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Escuchó el agradable sonido de Marguerite y Tess hablando en voz baja, Marguerite metiendo a su hija en la cama. Una risa. Al rato, Marguerite apareció otra vez en la puerta.

—¿Se ha movido?

La luna se había movido. Las estrel as se habían movido. El Sujeto no.

—No.

—Estoy haciendo un poco de té, si quiere una taza…

—Gracias —dijo Chris—, me gustaría. Yo…

Pero entonces se escuchó el inconfundible sonido de un cristal roto, seguido del agudo y penetrante grito de Tess.

Chris entró en el dormitorio de la niña detrás de Marguerite.

Tess todavía estaba sol ozando con fuerza. Estaba sentada al borde de la cama, con la mano derecha apretando la cintura de su camisón de franela. Había manchas de sangre por el cubrecamas.

El cristal inferior de la ventana del dormitorio estaba roto. Varios fragmentos permanecían en el quicio de la ventana dándole un aspecto de sierra, mientras el aire helado entraba a ráfagas en la habitación. Marguerite se arrodilló junto a la cama, levantando a Tessa para apartarla de los cristales rotos.

—Enséñame la mano —dijo.

—¡No!

—Sí. No va a pasar nada. Enséñame.

Tess giró la cabeza hacia atrás, apretó los ojos y extendió su puño apretado. La sangre se escapaba de entre sus dedos y corría por los nudillos. El camisón estaba manchado de sangre roja fresca. Los ojos de Marguerite se abrieron de par en par, pero apartó con resolución los dedos a Tess para poder ver la herida.

—Tess, ¿qué ha pasado?

La niña tomó aire para responder.

—Me apoyé en la ventana.

—¿Te apoyaste en ella?

—¡Sí!

Chris comprendió que se trataba de una mentira y que Marguerite fingía creerla, como si las dos supieran lo que realmente había sucedido. Que era más de lo que él comprendía. Hizo una bola con una manta y la encajó en el hueco de la ventana.

La sangre seguía manando de la palma herida de la mano derecha de Tessa, como un pequeño lago. Esta vez Marguerite no pudo contener un gemido ahogado de asombro.

—¿Hay restos de cristales en la herida? —dijo Chris.

—No sabría decirlo… No, creo que no.

—Necesitamos hacer un poco de presión en la herida. Y le van a tener que dar unos puntos. —Tess emitió un quejido de alarma—. No pasa nada —le dijo Chris—. Esto mismo le pasó una vez a mi hermana pequeña. Se cayó con un vaso en la mano y se cortó. Más que tú. Después alardeaba de el o. Decía que era la única que no estaba asustada. El médico la curó.

—¿Cuántos años tenía?

—Trece.

—Yo tengo once —dijo Tess, calibrando su coraje contra aquella nueva marca.

—Hay una gasa en el armario del baño —dijo Marguerite—. ¿Podrías traerla, Chris?

Cogió la gasa y un vendaje elástico marrón. A Marguerite le temblaban las manos, de modo que Chris presionó la gasa sobre la palma de la mano de Tessa y le dijo que apretara el puño sobre el a. La gasa se tornó inmediatamente roja.

—Tenemos que llevarla a la clínica —dijo él—. ¿Por qué no me das las l aves del coche? Yo lo iré arrancando mientras tú la vistes.

—De acuerdo. Las l aves están en mi monedero, en la cocina. Tess, ¿puedes venir conmigo? Ten cuidado con los pedazos de cristal del suelo.

Fue dejando manchas de sangre en la moqueta por todas las escaleras.

El centro médico de Blind Lake, un conjunto de oficinas al este del Hubble Plaza, tenía abierto un servicio de urgencia de veinticuatro horas. La enfermera del mostrador observó brevemente a Tess, y después las llevó a una sala de curas. Chris se sentó en recepción y hojeó revistas de viajes de hacía seis meses mientras escuchaba suaves canciones pop procedentes del techo.

