Los últimos días del Sujeto en la ciudad [escribió Marguerite] fueron molestos y episódicos.
Llegaba a su puesto de trabajo a la hora usual, pero sus cónclaves de comida eran cada vez más breves y descuidados. Bajaba las escaleras hasta el pozo de comida lentamente, y en la tenue luz de los cónclaves nocturnos comía menos cantidad de verdura de la acostumbrada. Empleaba más tiempo raspando la verdura con forma de molde de los muros del pozo húmedo, sorbiendo los restos de sus brazos para la comida.
Normalmente aquel era un momento de intensa interacción social; los pozos estaban abarrotados; pero el Sujeto se colocaba de cara a la pared de piedra, y sus movimientos visuales de señalización (el movimiento de las cerdas, los gestos de la cara) eran mínimos.
Esto también afectaba a sus horas de sueño, lo que a su vez afectaba a las pequeñas criaturas que se alimentaban de su sangre durante la noche.
El lugar que ocupan estos animales que viven en los muros dentro de la cultura o la ecología del Sujeto todavía no está bien explicado. Quizás sean parásitos, pero como están universalmente tolerados se parecen más a algún tipo de simbiontes, o incluso a una fase del ciclo reproductivo. Quizás su alimentación estimule respuestas inmunológicas deseables, o al menos es una de las teorías. Poco antes de su marcha, sin embargo, el cuerpo dormido del Sujeto parecía repeler a los chupadores. Probaban su sangre, se alejaban, después volvían a intentarlo de nuevo con el mismo resultado. Mientras tanto, el Sujeto no descansaba bien y se movía varias veces durante la noche, de una forma peculiar en él.
Pasó la última noche en la ciudad en una vigilia sobre un mirador exterior de la torre comunal donde vivía. Era tentador leer tanto soledad como resolución en aquella conducta [prohibido pero tentador, pensó Marguerite]. La vida del Sujeto había cambiado claramente, y quizás no para mejor. Después dejó la ciudad.
Pareció una decisión espontánea. Dejó su guarida, dejó su torre y caminó directamente a través del acceso este de la ciudad aborigen hacia la clara mañana azul. A la luz del sol su gruesa piel relucía como cuero cepil ado. El Sujeto era una roja sombra oscura en la mayor parte de su cuerpo, un rojo oscuro que se fundía con negro en las articulaciones principales, y su cresta dorsal amarilla sobresalía como una corona l ameante mientras caminaba.
La ciudad estaba rodeada de una enorme superficie de tierra cultivada. Canales y acueductos l evaban el agua para irrigar desde las montañas nevadas del norte hasta aquellos campos.
El sistema perdía enormes cantidades de agua por evaporación en el seco y poco denso aire, pero la cantidad que quedaba era suficiente para abastecer las necesidades de kilómetros de avenidas de plantas suculentas. Las plantas eran de piel gruesa, de color verde oliva, y se dividían en pocos tipos básicos similares. Sus tal os eran robustos, las hojas tan anchas como platos y tan gruesas como una tortilla. Eran más altas que el Sujeto, y a medida que andaba lo iban cubriendo con sombras de todo tipo. El Sujeto siguió la carretera de tierra, una ancha avenida recorrida de zanjas de drenaje y cultivos verdes de verano. No desarrol ó ninguna interacción social ni con los trabajadores de los campos, manchados de savia, ni con los caminantes que circulaban a pie a lo largo del camino. Poco antes de dejarla ciudad, dio un rodeo por una parcela de terreno donde fue ignorado por unos labradores mientras arrancaba varias hojas enormes de una planta madura, las envolvía en una hoja más grande y fina, y las metía en una pequeña bolsa en su bajo abdomen. ¿Se va de acampada? ¿O son provisiones para un largo viaje?
