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El atardecer se cerraba sobre el coche como una cortina. Cuánto más limpio no estaría el mundo, pensó Ray, si tan solo contuviese gas, polvo y la resplandeciente estrella de turno, fría pero prístina, como la nieve envolviendo las escasas torres de edificios de Blind Lake. La verdadera lección de Villa langosta, la políticamente incorrecta, era el hecho innombrable pero obvio de que la llamada vida inteligente no era nada más que irracionalidad focalizada, un conjunto de conductas diseñadas por el ADN para producir más ADN, desprovisto de cualquier lógica salvo las esquivas matemáticas de la reproducción. Caos con retroalimentación, z E z2 + c, repetido ciegamente hasta que el universo se hubiera comido y excretado a sí mismo.

Incluyéndome a mí, pensó Ray. Lo mejor era no esconderse de la cáustica verdad. Todo lo que él amaba (su hija) o había amado (Marguerite) no representaba nada más que su participación en una ecuación, no era ni más ni menos cuerdo que las sangrías nocturnas de los aborígenes de UMa47/E. Marguerite, por ejemplo: exteriorizando continuamente códigos genéticos defectuosos, la madre posesiva aunque incapaz, un útero andante exigiendo igualdad ante la ley. Qué rápidamente volvía todavía a su mente. Cada insolencia que Ray sufría era un espejo del odio que ella sentía por él.

La puerta del garaje se abrió cuando detectó aproximarse al coche. Aparcó bajo el resplandor de la luz cenital.

Se preguntó cómo sería liberarse de todos aquel os imperativos biológicos y ver el mundo tal y como era. Para nuestros ojos, horrible, pensó, desolado e implacable; pero nuestros ojos nos mentían, estaban tan esclavizados por el ADN como nuestros corazones y nuestras mentes. Quizás aquello era en lo que se había convertido el O/CBE: un ojo inhumano que revelaba verdades que nadie estaba preparado para aceptar. Tess había vuelto con él aquella semana. La saludó con un «hola» al entrar en casa. El a estaba en la sala de estar, en la silla junto al árbol de Navidad artificial, inclinada sobre sus deberes como un gnomo estudioso.

—Hola —dijo el a con indiferencia.

Ray se detuvo un momento, sorprendido por su amor por ella, admirando la forma en la que su pelo oscuro se rizaba ajustado contra su cráneo. Escribía en la pantalla de un ordenador portátil que traducía sus garabatos infantiles en algo legible.

Se quitó el abrigo y las botas y bajó las persianas, aislándose de la oscuridad nevada.

—¿Has l amado ya a tu madre biológica?

Era un acuerdo que había firmado con Marguerite después del arbitraje de separación, por el cual se estipulaba que Tess llamaría diariamente al padre con el que no estuviese. Tess lo miró con curiosidad.

—¿Mi madre biológica?

¿Había dicho aquel o en voz alta?

—Quiero decir, a tu madre.

—Ya la he llamado.

—¿Te ha dicho algo que te molestara? Ya sabes que si tu madre te causa problemas puedes decírmelo.

Tess se encogió de hombros incómoda.

—¿Estaba el huésped con ella cuando la llamaste? ¿El hombre que vive en el sótano?

Tess se encogió de nuevo de hombros.

—Enséñame la mano —dijo Ray.

No hacía falta ser un genio para saber que los problemas de Tessa en Crossbank habían sido culpa de Marguerite, incluso aunque el mediador en el divorcio no se hubiera dado cuenta de ello. Marguerite había ignorado a Tess consistentemente, había centrado toda su atención en sus amados paisajes marinos extraterrestres. Y Tess había hecho atraer su atención, con una motivación cristalina. El extraño amenazante en el espejo podría haber sido el Sujeto de Marguerite: indirecto, exigente y omnipresente.