Por lo que había visto, la herida de Tessa era de poca gravedad y la clínica estaba equipada para tratarla. Mejor no pensar en qué hubiera ocurrido si la herida hubiese sido más grave. La clínica estaba bien equipada, pero no era un hospital.

Ella se había «apoyado» en la ventana. Pero uno no rompe una ventana como esa solo por apoyarse. Tess había mentido, y Marguerite había reconocido la mentira y había adivinado de qué se trataba. Algo de lo que no había querido hablar delante de un extraño. Algún problema relacionado con su hija, supuso él. Enfado, depresión, trauma postdivorcio. Pero la chica no le había parecido irritable o depresiva cuando había hablado con ella en la cocina. Y recordaba el sonido de su risa fácil desde el dormitorio justo poco antes del accidente.

No es asunto mío, se dijo. Tess le recordaba un poco a su hermana Porcia; había algo de la misma afabilidad inocente en ella, pero eso no cambiaba las cosas. Él había renunciado a dar consuelo a los afligidos y afligir a los que no necesitaban consuelo. No era muy bueno en aquel a materia. Todas sus cruzadas habían terminado mal.

Marguerite salió de la sala de tratamientos temblando y manchada con la sangre de su hija, pero claramente más tranquila.

—Le han limpiado la herida y se la han suturado —le dijo a Chris—. Ha sido muy valiente una vez que ha visto al médico. La historia sobre tu hermana ha ayudado, creo.

—Me alegro.

—Gracias por tu ayuda. La podía haber traído hasta aquí yo misma, pero hubiera sido mucho más complicado. Y Tess se habría asustado más.

—No hay de qué.

—Le han dado un analgésico. El doctor dice que podemos irnos a casa en cuanto le haga efecto. Aunque tendrá que mantener la mano inmóvil durante unos pocos días.

—¿Has telefoneado a su padre?

Marguerite pareció instantáneamente abatida.

—No, pero supongo que debería. Tan solo espero que no sea demasiado cáustico. Ray es… —Se detuvo—. No creo que te interesen mis problemas.

Francamente no, no le interesaban.

—Lo siento —dijo ella, y sacó su teléfono para hablar en una esquina un poco alejada de la sala de espera.

A pesar de sus mejores intenciones, Chris prestó un poco de atención a la conversación. La forma en la que hablaba a su ex-marido era instructiva. Cuidadosamente despreocupada al principio. Explicando el accidente con tranquilidad, entendiéndolo, después dócil ante su respuesta.

—En la clínica —dijo el a finalmente—. Yo… —una pausa—. No. No. —Pausa—. No es necesario, Ray. No. Estás sacando las cosas de quicio. —Larga pausa—. Eso no es cierto. Sabes que no es cierto.

Cortó la comunicación sin decir adiós y se tomó un momento para serenarse. Después cruzó la sala de espera entre hileras de muebles genéricos de hospital con los labios apretados, el cabello desordenado y la ropa manchada de sangre. Había una rígida dignidad en la forma en la que se conducía, un rechazo implícito a lo que fuera que Ray Scutter le hubiera dicho.

—Lo siento —dijo—, pero ¿te importaría salir y arrancar el coche? Iré a recoger a Tess. Creo que estará mejor en casa.

Otra mentira educada, pero con una urgencia soterrada implícita. Él asintió.

En el camino que había entre la clínica y el aparcamiento hacía frío y soplaba el viento. Se alegró de meterse dentro del pequeño coche de Marguerite y encender el motor. El calor comenzó a emanar de los conductos del suelo. La calle estaba vacía, barrida por hileras sinuosas de nieve. Las estrellas todavía estaban brillantes, y en el horizonte del sureste pudo divisar las luces de posición de un distante reactor. De alguna forma los aviones continuaban volando; de alguna forma el mundo todavía seguía adelante con sus tareas.