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Pesadamente, fue subiendo la colina. Tess permanecía inmóvil, mirando los restos del avión. No lo reconoció cuando la l amó. Mala señal. Estaba bajo algún tipo de shock, supuso Chris.

Se arrodilló frente a ella, interpuso su cara en su línea de visión y le puso las manos sobre los pequeños hombros.

—Tess —dijo—. Tess, ¿estás bien?

Al principio la niña no reaccionó. Después empezó a temblar. Su cuerpo se estremecía. Parpadeó y abrió la boca sin emitir sonido alguno.

—Tenemos que llevarte a algún sitio caliente —le dijo.

Tess se apoyó sobre él y rompió a l orar.

Marguerite perdió el rastro de Charlie en el caos bul icioso de la sala de control.

Durante una fracción de segundo reinó la más completa oscuridad (un fallo eléctrico total). Luego las luces parpadearon, volvió la electricidad y la sala se l enó de voces. Marguerite encontró una esquina vacía y se apartó al í. No había nada que pudiese hacer para ayudar, y sabía que lo mejor era no interferir.

Algo malo había ocurrido, algo que no comprendía, algo que había empujado a los ingenieros a un frenesí de actividad. Se concentró en la gran pantalla de la pared, en la transmisión directa desde el Ojo, todavía alarmantemente en blanco. Podría acabar en cualquier momento.

Sonó su teléfono. Lo ignoró. Distinguió a Charlie y lo observó dando vueltas por la sala, coordinando la actividad. Como se veía desamparada, o al menos incapaz de ayudar, comenzó a sentir un presentimiento de pérdida. Pérdida de inteligibilidad. Pérdida de orientación. Pérdida de visión. Pérdida del Sujeto, con el cual había estado luchando para cruzar un desierto en el corazón de una tormenta. Periódicamente, en la pantalla de la pared se formaban cascadas de color. Marguerite observaba, intentando extraer una imagen de todo aquello, pero fracasando. Nada de señal, tan solo interferencias. Únicamente interferencias.

«Unas pocas luces verdes más», oyó decir a alguien. ¿Eso era bueno? Aparentemente sí. Allí venía Charlie, no sonreía pero la expresión de su rostro no era tan grave como la que había tenido antes… ¿Hacía cuánto? ¿Una hora?

—Estamos recuperando algo —le dijo.

—¿Una imagen?

—Quizás.

—¿Todavía está centrada en el Sujeto?

—No te impacientes, Marguerite.

Se concentró de nuevo en la pantalla, que había comenzado a l enarse con una nueva luz. Diminutos mosaicos digitales, ensamblados en las insondables profundidades de los tanques de los O/CBE. Blanco difuminándose hacia marrón rojizo. El desierto. Estamos volviendo, pensó Marguerite, y un hormigueo de alivio recorrió su columna vertebral. ¿Pero dónde estaba el Sujeto, y qué era aquel vacío blanco?

—Arena —murmuró. Finos granos de silicato ajenos al viento. La tormenta debía de haber pasado de largo. Pero la arena no estaba inmóvil. La arena se amontonaba y se deslizaba de un lado a otro.

El Sujeto surgió de un manto de arena. Había sido enterrado por el vendaval, pero estaba vivo. Salió haciendo fuerza con los brazos y después se incorporó, con gesto vacilante, bajo la sobrecogedora luz del sol. La cámara virtual se alzó con él. A su espalda, Marguerite pudo ver la tormenta de arena retirándose hacia el horizonte, arrastrando torbel inos negros como nubarrones.

Todo alrededor del Sujeto eran líneas y ángulos de roca. Viejas columnas de piedra y estructuras piramidales y cimientos erosionados por la arena. Las ruinas de una ciudad.

TERCERA PARTE

La ascensión de los invisibles

«El hombre, en la Tierra, no podía ir más allá conquistando las limitaciones de la atmósfera, los metales y la óptica. A través de aquel espejo gigantesco, de aquel telescopio en cuya construcción se habían unido durante años los esfuerzos de decenas de grandes mentes para crear un instrumento de eficacia, complejidad y alcance sin rival, equipado con todos los dispositivos que querían y conocían los astrónomos, el estudio del universo había alcanzado su clímax».

