulmones de él y después lo dejaba salir de nuevo en bocanadas de humo. Pero la nieve que caía aquella mañana era diminuta y dura, para nada suave. Le mordía la piel de la cara.

Hileras de casas de la ciudad se extendían a su izquierda y a su derecha. En la casa de enfrente, la señora Colangelo estaba despejando su acceso a la carretera. Tess fingió no verla, preocupada porque la señora Colangelo le pidiese ayuda. Pero la señora Colangelo no le prestó atención; parecía inmersa en su tarea, con la cara enrojecida y los ojos entrecerrados, como si la nieve fuera su propio enemigo personal. Nubes blancas saltaban de la hoja de su pala y se dispersaban en el viento.

La nieve amontonada al lado del jardincillo exterior le l egaba a Tessa casi hasta los hombros. Soy pequeña, pensó. Su cabeza se alzaba sobre las dunas de nieve poco más de un metro, haciéndola sentirse no más alta que un perro. El punto de vista de un perro. Se contuvo las ganas de saltar y enterrarse en la blancura. Sabía que la nieve se le metería por el cuello del abrigo y tendría que volver dentro mucho antes.

En lugar de eso caminó junto a la acera a grandes pasos, imitando a los astronautas en la Luna. Habían quitado la nieve de la carretera principal, aunque la recién caída ya formaba una fina sábana sobre el asfalto. Las palas habían apartado tanta nieve a los lados que no se podía ver más al á. El árbol del jardín estaba tan cargado que sus ramas se habían convertido en arcos de catedral. Tess pasó por debajo y se maravilló de estar en una especie de caverna nívea. Podía haber sido un escondrijo perfecto de no ser por el aire helado que se colaba en su traje invernal y le hacía temblar de frío.

Estaba debajo del árbol cuando vio a un hombre caminando por la carretera (las aceras eran impracticables) hacia la casa.

Tess adivinó enseguida que aquel era el huésped. No l evaba mucha ropa de abrigo. El hombre se detuvo para comprobar los semilegibles números cubiertos de nieve de las casas. Caminó hasta que estuvo frente a la casa de Tessa; después sacó las manos de los bolsil os, fue avanzando a duras penas entre los montículos de nieve y se dirigió a la puerta. Tess se acurrucó en la sombra del árbol para que no la pudiera ver. Para cuando llamó al timbre, el hombre tenía nieve hasta las rodillas de sus pantalones vaqueros.

La madre de Tessa abrió la puerta. Le estrechó la mano al extraño. El hombre se sacudió la nieve y entró. La madre de Tessa se quedó durante un momento en la puerta, siguiendo con la mirada las huellas de las pisadas de su hija. Luego la localizó y le apuntó con la mano como si fuera una pistola. «Te tengo, vaquera», solía decirle en ocasiones como aquel a. Aquel a vez vocalizó las palabras sin hablar.

Tess se quedó bajo el refugio del árbol durante un rato. Observó cómo la señora Colangelo acababa de retirar la nieve de su acceso a la carretera. Vio un par de coches bajar por la calle con cuidado, como tanteando la velocidad. Decidió que le gustaban los días nevados de invierno. Cada superficie, incluso la gran ventana de la fachada frontal de su casa, estaba opaca y de una textura más rugosa, nada reflectante. Y en aquella escasez de superficies reflectantes no tenía miedo de ver de repente a la Chica del Espejo.

La Chica del Espejo a menudo posaba como un reflejo de Tess. Tess, sin saberlo, le devolvía la mirada a la Chica del Espejo desde el espejo del baño o del dormitorio, virtualmente indistinguible de su propio reflejo a excepción de los ojos, que eran inquisitivos, acuciantes y entrometidos. La Chica del Espejo hacía preguntas que nadie más podía oír. Preguntas tontas, a veces; en ocasiones preguntas adultas que Tess no sabía responder; a veces preguntas que la hacían sentirse inquieta e incómoda. Precisamente el día anterior la Chica del Espejo le había preguntado por qué las plantas del interior de la casa eran verdes y estaban vivas, mientras las de la cal e eran marrones y no tenían hojas. («Porque es invierno», había dicho Tess, exasperada. «Vete. No creo en ti».)

