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El Sujeto continuó por el camino.

Cuando echó un vistazo a su primera entrada, Marguerite no quedó satisfecha con lo que había escrito.

No porque fuera incorrecto, aunque por supuesto lo era. Era ultrajosa, deliciosamente incorrecto. Errores de atribución por doquier. Los científicos sociales estarían horrorizados. Pero estaba cansada de la objetividad. Su propio proyecto, su proyecto privado, era ponerse en el lugar del Sujeto. ¿Cómo se entendían los seres humanos unos a otros? «Míralo desde mi punto de vista», solía decir la gente. O, «yo en tu lugar…». Era un acto de imaginación tan común que resultaba invisible. A las personas que no podían hacerlo, ose negaban, se las llamaba psicóticas o sociópatas.

Pero cuando miramos a los aborígenes, pensó Marguerite, se supone que tenemos que fingir indiferencia. Con una reserva de austeridad casi puritana. ¿Estoy corrompida si admito que me importa que el Sujeto viva o muera?

La mayoría de sus colegas diría que sí. Marguerite se entretenía con la idea herética de que quizás estuviesen equivocados.

Aun y todo, había algo que se echaba de menos en la narración. Era difícil saber qué decir, o, especialmente, cómo decirlo. ¿Para quién estaba escribiendo? ¿Para sí misma, o tenía un público en mente?

Había pasado un par de semanas desde que el Sujeto había dejado la ciudad, la época cuando Tess se había cortado la mano tan aparatosamente. Si seguía con aquello, habría mucho más por escribir. Marguerite estaba sola en su estudio, inclinada sobre su cuaderno de notas, pero al pensar en Tess alzó la cabeza, comprobando los sonidos nocturnos de la casa.

Chris todavía estaba despierto en el piso inferior. El huésped se había creado su propio espacio en la casa. Dormía en el sótano, estaba fuera la mayor parte del día, cenaba al anochecer en el Sawyer y utilizaba la cocina y el cuarto de estar principalmente cuando Tessa se iba a la cama. Su presencia no resultaba incómoda, en ocasiones era incluso reconfortante. (Allí: el sonido de la puerta del frigorífico cerrándose, el ruido de un plato.) Chris siempre parecía estresado cuando trabajaba, como un hombre que luchara desesperadamente por volver a capturar un hilo de pensamiento perdido. Pero normalmente trabajaba sin cesar hasta altas horas de la madrugada.

Y había sido una ayuda con Tess. Más que una ayuda. Chris no era uno de aquellos adultos que trataba a los niños con condescendencia, o intentaba impresionarlos. Parecía estar cómodo con Tess, hablaba con ella con libertad, no se ofendía por sus silencios ocasionales o sus enfados. No había hecho un gran alboroto de los problemas de Tessa.

Incluso Tess parecía un poco más feliz con Chris en la casa.

Pero el accidente de la mano la preocupaba. Al principio Tess decía únicamente que se había apoyado en la ventana haciendo demasiada fuerza, pero Marguerite la conocía mejor: una ventana de noche, en una habitación con luz, era tan buena como un espejo.

Y no era el primer espejo que Tess había roto.

Había roto tres en Crossbank. El terapeuta había hablado de «rabia inexpresada», pero Tess nunca había descrito a la Chica del Espejo como algo hostil o amenazante. Rompía los espejos, decía, porque estaba cansada de que la Chica del Espejo apareciera sin previo aviso («me gusta verme a mí cuando me miro en el espejo»). La Chica del Espejo era entrometida, a menudo inoportuna, frecuentemente molesta, pero algo menos que una pesadilla en toda regla.

Era la sangre lo que la había asustado mucho más aquella vez.

Marguerite le había preguntado sobre todo ello al día siguiente de volver de la clínica. El analgésico había dejado a Tess un poco adormilada y se pasó toda la tarde en la cama, echando un vistazo ocasional a un libro pero demasiado cansada para leer durante mucho tiempo. Marguerite se sentaba al lado de su cama.

—Creía que habíamos acabado con todo esto —dijo ella—. Con el romper cosas.

