Tess todavía era un misterio para Chris. Le recordaba a su hermana Porcia en muchos aspectos (probablemente demasiados), su obstinación, su imprevisibilidad, sus cambios de humor. Pero Porry había sido una parlanchína, especialmente cuando se entusiasmaba por algo nuevo. Tess solo hablaba de forma esporádica.
Estuvo callada durante los primeros cinco minutos del trayecto, pero al parecer ella también había estado pensando en Porcia.
—¿Tu hermana fue alguna vez a tirarse en trineo? —preguntó.
Desde el episodio de la ventana, Tess le había pedido que le contara algunas historias sobre Porcia. Tess, hija única, parecía fascinada por la idea de tener a Chris como hermano mayor, algo menos que un padre, más que un amigo. Parecía creer que Porcia había l evado una existencia mágica. No era cierto. Porcia estaba enterrada en un l uvioso cementerio de Seattle, víctima de la peor enfermedad del adulto en su forma más aguda. Pero no le iba a contar aquello a Tess, por supuesto.
—No nevaba mucho cuando éramos pequeños. Lo más parecido a tirarnos en trineo que hicimos era resbalar por la nieve en una pequeña elevación de las montañas.
—¿A Porcia le gustaba?
—Al principio no. Al principio estaba bastante asustada. Pero después de un par de veces vio que era divertido.
—Creo que le gustaba —dijo Tess—, solo que le daba frío.
—Es cierto, a el a no le gustaba mucho el frío.
Elaine le había acusado de estar «cuidando la casa» en casa de Marguerite. Se preguntó si era cierto. En las últimas semanas había llegado a formar parte importante del universo de Marguerite y Tessa Hauser, casi a pesar de sí mismo. No, aquello no era cierto; no a pesar de sí mismo; él había elegido el camino conscientemente. Pero el camino había acabado por ser un viaje no planeado.
Todavía no se había acostado con Marguerite, pero de acuerdo con cada señal que podía leer, era allí donde el viaje lo estaba l evando. Y no se trataba de una limpia ganga temporal, un plan de una noche o un romance de bloqueo explícito, el intercambio de calor por calor sin promesas hechas o implícitas. No, las apuestas eran mucho, mucho más altas.
¿Quería eso?
Le gustaba Marguerite, le gustaba todo lo que tenía que ver con ella. Cada conversación nocturna (y últimamente habían tenido muchas) lo había conducido más cerca de ella. El a contaba sin complejos muchas historias sobre sí misma. Hablaba libremente de su infancia (había vivido con su padre en una rectoría presbiteriana, en un suburbio dormitorio junto a una parada de tren en Cincinnati, en una casa de setenta años de antigüedad con un porche de madera); sobre su trabajo; sobre Tess; menos a menudo, y más reacia, sobre su matrimonio. Nada en su vida de alguna forma resguardada la había preparado para Ray, que había manifestado amor por ella pero que únicamente había querido amueblar su vida con una mujer de la manera convencional, y para el cual la crueldad era el último recurso. Aquel tipo de hombre abundaba sobre la Tierra, pero Marguerite nunca se había tropezado con uno. Lo que había seguido había sido una pesadil a de nueve años de iluminación.
¿Y qué veía el a en Chris? No exactamente al anti-Ray, pero quizás una visión más benevolente de la masculinidad, alguien en el que poder confiar, alguien en el cual apoyarse sin miedo a tener que retribuir de alguna forma; y él se sentía halagado por aquello, pero era una opinión propia. No era que fuese incapaz de amar. Había amado su trabajo, había amado su familia, había amado a su hermana Porcia, pero las cosas que él amaba tendían a hacerse trizas en sus manos, destrozadas por su torpe deseo de protegerlas.
Él nunca le haría daño de la forma en que lo hizo Ray, pero a largo plazo quizás resultara ser igual de peligroso.
Tess le había dicho cuál era la mejor zona para tirarse en trineo, a lo largo de las pequeñas colinas a unos pocos cientos de metros del Paseo Globo Ocular, donde la carretera de acceso acababa en un callejón sin salida asfaltado. Las torres de refrigeración del Paseo aparecieron a la izquierda de la carretera, como oscuros centinelas en un paisaje blanco. Tess volvió a romper el silencio.
—¿Porcia tenía problemas en el colegio?
—Claro que sí. Todo el mundo los tiene en alguna ocasión.
—Odio Educación Física.
—Yo nunca pude subir aquel a cuerda —confesó Chris.
—Todavía no subimos cuerdas. Pero tenemos que llevar esa estúpida ropa de deporte. ¿Porcia tuvo pesadil as alguna vez?
—A veces.
—¿Cómo eran sus pesadil as?
—Bueno… No le gustaba hablar de ellas, Tess, y yo le prometí que no se lo contaría a nadie.
Los ojos de Tess lo estaban valorando. Estaba decidiendo si podía confiar en él, pensó Chris. Tess le dispensaba su confianza cautelosamente. La vida le había enseñado que no se podía confiar en todos los adultos. Una dura lección, pero útil.
Pero si todavía guardaba los secretos de Porcia, quizás guardara los de el a.
—¿Te ha hablado mi madre de la Chica del Espejo?
—No. ¿Quién es Chica del Espejo?
—Eso es lo que hay de malo en mí —otra mirada de soslayo—. Tú sabías que me pasaba algo raro, ¿no?
—Me lo pregunté un poco, la noche en la que tuvimos que ir a la clínica.
—La veo en los espejos. Es por eso que la l amo la Chica del Espejo. —Hizo una pausa—. La vi en la ventana aquella noche. Me cogió por sorpresa. Supongo que me enfadé.
Chris sintió la gravedad de la confesión. Se sentía halagado porque Tess hubiera hablado de aquello con él.
Aflojó un poco la presión sobre el acelerador, exprimiendo al máximo el tiempo de charla.
—Se parece a mí, pero no soy yo. Eso es lo que nadie entiende. ¿Tú qué crees? ¿Estoy loca?
—No me pareces una loca.
—No hablo de el o porque la gente piensa que estoy pirada. Quizás lo esté.
—En la vida pasan cosas que no entendemos. Eso no te convierte en una pirada.
—¿Cómo es que nadie más puede verla?
—No lo sé. ¿Qué es lo que quiere?
Tess se encogió de hombros con irritación. Aquella era una pregunta que le habían hecho muchas veces.
—No lo dice.
—¿Habla?
—No con palabras. Creo que solo quiere que preste atención a cosas. Creo que no puede prestar atención a no ser que yo lo haga. ¿Tiene eso algún sentido? Pero eso es solo lo que yo pienso. Es únicamente una teoría.
—Porcia a veces hablaba con sus juguetes.
—No es como eso. Eso es una cosa de niños. —Apartó los ojos—. Edie Jerundt habla con sus juguetes.
Lo mejor era no presionarla. Ya era suficiente con que se hubiera abierto a él. Condujo en silencio hasta el final de la carretera, hasta la explanada donde había aparcada media docena de coches.
La cuesta más pronunciada de la colina nevada estaba salpicada con trineos, tablas y padres complacientes.
—Hay muchos aviones hoy —dijo Tess, saliendo del coche. Chris miró al cielo pero no vio nada más que una huel a en el horizonte. Otro comentario críptico de Tess.
—¿Me ayudas a l evar el trineo hasta arriba?
—Claro.
—¿Te montarás conmigo?
—Si tú quieres. Pero te tengo que avisar de que hace años que no me monto en uno.
—Dijiste que no tenías trineo.