Su teléfono comenzó a sonar en el interior de su mochila, en el suelo a sus pies, y Tess se sentó de golpe. Un trago de zumo de naranja se equivocó de camino. Hurgó en la mochila y sacó el teléfono, contestando con voz seca.
—Tessa, ¿eres tú?
Su padre.
Asintió con la cabeza, lo que era inútil, después contestó.
—Sí.
—¿Va todo bien?
Le aseguró que estaba bien. Papá siempre quería saber si estaba bien. Algunos días se lo preguntaba más de una vez. Para Tess aquello siempre sonaba como «¿cuál es el problema contigo? ¿Hay algo que no va bien?». Nunca tenía una respuesta para aquel o.
—Hoy voy a trabajar hasta tarde —dijo él—, no puedo llevarte con mamá. Tienes que llamarla tú para que te pase a recoger.
Aquel a era la noche en la que se mudaba a la casa de su madre. Tess tenía un cuarto en cada casa. Uno pequeño y ordenado en la de su padre. Uno grande y desordenado en la de su madre. Tendría que recoger las cosas del colegio para ir a casa de su madre.
—¿No puedes l amarla tú?
—Es mejor si lo haces tú, cariño.
Ella volvió a asentir con la cabeza. Después volvió a hablar.
—De acuerdo.
—Te quiero.
—Yo también.
—Ánimo.
—¿Qué?
—Te llamaré todos los días, Tess.
—Bien —dijo Tess.
—No olvides llamar a tu madre.
—No lo haré.
Con voz responsable y sin distraerse por el panel en blanco del video, Tess se despidió y después dijo «mamá» al auricular. Después de una pausa salpicada de sonidos como de insectos, su madre descolgó el teléfono.
—Papá dice que tienes que recogerme.
—Eso dice, ¿eh? Bueno. ¿Estás en su casa?
A Tess le gustaba el sonido de la voz de su madre incluso a través del teléfono. Si la voz de su padre era como un trueno distante, la de su madre era como la lluvia de verano: tranquilizadora incluso siendo triste.
—Trabaja hasta tarde —explicó Tess.
—De acuerdo con su parte del trato se supone que tiene que llevarte él. Yo también tengo trabajo que hacer.
—Supongo que puedo caminar —dijo ella, aunque no hizo ningún esfuerzo para ocultar su decepción. Le costaría media hora larga l egar a la casa de su madre, pasando al lado de la cafetería y del grupo de adolescentes que se reunía allí, y a los que les había dado por llamarla Espás por su forma de girar la cabeza espasmódicamente para evitar sus miradas.
—No —respondió su madre—, se está haciendo tarde ya… Tan solo recoge tus cosas. Estaré allí en, oh, supongo que en unos veinte minutos o así. ¿Vale?
—Vale.
—Quizás podamos comprar algo de comida rápida por el camino.
—¡Muy bien!
Después de que volviera a dejar su teléfono en la mochila, Tess se aseguró de que llevaba todo lo que necesitaba para ir a casa de su madre: sus cuadernos de notas y libros de texto, por supuesto, pero también sus camisetas y blusas preferidas, su mono de felpa, su conexión-biblioteca, su luz nocturna personal. No le l evó mucho tiempo. Después, sin parar un momento, lo dejó todo en el vestíbulo y salió afuera a mirar la puesta de sol.
Lo que tenía de bueno la casa de su padre era la vista del páramo. No era una vista espectacular, no había nada melodramático como montañas o valles o algo así, pero se podía extender la vista sobre una gran franja de pradera que iba ascendiendo hasta la carretera de Constance. El cielo parecía inmenso desde al í, sin ningún tipo de límite excepto la verja que rodeaba Blind Lake. Los pájaros vivían en las hierbas altas más allá del césped pulcramente cortado, y en ocasiones rompían a volar en bandadas hacia el cielo enorme y limpio. Tess no sabía qué tipo de aves eran aquel as, no tenía un nombre para ellas. Eran muchas, pequeñas y marrones, y cuando recogían sus alas volaban como dardos.