No era un tono acusador. Tan solo curioso.

—Me apoyé en la ventana —repitió Tess, pero debía haber sentido el escepticismo de Marguerite, porque suspiró y añadió en voz más baja—: Me cogió por sorpresa.

—¿La Chica del Espejo?

Asintió.

—¿Ha vuelto últimamente?

—No —dijo Tess. Después—: No mucho. Eso es por lo que me cogió por sorpresa.

—¿Has pensado en lo que el doctor Leinster te dijo en Crossbank?

—La Chica del Espejo no es real. Ella es como una parte de mí que no quiero ver.

—¿Crees que eso es cierto?

Tess se encogió de hombros.

—¿Bueno, qué es lo que piensas de verdad?

—Pienso que, si no quiero verla, ¿por qué continúa volviendo?

Una buena pregunta, pensó Marguerite.

—¿Todavía se parece a ti?

—Es exacta a mí.

—Entonces, ¿cómo sabes que es el a?

Tess se encogió de hombros.

—Sus ojos.

—¿Qué pasa con sus ojos?

—Demasiado grandes.

—¿Qué es lo que quiere, Tess? —Esperaba que su hija no captara el tono de ansiedad de su voz. El nudo en su garganta. Algo va mal con mi niña. Mi bebé.

—Creo que solo quiere que preste atención.

—¿A qué, Tess? ¿A el a?

—No, no tan solo a ella. A todo. A todo, todo el tiempo.

—¿Recuerdas lo que el doctor Leinster te enseñó?

—Tranquilizarme y esperar que desapareciera.

—¿Todavía funciona?

—Supongo. A veces se me olvida.

El doctor Leinster le había dicho a Marguerite que los síntomas de Tessa eran inusuales pero se acercaban mucho al tipo de ilusiones sistemáticas que apuntaban a la esquizofrenia. Nada de cambios drásticos de humor, nada de conducta agresiva, buena orientación en tiempo y espacio, afecto emocional un poco inexpresivo pero no fuera de la escala, conocimiento razonable del problema propio, ninguna señal obvia de desequilibrio neuroquímico. Toda aquel a mierda psiquiátrica, que al final se reducía al banal veredicto del doctor Leinster: seguramente se le pasará con el tiempo.

Pero el doctor Leinster no había tenido que lavar el pijama de Tessa empapado de sangre.

Marguerite volvió la mirada a su diario. Su relato ilícito. Todavía no estaba actualizado: no había escrito nada sobre las ruinas de la carretera del este, por ejemplo… Pero era suficiente por aquella noche.

Vio que las luces todavía ardían escaleras abajo. Chris estaba en la cocina comiendo tostadas de centeno y hojeando el ejemplar de septiembre del Astrological Review, reclinado en una silla y apoyando sus pies sobre otra.

—Tan solo he bajado a por una copa antes de dormir —dijo Marguerite—. Haz como si no estuviera.

Zumo de naranja y un poco de vodka, que se tomaba siempre que se sentía demasiado cansada para dormir. Como aquella noche. Sacó una tercera sil a de debajo de la mesa y puso sus pies calzados con zapatillas sobre la misma silla que Chris.

—¿Un día duro? —preguntó ella.

—He tenido otra entrevista con Charlie Grogan en el Ojo —dijo Chris.

—¿Cómo se está tomando Charlie todo esto?

—¿El bloqueo? No le preocupa mucho, aunque dice que estos días está alimentando a Boomer a base de ternera. No hay comida para perros en los camiones. Lo que le preocupa principalmente es el Ojo.

—¿Qué pasa con el Ojo?

—Han tenido otro pequeño aluvión de averías mientras yo estaba al í.

—¿En serio? No he recibido un informe al respecto.

—Charlie dice que son los mismos achaques de siempre, pero que están sucediendo más a menudo últimamente. Subidas de tensión y componentes que se desajustan. Yo creo que lo que realmente le molesta es la posibilidad de que alguien desconecte el interruptor. Lleva cuidando tanto tiempo de los O/CBE que casi se han convertido en hijos suyos.