—Donald Wandrei,
Coloso, 1934.

17

Ya estaban entrando en febrero, y a Marguerite, que volvía a casa en su coche después del viaje de aprovisionamiento de los sábados, le resultaba obvio cuánto había cambiado Blind Lake.

A primera vista todo seguía igual. Los camiones quitanieve todavía salían de las entradas traseras de la zona comercial cuando quiera que nevara, y mantenían las calles suficientemente despejadas. Las luces todavía brillaban en las ventanas por la noche. Todo el mundo estaba caliente y nadie pasaba hambre.

Pero también había algo lastimoso en la ciudad, un elemento no deseado. No había contratistas externos para reparar los baches en las carreteras ni reemplazar las tejas que habían caído de muchos tejados por efecto de las tormentas que se habían sucedido tras la Navidad. La basura se recogía en horario regular, pero no podía ser evacuada de la ciudad. Los encargados de sanidad habían creado un vertedero provisional en el extremo oeste del lago, cerca de la verja del perímetro y tan lejos como fue posible tanto de la ciudad como de las marismas protegidas. Aun y todo, el hedor flotaba en el aire como un augurio de decadencia, y en días especialmente ventosos había visto papeles arrugados y envoltorios de comida surcando el cielo en remolinos, a lo largo de la zona comercial, como matojos en el desierto. La pregunta era tan corriente que ya nadie se molestaba en realizarla: «¿cuándo va a acabar?».

Porque tenía que acabar en algún momento.

Tess había vuelto del sitio donde se había estrellado la avioneta débil y aturdida. La había abrigado, le había hecho tomar sopa caliente y la había l evado a la cama. Marguerite no había dormido, pero Tess sí había podido y a la mañana ya parecía de nuevo ella misma. «Parecía» era la palabra clave. Entre Navidad y Año Nuevo casi no había mencionado a la Chica del Espejo y no habían sucedido otros episodios preocupantes, pero Marguerite había reconocido la inquietud en el rostro de Tessa y había notado los silencios de su hija, un tanto más pesados de lo que podía achacarse a su timidez habitual.

Había sido extremadamente reacia a enviar a Tess para que pasara su semana con Ray, pero no tenía razones para negarse a hacerlo. Si se hubiera opuesto, Ray casi seguramente habría enviado a uno de sus policías de alquiler para l evarse a Tess a la fuerza. De modo que, con una profunda sensación de intranquilidad, había ayudado a su hija a hacer su equipaje con sus posesiones más atesoradas, y la había acompañado hasta la puerta tan pronto como Ray dobló la curva con su pequeño coche de color de escarabajo.

Ray se había mantenido como una silueta entre las sombras de su coche, sin querer mostrarse. Le parecía confuso, pensó ella, como un recuerdo borroso. Vio cómo Tess lo saludaba con una alegría que le pareció falsa, o bien desgarradoramente inocente.

El único lado bueno de todo aquel o era que durante la próxima semana pasaría más tiempo libre con Chris.

Volvió a la casa por el camino de entrada, pensando en él.

Chris. Le había causado una gran impresión, con sus ojos heridos y su evidente valor. Por no mencionar la forma en que la tocaba, como un hombre que se metiera en un arroyo de agua tibia, comprobando su calor antes de abandonarse a él. El bueno de Chris, que tanto miedo le daba.

La asustaba porque tener un hombre en la casa (tener una relación íntima con un hombre) le provocaba recuerdos desagradables de Ray, aunque fuera únicamente por el contraste. El olor de la loción de afeitado en el baño, unos pantalones de hombre olvidados en el suelo del dormitorio, el calor masculino insistiendo en los recovecos de las sábanas… Con Ray, todas aquel as cosas habían l egado a parecerle repugnantes, tan molestas como un cardenal. Pero con Chris era justo al contrario. La noche anterior se había sorprendido no solo yendo voluntariamente a lavarle la ropa, sino inhalando furtiva su olor de una camiseta antes de echarla a la lavadora. Qué ridículamente adolescente, pensó Marguerite. Qué peligrosamente se estaba enamorando de aquel hombre.