Las únicas cosas fabricadas por seres humanos que Tess podía ver desde el jardín trasero de su padre, siempre y cuando apartara la vista de la hilera mecánica que formaban las casas adyacentes, eran la verja, la carretera que conducía a través de las colinas hasta Constance y la garita de los guardias en la entrada del complejo. Observó un autobús saliendo de Blind Lake, uno de los autobuses que l evaban a los trabajadores del turno de día a sus casas, muy lejos. A la luz del atardecer, las ventanas del autobús eran cálidas por su tono amarillo.
Permaneció de pie observando en silencio. Si su padre hubiera estado al í, la habría llamado entonces para volver a la casa. Tess sabía que a veces se quedaba mirando a las cosas durante demasiado tiempo. A las nubes o a las colinas o, cuando estaba en el colegio, a través de la ventana impoluta al campo de fútbol donde las blancas porterías medían el paso del tiempo con sus sombras. Hasta que alguien la l amaba de vuelta al mundo real. «¡Despierta, Tessa! ¡Presta atención!». Como si hubiera estado dormida. Como si no hubiera estado prestando atención.
En ocasiones como aquel a, con el viento agitando la hierba y envolviéndola como una mano enorme y fría, sentía que el mundo era una segunda presencia, como si fuese otra persona, como si el viento y la hierba tuviesen voces propias y ella las pudiera oír hablar.
El autobús de ventanas amarillas se detuvo en la distante garita. Un segundo autobús esperaba tras él. Tess esperó a que el guardia los dejara pasar con un movimiento de la mano. Casi mil personas trabajaban por la mañana en Blind Lake, recepcionistas, personal de apoyo y la gente que l evaba las tiendas. Y el guardia siempre los dejaba marchar con un movimiento de la mano.
Aquel a noche, sin embargo, los autobuses se detuvieron y permanecieron detenidos.
—Tess —le dijo el viento. Lo que le hizo recordar a Tess a la Chica del Espejo, y todos los problemas que le había causado en Crossbank…
—¡Tess!
Dio un salto involuntariamente. La voz había sido real. Era su madre.
—Lo siento si te he asustado.
—No pasa nada.
Tess se dio la vuelta y se alegró y se sintió más segura por la imagen de su madre atravesando el amplio y limpio césped. La madre de Tessa era una mujer alta, con el largo pelo castaño ladeado sobre el rostro, la falda larga hasta los tobillos sacudida por el viento. El sol poniente lo volvía todo de un suave rojo: el cielo, las casas de la ciudad, el rostro de su madre.
—¿Tienes tus cosas?
—Junto a la entrada.
Tess vio que su madre miraba a lo lejos hacia la distante carretera. Otro autobús se había unido a los otros dos, y ahora los tres permanecían inmóviles junto a la garita.
—¿Pasa algo raro con la valla? —dijo Tess.
—No lo sé. Seguro que no es nada. —Pero frunció el ceño y se quedó observando durante un momento. Después cogió a Tess de la mano—. Vámonos a casa, ¿de acuerdo?
Tess asintió, súbitamente necesitada del calor de la casa de su madre, del olor a ropa recién lavada y a comida rápida, de la seguridad de los pequeños espacios cerrados.
3
El campus del Laboratorio Nacional de Blind Lake, sus despachos científicos y oficinas administrativas, sus almacenes de suministros y sus puntos de venta al por menor habían sido construidos sobre una casi imperceptible colina prácticamente sin pendiente de una antigua tobera glacial. Desde el aire se asemejaba a cualquier otra nueva comunidad suburbana, con la única particularidad de su situación de aislamiento, conectada al mundo por una única carretera de doble carril. En su centro, junto a una franja alargada parcialmente cerrada de tiendas, conocida como «zona comercial», había un anillo de edificios de hormigón de diez plantas, el Hubble Plaza. Aquellas eran las instalaciones donde se realizaba el trabajo de interpretación de Blind Lake. El Plaza, con sus estrechas ventanas espejadas y su jardín interior cubierto de hierba, era el cerebro de todo el complejo. El corazón estaba a kilómetro y medio al este de la ciudad, en una estructura subterránea desde la cual dos torres refrigeradoras se alzaban entre el frágil aire otoñal.