Durante gran parte de la mañana se vio obligado a caminar a lo largo del margen menos transitado de la carretera, fuera de la dirección del tráfico. De acuerdo con los mapas planetarios que se habían confeccionado antes de que el O/CBE se centrara en un único Sujeto, aquel camino discurría hacia el este, hasta las tierras durante casi cien kilómetros, viraba al norte a través de una línea de bajas montañas (colinas de rango más alto) y volvía hacia el este de nuevo, después de unos pocos cientos de kilómetros de praderas altas de escasa vegetación, hasta l egar a otra ciudad aborigen, la todavía sin bautizar latitud 33°, longitud 42°. 33/42 era una ciudad más pequeña que la del Sujeto, pero con la que se mantenía un patrón establecido de intercambio.
Grandes camiones pasaban en ambas direcciones, enormes plataformas equipadas con motores simples pero refinados y efectivos, conducidos sobre inmensos rodillos sólidos en lugar de ruedas. [Este podría ser un ejemplo de eficiencia aborigen. Los camiones mantienen prensada la tierra de los caminos simplemente al conducir sobre el os.] Y había mucho tráfico a pie, parejas, tríos y grandes conglomerados de individuos andando como patos. Pero ningún otro solitario. ¿Implicaba un viaje único un destino único?
Para el mediodía, el Sujeto alcanzó el límite de las tierras agrícolas. El camino se hacía más ancho mientras los muros de plantas suculentas iban quedando atrás. El horizonte era desolado y plano frente a él, y montañoso en el norte. Las montañas resplandecían trémulas en ondas de creciente calor. Cuando el sol alcanzó su cénit, el Sujeto se detuvo para comer. Dejó el camino y anduvo unos cientos de metros hasta la sombra de una formación de grandes piedras basálticas, donde orinó copiosamente sobre el suelo arenoso, trepó a uno de los pedestales rocosos y se quedó inmóvil con el cuerpo orientado en dirección norte. La atmósfera entre el Sujeto y las montañas era blanca por el polvo suspendido, y los picos nevados parecían cernirse sobre la depresión desértica.
Podía estar descansando, o quizás había estado calibrando el aire o planeando la próxima etapa de su viaje. Estuvo inmóvil durante casi una hora. Después volvió al camino y retomó su viaje, deteniéndose para beber de una acequia junto al camino.
Caminó con paso lento durante toda la tarde. Cuando cayó la noche, había dejado atrás todo rastro de cultivo (viejos campos en barbecho, canales de irrigación l enos y oscurecidos por la arena traída por el viento) y entró en la depresión desértica entre las montañas del norte y el distante mar del este. El tráfico de la carretera circulaba durante las horas diurnas, y hacía tiempo que había dejado atrás al último camión de la jornada. Estaba solo, y su paso se fue aminorando conforme la noche se acercaba. Era una tarde- noche inusualmente clara. Una rápida y pequeña luna se deslizó por el horizonte del este, y el Sujeto buscó un lugar para dormir.
Exploró durante algunos minutos hasta que encontró una pequeña vaguada arenosa a sotavento, al pie de una formación rocosa. Se acurrucó en ella casi en postura fetal, con la zona ventral protegida del aire frío. Su cuerpo se fue hundiendo poco a poco en su catatonia nocturna habitual.
Cuando la luna había cruzado tres cuartas partes del firmamento, varias pequeñas criaturas insectiles surgieron de una madriguera oculta en la arena. Se acercaron al Sujeto inmediatamente, atraídas por su olor, quizás, o por el ritmo de su respiración. Eran más pequeñas que los simbiontes nocturnos de su ciudad nativa. Tenían unas protuberancias torácicas distintas, y se movían con dos grupos extras de patas. Pero se alimentaban de la misma forma, y sin vacilación, de las tetillas de sangre del Sujeto.
Todavía estaban al í (saciadas, quizás) cuando el Sujeto se despertó con la primera luz de la mañana. Algunas de el as todavía colgaban de su cuerpo cuando se incorporó. Cuidadosamente, con fastidio, el Sujeto las fue cogiendo y arrojando lejos de él. Las criaturas que había lanzado permanecieron inmóviles, pero sin haber recibido daño alguno hasta que el sol calentó sus cuerpos; entonces regresaron a su madriguera en la arena, con la cola en forma de abanico oscilando de un lado de otro, hasta desaparecer.