Pensar en la Chica del Espejo la ponía incómoda.

Comenzó a volver a casa. El césped del jardín que daba a la cal e estaba todavía repleto de zonas de nieve que nadie había pisado. Tess se detuvo y se quitó los guantes. Sus manos estaban ya frías, pero como se iba a meter en casa no le importaba. Las puso sobre la nieve impoluta, del color de una cuartil a en blanco. Las huellas de las manos quedaron impecablemente impresas, como imágenes en un espejo. Simétricas, pensó Tess.

Cuando l egó hasta la puerta oyó voces que provenían de dentro. Voces en alto. La voz enfadada de su madre. Tess entró en casa sin hacer ruido. Cerró con cuidado la puerta a su espalda. Sus botas dejaron caer montoncitos de nieve helada sobre la alfombrilla de entrada. Su gorro de lana de repente le picaba y era incómodo. Se lo quitó y lo tiró al suelo.

Su madre y el huésped estaban en la cocina, fuera de su vista. Tess escuchó cuidadosamente. El huésped estaba hablando.

—Mire, si es un problema para usted…

—Me crea un problema. —La voz de la madre de Tessa sonaba ultrajada y a la defensiva—. ¡Puto Ray…!

—¿Ray? Lo siento… ¿Quién es Ray?

—Mi ex.

—¿Y qué tiene que ver con esto?

—Ray Scutter. ¿El nombre le resulta familiar?

—Obviamente, pero…

—¿Cree que ha sido Ari Weingart el que lo ha enviado aquí?

—Él me dio su nombre y su dirección.

—Las intenciones de Ari son buenas, pero es la marioneta de Ray. Oh, joder. Lo siento. No, ya sé que no comprende lo que está ocurriendo…

—Podría explicarse —dijo el huésped.

Tess comprendió que su madre estaba hablando de su padre. Normalmente cuando eso ocurría no prestaba atención. Como cuando solían pelearse. Se lo sacaba de la cabeza. Pero aquella vez parecía interesante. Aquello tenía que ver con el huésped, que había adquirido un estatus intrigante simplemente por ser el objeto del enfado de su madre.

—No es por usted —dijo la madre de Tessa—. Quiero decir, mire, lo siento, no le conozco de nada… Es tan solo que su nombre circula mucho por ahí.

—Quizás debería irme.

—A causa de su libro. Esa es la razón por la cual Ray lo ha enviado aquí. No es que yo tenga mucha credibilidad en Blind Lake ahora mismo, señor Carmody, y Ray está poniendo lo mejor de sí mismo para acabar con cualquier apoyo que tenga. Si circula la noticia de que usted está viviendo aquí, serviría para confirmar muchas ideas preconcebidas.

—Sería poner juntos a todos los parias.

—Más o menos. Bueno, es extraño. Comprenda, no es que lo odie ni nada, es tan solo…

Tess se imaginó a su madre gesticulando con las manos como diciendo «bueno, ¿qué le vamos a hacer?».

—Doctora Hauser…

—Por favor, llámeme Marguerite.

—Marguerite, todo lo que estoy buscando realmente es alojamiento. Hablaré con Ari y veré si me puede conseguir algo más.

Hubo un largo momento de silencio que Tess asoció con la periódica infelicidad de su madre. Después el a continuó hablando.

—¿Está durmiendo en el gimnasio?

—Sí.

—Aja. Bueno, siéntese. Al menos entrará un poco en calor. Prepararé algo de café, si quiere.

El huésped vaciló.

—Si no es mucha molestia…

Ruido de las sillas de la cocina arrastradas por el suelo. Sin hacer ruido, Tess se sacó las botas y colgó su abrigo de nieve en el armario.