—Eso son cosas que se dicen por decir —dijo Marguerite—, todo aquello de que van a desconectar el Ojo. —Pero no le sonó convincente ni a sí misma. Hizo un torpe intento por cambiar de tema—. Normalmente no hablas mucho de tu trabajo.
Ya se había terminado la mitad de la bebida y sentía el alcohol atravesando su cuerpo ridículamente pronto. Se sentía somnolienta, se sentía temeraria.
—Intento dejaros en paz a ti y a Tess —dijo Chris—. Estoy muy agradecido de estar aquí. No quiero amargar a nadie con mis problemas.
—No pasa nada. Nos conocemos desde hace, ¿cuánto, más de un mes ya? Pero estoy convencida de que lo que la gente dice de tu libro no es cierto. No me pareces deshonesto ni vicioso.
—¿Deshonesto y vicioso? ¿Eso es lo que dice la gente?
Marguerite se sonrojó.
Pero Chris estaba sonriendo.
—Ya lo había oído antes, Marguerite.
—Me gustaría leer el libro en alguna ocasión.
—Nadie puede descargarlo desde el bloqueo. Quizás eso me favorezca. —Su sonrisa parecía menos convincente—. Puedo darte un ejemplar.
—Te lo agradecería.
—Y yo agradezco tu voto de confianza. ¿Marguerite?
—¿Qué?
—¿Qué te parece si me concedes una entrevista? Sobre Blind Lake, el bloqueo, sobre cómo te sientes…
—Oh, Señor. —No era lo que había esperado que le dijera. Pero ¿qué había esperado?—. Bueno, esta noche no.
—No, esta noche no.
—La última vez que me entrevistó alguien fue en un trabajo del instituto. Sobre mi proyecto de ciencias.
—¿Un buen proyecto?
—Matrícula de honor. Una beca como premio. Todo sobre ADN mitocondrial, de cuando pensaba que quería ser experta en genética. No está nada mal para la hija de un clérigo. —Bostezó—. Tengo que irme a dormir.
Impulsiva, o quizás se pudiera decir «alcohólicamente», Marguerite puso la mano sobre la mesa, con la palma hacia arriba. Era un gesto que él podía ignorar razonablemente. Y sin dolor si lo hacía.
Chris miró la mano, quizás unos pocos segundos de más. Después la cubrió con la suya. ¿Con convencimiento? ¿A regañadientes?
A el a le gustó sentir la mano de él sobre la suya. Ningún hombre adulto le había cogido de la mano después de que dejara a Ray, ni Ray era muy propenso a hacerlo. Descubrió que no podía mirar a Chris a los ojos. Dejó que el momento se prolongara; después retiró la mano, sonriendo con timidez.
—Tengo que irme —dijo ella.
—Que duermas bien —respondió Chris Carmody.
—Tu también —le dijo ella, preguntándose dónde se estaba metiendo.
Antes de irse a dormir, echó un último vistazo a la proyección en directo del Ojo.
No estaba pasando gran cosa. El Sujeto continuaba con su odisea de dos semanas. Había avanzado bastante por el camino del este, andando sin parar otra mañana. Su piel se iba haciendo mate conforme pasaban los días, pero aquello probablemente era debido al polvo ambiental. No había habido l uvia desde hacía meses, pero aquello era típico del verano en aquellas latitudes.
Incluso el sol parecía más tenue, hasta que Marguerite se dio cuenta de que la neblina era inusualmente densa aquella mañana, y particularmente densa en dirección noreste, casi como si se estuviera acercando una tormenta. Podría consultar a Meteorología sobre aquello, pensó. Mañana.
Finalmente, antes de irse a la cama, echó un vistazo a la habitación de Tessa.
Tess estaba profundamente dormida. El hueco que había dejado el cristal de la ventara junto a su cama todavía estaba cubierto por el plástico y la chapa de madera que había colocado Chris, y el cuarto estaba confortablemente cálido. Feliz ausencia de espejos. Ningún sonido excepto la respiración tranquila de su hija.
