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—¿Tiene mucho equipaje? —preguntó la madre de Tessa.

—Viajo sin mucho a cuestas.

—Lo siento si he parecido hostil.

—Estoy acostumbrado.

—No he leído su libro. Pero una escucha cosas.

—Seguro que escucha montones de cosas. Es la directora de Observación e Interpretación, ¿verdad?

—Del comité interdepartamental.

—¿Y qué es lo que hace Ray para fastidiarla?

—Es una larga historia.

—A veces las cosas no son como uno cree al principio.

—No lo estoy juzgando, señor Carmody. De veras.

—Y yo no estoy aquí para ponerla en una situación difícil.

Otro silencio. Cucharas removiéndose en tazas. Después la madre de Tessa rompió el silencio.

—Es un cuarto en el sótano. Nada maravilloso. Mejor que el gimnasio, sin embargo, supongo. Quizás se pueda quedar aquí mientras Ari le prepara otros posibles alojamientos.

—¿Es una oferta genuina o una oferta por lástima?

La madre de Tessa, que ya no estaba enfadada, se rió un poco.

—Una oferta de culpabilidad, quizás. Pero sincera.

Otro silencio.

—Entonces acepto —dijo el extraño—. Gracias.

Tess entró en la cocina para que la presentasen. Estaba secretamente emocionada. ¡Un huésped! Y uno que había escrito un libro. Era más de lo que había esperado.

Tess le estrechó la mano al huésped, un hombre muy alto que tenía el pelo oscuro y rizado, y era serio y educado. El huésped se quedó tomando el café y charlando con la madre de Tessa hasta casi la puesta del sol, cuando se fue para recoger sus cosas.

—Supongo que tenemos compañía al menos durante un tiempo —le dijo su madre—. No creo que el señor Carmody nos moleste mucho. Quizás no esté aquí durante demasiado tiempo, en cualquier caso.

Tess dijo que le parecía bien.

Jugó en su cuarto hasta la hora de la cena. La cena consistía en espagueti con salsa de tomate enlatada. El camión negro entregaba comida cada semana, y la comida se distribuía por raciones en el supermercado donde la gente compraba antes de la cuarentena. Eso significaba que uno no podía elegir lo que le gustaba. Todo el mundo tenía asignada la misma porción de frutas y verduras, tomate en lata y carne congelada.

Pero a Tess no le importaba comer espagueti. Y había pan con mantequil a y queso, y después peras de postre.

Después de la cena, el padre de Tessa llamó por teléfono. Desde la cuarentena era imposible telefonear o mandar correos electrónicos al exterior, pero todavía existía la comunicación básica a través de los servidores centrales de Blind Lake. Tess cogió la llamada en su propio teléfono, un teléfono de plástico de Mattel sin pantal a y sin mucha memoria. La voz de su padre en el teléfono de juguete sonaba pequeña y lejana. La primera cosa que le dijo fue:

—¿Estás bien?

Preguntaba lo mismo cada vez que llamaba. Tess respondió como siempre hacía.

—Sí.

—¿Estás segura, Tessa?

—Sí.

—¿Qué has hecho hoy?

—Jugar —dijo ella.

—¿En la nieve?

—Sí.

—¿Tuviste cuidado?

—Sí —dijo Tess, aunque no sabía exactamente con qué había que tener cuidado.

—Oí que hoy habéis tenido una visita.

—El huésped —dijo Tess. Se preguntó cómo su padre se había enterado tan rápidamente.

—Sí. ¿Qué te parece tener un huésped?

—Bien. No lo sé.

—¿Te cuida bien tu madre?

Otra pregunta que le resultaba familiar.

—Sí.

—Eso espero. Ya sabes, si hay algún problema por ahí, solo tienes que llamarme. Puedo pasar a recogerte.

—Lo sé.

—En cualquier caso, la próxima semana vuelves a casa conmigo. ¿Puedes esperar otra semana?

—Sí —dijo Tess.

—¿Serás una niña buena hasta entonces?

—Lo seré.

—Llámame si hay algún problema con tu madre.

—Lo haré.

—Te quiero, Tessa.

—Lo sé.

Tess puso el teléfono rosa de nuevo en su bolsillo.

El huésped volvió a la tarde-noche con una bolsa de lona. Dijo que ya había cenado. Se fue al sótano a trabajar un poco. Tess se fue a su cuarto.

