—Un buen matrimonio del que escapar —dijo Chris.
—No estoy segura de que él crea que se ha terminado.
—La gente puede acabar mal de verdad en situaciones como esta.
—Lo sé —dijo Marguerite—, he oído historias. Pero Ray nunca l egaría a lo físico.
Chris lo dejó estar.
—¿Cómo estaba Tessa cuando le diste las buenas noches?
—Parecía muy dormida. Agotada, la pobre criatura.
—¿Qué crees que ha hecho para romper la ventana?
Marguerite tomó un largo trago de café mientras parecía estudiar la mesa.
—Sinceramente no lo sé. Pero Tess ha tenido algunos problemas en el pasado. Tiene una historia sobre superficies bril antes, espejos y cosas así. Debe de haber visto algo que no le ha gustado.
¿Y atravesó el cristal con la mano? Chris no comprendía, pero resultaba obvio que para Marguerite hablar de aquello resultaba incómodo, y no quería presionarla. Ya había pasado por suficientes trances aquella noche.
—Me pregunto qué estará haciendo el Sujeto. Despierto en Villa langosta.
—Lo dejé todo encendido, ¿no es cierto? —Se levantó—. ¿Quieres echar un vistazo?
La siguió escaleras arriba hasta su despacho. Anduvieron de puntillas al pasar por la habitación donde Tess estaba durmiendo.
El despacho de Marguerite estaba exactamente como lo habían dejado, con las luces encendidas, las interfaces conectadas, la gran pantalla de la pared todavía siguiendo responsablemente al Sujeto. Pero Marguerite dio un respingo cuando vio la imagen.
Era ya de día en UMa47/E. El Sujeto había dejado el mirador y había bajado a una calle a nivel del suelo. El viento de la noche anterior había revestido todas las estructuras que estaban expuestas de una fina capa de arenisca, una fresca textura bajo la enfilada luz del sol.
El Sujeto se acercó a un arco de piedra de cinco veces su altura, caminando en dirección a la salida del sol.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Chris.
—No lo sé —dijo Marguerite—. Pero a no ser que se dé la vuelta, está dejando la ciudad.
13
—Ha telefoneado Charlie Grogan —le dijo Sue Sampel a Ray cuando pasaba a través del despacho exterior. También Dajit Gill, Julie Sook y dos jefes de sección más. Oh, y tiene una cita con Ari Weingart a las diez y con Shulgin a las once, además de…
—Envíeme la agenda del día a mi ordenador con un archivo vinculado —dijo Ray—, y todos los mensajes urgentes. No me pase l amadas. —Despareció en su sancta sanctorum y cerró la puerta.
Bendito silencio, pensó Sue. Acababa con la voz de Ray Scutter.
Sue había dejado una taza de café caliente sobre su escritorio, un tributo a su puntualidad. Muy bien, pensó Ray. Pero él se enfrentaba a un día difícil. Desde que el Sujeto había salido de peregrinación la última semana, los departamentos de interpretación habían caído en un estado de histeria. Incluso los astrozoólogos estaban divididos: algunos de el os querían seguir observando Vil a langosta y elegir otro nuevo Sujeto más representativo; otros (y Marguerite era uno de el os) estaban convencidos de que la conducta del Sujeto era significativa y debían seguirlo hasta su conclusión. El personal de Tecnología y Artefactos temía perder su contexto urbano, pero los astrogeólogos y los climatólogos daban la bienvenida a una larga excursión a través de los desiertos y las montañas. Las divisiones se estaban peleando como verduleras, y en ausencia de los altos cargos directos de Blind Lake o una conexión con Washington, no había una forma clara de resolver el conflicto.
Al final, toda aquel a gente acudiría a Ray para decidir qué línea de actuación seguir. Pero él no quería asumir aquella responsabilidad sin un gran número de consultas. Cualquier decisión que tomara, más pronto o más tarde se vería obligado a defenderla. Quería que la defensa fuera hermética. Necesitaba poder citar nombres y documentos, y si alguno de los partisanos más temperamentales de las divisiones pensaba que estaba esquivando la cuestión, y ya había oído esas palabras circulando por ahí, tanto peor para el os. Les había pedido a todos que prepararan informes refrendando sus posiciones.
Lo mejor era empezar el día del mejor modo posible. Puso una servilleta desplegada sobre su escritorio y abrió el cajón inferior de su escritorio con la l ave.
Desde que comenzó el bloqueo, Ray había estado guardando una reserva de DingDongs bajo l ave en su cajón del escritorio. Era embarazoso reconocerlo, pero resultaba que a él le gustaba la bollería para niños y especialmente le encantaban los DingDongs con su café del desayuno, y podía vivir sin los inevitables comentarios de listillos sobre el polisorbato 80 y las «cero calorías», muchas gracias. Le gustaba ir pelando el frágil envoltorio; le gustaba el olor a azúcar y maicena que hacía flotar en el aire; le gustaba la textura glutinosa del pastelillo y la forma en la que el café caliente acentuaba el suave regusto químico en su paladar.
Pero los DingDongs no estaban incluidos en las entregas semanales del camión negro. Ray había sido lo suficientemente prudente como para comprar todo el inventario remanente de la tienda de comestibles local y de la tienda de conservas y congelados del vestíbulo del Plaza. Había empezado con un par de cartones, pero se le habían acabado hacía mucho. Los últimos seis DingDongs de toda la comunidad en cuarentena de Blind Lake, al menos según las noticias de Ray, descansaban en el cajón de su escritorio. Después de aquel o, nada. Pavo frío. Obviamente, pasar sin el os no lo iba a matar. Pero le enervaba el hecho de que lo hubiera empujado a aquella situación una putada burocrática, aquel interminable y mudo encierro.
Sacó un DingDong del cajón. Cogía solo uno: le quedaban cinco, lo que duraba una semana de trabajo.
Pero todo lo que pudo ver eran cuatro paquetes esperando en las sombras.
Cuatro. Contó de nuevo. Rebuscó con la mano por el cajón. Cuatro.
Debería haber cinco. ¿Habría contado mal?
Imposible. Había registrado la suma en su diario nocturno.
Se sentó inmóvil durante un momento, procesando aquel a información tan desagradable, construyendo una furia sólida y legítima. Luego l amó por el intercomunicador a Sue Sampel y le dijo que entrara en su despacho.
—Sue —dijo cuando apareció en la puerta—, ¿tiene una l ave de mi escritorio?
—¿De su escritorio? —O estaba sorprendida por la pregunta o fingía de forma muy convincente—. No, claro que no.
—Porque cuando vine aquí la gente de mantenimiento me dijo que yo tenía la única llave.
—¿La ha perdido? Deben de tener una llave maestra en alguna parte. O se puede cambiar la cerradura, supongo.
—No, no la he perdido. —Ella retrocedió al oír su voz—. Tengo la l ave justo aquí. Han robado algo.
—¿Robado? ¿Qué han robado?
—No importa qué han robado. En realidad, no era nada de gran relevancia. Lo que importa es que alguien ha accedido a mi escritorio sin mi conocimiento. Seguramente incluso usted puede comprender la importancia del hecho.
Sue miró al escritorio. Ray se dio cuenta, demasiado tarde, de que se había dejado su DingDong de la mañana, sin abrir, sobre la mesa junto a su taza de café. Ella lo miró, y después a Ray, con una expresión en el rostro de «debe-de-estar-bromeando». Sintió cómo la sangre le subía a las mejillas.
—Quizás pueda hablar con el personal de limpieza —dijo Sue.
Ahora, todo lo que Ray quería era que ella desapareciera de allí.