Y en el silencio de la casa Marguerite se dio cuenta, de repente, de para quién estaba escribiendo su narración. No para sí misma. Ciertamente no para otros científicos. Y no para el público en general.
La estaba escribiendo para Tess.
El descubrimiento la l enó de energía; desterró la posibilidad de dormir. Volvió a su estudio, encendió la lámpara de su despacho y cogió de nuevo el cuaderno de notas. Lo abrió y comenzó a escribir.
Hace más de cincuenta años, en un planeta tan lejano que ningún ser humano podía jamás esperar visitar, había una ciudad de roca y arenisca. Era una ciudad tan enorme como cualquiera de nuestras grandes ciudades, y sus torres se alzaban altas en el aire seco y poco denso de aquel mundo. La ciudad estaba construida sobre una llanura polvorienta, rodeada por altas montañas cuyos picos estaban nevados incluso durante el largo verano. Allí vivía alguien, alguien que no era un ser humano pero sí una persona a su propio modo, muy diferente de nosotros pero muy parecido en muchas cosas. El nombre que le dimos fue «Sujeto»…
15
Sue Sampel estaba empezando a disfrutar de nuevo de sus fines de semana a pesar del bloqueo continuado.
Durante un tiempo había sido la cara y la cruz de una moneda: tenía cosas para hacer los días de entre semana, pero se veían empañados por las rabietas y las rarezas de su jefe; los sábados y domingos eran lentos y melancólicos porque no podía coger el coche y conducir hasta Constance a tomar algo. Al principio pasaba fumada todo el fin de semana, hasta que su reserva personal de María se fue acabando (otro producto que los camiones negros no distribuían). Después pidió prestadas a otra empleada de personal de apoyo del Plaza unas cuantas novelas de Tiffany Arias, cinco libros gordos sobre una enfermera en tiempo de guerra en Shiugang, dividida entre su amor por un piloto de vigilancia aérea y su romance secreto con un traficante de armas aficionado a la bebida. A Sue los libros no le parecían mal, pero sin embargo eran un pobre sustituto del cannabis Green Girl Canadian Label (que regularmente, pero de forma ilegal, importaba del Protectorado Económico del Norte), del que conservaba cincuenta gramos en una lata de gal etas dentro de un cajón de calcetines.
Después apareció Sebastian Vogel en la puerta de su casa, con una nota de Ari Weingart y una maleta marrón desgastada.
A primera vista no parecía muy prometedor. Mono, quizás, de una forma similar a la de los duendecillos de Navidad, rondando los sesenta, un poco fondón, con una franja de cabello gris rodeando su brillante cabeza calva, una barba poblada de color rojo y gris. Era patentemente tímido (se le trabó la lengua cuando se presentó), y aún peor: Sue tuvo la impresión de que se trataba de algún clérigo o sacerdote retirado. Él prometió «no ser un problema en absoluto», y el a se temió que aquel o fuera a ser probablemente cierto.
Le preguntó por él a Ari al día siguiente. Ari le dijo que Sebastian era un académico retirado, no un sacerdote, y que era uno de los tres periodistas que se habían quedado atrapados en Blind Lake. Sebastian había escrito un libro titulado Dios & el vacío cuántico (Ari le entregó un ejemplar). El libro era bastante más árido que una novela de Tiffany Arias, pero considerablemente más sustancial.
Aun y todo, Sebastian Vogel no fue mucho más que una presencia silenciosa en la casa hasta la noche en la que la encontró haciéndose un porro en la mesa de la cocina.
—Oh, yo… —dijo Sebastian desde la puerta.
Era demasiado tarde para esconder la lata de gal etas o el papel de fumar. Con culpabilidad, Sue intentó hacer un chiste de aquello.
—Hum —dijo ella—, ¿quieres acompañarme?
—Oh, no, no puedo…
—No, lo entiendo perfectamente…