El intrincado hielo del alféizar se había derretido durante el día, pero se había vuelto a formar después de la puesta de sol, con nuevas y diferentes simetrías que crecían como un jardín oculto. Tess se imaginó carreteras de cristal, casas de cristal, y criaturas cristalinas viviendo en ellas: ciudades de hielo, mundos de hielo.

Fuera, la nieve había dejado de caer y la temperatura había descendido. El cielo estaba muy despejado, y cuando frotó el hielo para quitarlo pudo ver muchas estrel as de invierno más al á del árbol de ramas caídas por la nieve y las torres del Hubble Plaza.

12

Chris había quedado con Elaine para cenar en el restaurante Sawyer, en la zona comercial. A pesar del racionamiento, Ari Weingart había presionado para mantener abiertos los restaurantes locales como lugares de encuentro, para sostener la moral de la población. Comidas calientes estrictamente al mediodía, tan solo sandwiches después de las tres de la tarde, nada de bebidas alcohólicas, nada de segundos platos, pero tampoco nada de cuentas: como nadie cobraba hubiera sido inútil intentar mantener la economía local sobre la base del dinero en metálico. Le habían dicho al personal que sus salarios les serían pagados en su totalidad cuando acabara la cuarentena, y a los clientes con cambio se les animaba a que dieran propina cuando lo consideran oportuno.

Aquel a tarde Chris y Elaine eran los únicos clientes. La nevada del día anterior había mantenido a la gente en casa. La única camarera que había aparecido era una adolescente que trabajaba a jornada partida, Laurel Brank, que se pasaba la mayor parte del tiempo en una esquina del cuarto leyendo La casa del horror en un lector de bolsillo y picando de una bolsa de Fritos.

—He oído que te han buscado alojamiento —dijo Elaine.

Un frente frío había seguido a la tormenta. El aire era limpio y amargo y el viento había arreciado, volviendo a extender la nieve del día anterior y haciendo vibrar las ventanas del restaurante.

—Estoy metido en medio de algo que no acabo de comprender. Weingart me citó con una mujer que se llama Marguerite Hauser y que vive con su hija en una casa al oeste de la ciudad.

—Conozco el nombre. Ha venido hace poco de Crossbank, dirige Observación e Interpretación. —Elaine había estado entrevistando a todos los altos cargos de Blind Lake. El tipo de entrevistas que Chris tendía a no poder conseguir, dada su reputación—. No he hablado con el a directamente, pero no parece tener muchos amigos.

—¿Enemigos?

—No exactamente enemigos. Es una recién llegada. Todavía es una especie de extraña. El problema con ella es…

—Su ex-marido.

—Eso es. Ray Scutter. Deduzco que fue un divorcio cáustico. Scutter ha estado hablando de el a a sus espaldas. Él no cree que esté cualificada para dirigir un departamento.

—¿Crees que tiene razón?

—No lo sé, pero su historial de trabajo es impecable. Ella nunca ha sido un gran talento como Ray y no tiene las mismas credenciales académicas, pero tampoco se ha equivocado tan espectacularmente como Ray. ¿Conoces el debate sobre inteligibilidad cultural?

—Algunas personas creen que eventualmente comprenderemos Villa langosta. Otros no.

—Si las langostas nos estuvieran observando a nosotros, ¿cuánto de lo que hacemos podrían el os comprender? Los pesimistas dicen que nada, o muy poco. Quizás podrían llegar a entender nuestro sistema de intercambio económico y algo de nuestra biología y tecnología, pero ¿cómo podrían interpretar a Picasso, o el cristianismo, o la guerra de los Boer, o Los hermanos Karamazov, o incluso el contenido emocional de una sonrisa? Pensamos todas nuestras señales para otras personas, y nuestras señales están implicadas en todos los tipos de idiosincrasias humanas, desde nuestra fisiología externa hasta la estructura de nuestro cerebro. Esa es la razón por la cual para hablar de las langostas los investigadores utilizan nomenclaturas tan extrañas como compartición de comida, intercambio económico, construcción de símbolos… Es como los europeos del siglo XIX, cuando intentaban comprender los lazos de parentesco de los Kwakiutl sin aprender su idioma y sin ser capaces de comunicarse con el os. Excepto que los europeos comparten impulsos y necesidades fundamentales con los indios, y nosotros no compartimos nada con las langostas.