Taciturna, con la cabeza baja por la vergüenza, Tess extendió su mano derecha. Le habían quitado los puntos de sutura la semana anterior. Las cicatrices desaparecerían con el tiempo, había dicho el doctor de la clínica, pero en aquel momento tenían un aspecto horrible, nueva piel rosa entre las marcas profundas donde habían estado los puntos. Ray ya había sacado unas pocas fotografías para el caso en que el asunto l egara a los tribunales. Cogió la pequeña mano entre las suyas, asegurándose de que no había rastro de infección. Nada de pequeña vida animal comiéndole la vida a la carne de su hija.

—¿Qué hay para cenar? —preguntó Tess.

—Pollo —dijo Ray, dejándola con sus libros. Pollo congelado en el congelador. Lo sacó de la fría despensa de carne y comenzó a hacerlo en una sartén con aceite vegetal. Le añadió ajo y albahaca, sal y pimienta. El aroma le llenó la boca de saliva. Tess, atraída por el olor, entró en la cocina para verlo cocinar.

—¿Estás preocupada por volver mañana con tu madre?

Tu madre biológica. La mitad de tu todo genético. La mitad menor, pensó Ray.

—No —dijo Tess, y después, casi desafiante—: ¿Por qué siempre me estás preguntando eso?

—¿Hago eso?

—¡Sí! A veces.

—A veces no es siempre, sin embargo. ¿No es cierto?

—No, pero…

—Tan solo quiero que todo te vaya bien, Tess.

—Lo sé. —Derrotada, se giró para irse.

—Eres feliz aquí, ¿no?

—Aquí está bien.

—Porque uno nunca sabe con mamá, ¿no es verdad? Quizás tengas que venir a vivir aquí todo el tiempo, Tess, si algo le sucede a ella.

Tess entrecerró los ojos.

—¿Qué le podría pasar?

—Uno nunca sabe —dijo Ray.

14

Antes de que dejara la ciudad, la vida del Sujeto había sido un repetitivo ciclo de trabajo, sueño y cónclaves de comida. A Marguerite le había recordado con desmayo la idea hindú de los kalpas, el círculo sagrado, el eterno retorno.

Pero aquello había cambiado.

Aquel o había cambiado y el círculo se había convertido en algo diferente: se había convertido en una narración. Una historia, pensó Marguerite, con un principio y un final. Era por eso por lo que era tan importante mantener el Ojo enfocado sobre el Sujeto, a pesar de lo que pensara el sector más cínico de Interpretación. «El Sujeto ya no es representativo», habían dicho. Pero era aquello lo que lo hacía tan interesante. El Sujeto se había convertido en un individuo, algo más que la suma de sus funciones en la sociedad aborigen. Aquel o era claramente el signo de algún tipo de crisis en la vida del Sujeto, y Marguerite no podía soportar la idea de no verla hasta su conclusión.

Aunque acabara con la muerte del Sujeto, si es que l egaba a eso. Y quizás fuese así. Desde un principio tuvo la idea de escribir la odisea del Sujeto, no de forma analítica, sino como había l egado a convertirse: en una historia. No para su publicación, claro. Estaría violando los protocolos de objetividad, dando cabida a todo tipo de antropocentrismos, conscientes e inconscientes. En cualquier caso no era escritora, o al menos no aquel tipo de escritora. Aquello era puramente para su propia satisfacción… y porque el a creía que el Sujeto se lo merecía. Después de todo, era su vida real la que habían invadido. En la privacidad de su escrito, ella le devolvería la dignidad robada.

Comenzó el proyecto en un cuadernillo azul de colegio. Tess estaba dormida (había vuelto de estar con su padre hacía dos días, después de unas Navidades decepcionantes) y Chris estaba en el piso inferior revolviendo la cocina o saqueando su biblioteca. Era un momento precioso, santificado de silencio. Un momento en el que podía llevar a cabo las malas artes de la empatía. Cuando podía admitir libremente que le preocupaba el destino de aquella criatura imposible de conocer, y aun así tan íntimamente conocida.