Suponía que aquello era al menos terapéutico, como quitarse el veneno de una picadura de serpiente.
La gente hablaba de «romances del bloqueo». ¿Era aquello un romance de ese tipo? La experiencia de Marguerite era limitada. Ray había sido no solo su primer marido, sino también su primer amante. Marguerite había sido, como Tess, una de aquellas extrañas niñas de clase: brillante pero torpe, no especialmente bonita, refugiada en el silencio en las reuniones sociales. Marguerite nunca había tenido amigos de verdad de ninguno de los dos sexos, al menos no hasta llegar a la universidad Al í, al menos, había conocido colegas, gente que respetaba su talento, gente que la apreciaba por sus ideas, algunos de los cuales habían progresado en su escala hasta llegar a ser amigos.
Quizás fuera por aquello por lo que le había impresionado tanto Ray cuando este comenzó a mostrar un interés explícito en ella. Ray había sido su jefe durante diez años, y trabajaba en Astrofísica cuando ella todavía estaba luchando por encontrar la forma de entrar en Crossbank. Él había sido brusco en sus opiniones pero halagador hacia Marguerite, y la había estado evaluando claramente para el matrimonio desde el principio. Lo que Marguerite no había aprendido era que, para algunos hombres, el matrimonio era una licencia para dejar caer la máscara y mostrar sus verdaderos y terribles rostros. Aquello no era meramente una metáfora de un discurso: a Marguerite le parecía que su rostro había cambiado verdaderamente, que el amable y comprensivo Ray de su noviazgo había cambiado tan eficientemente como una serpiente cambia de piel.
Estaba claro que no sabía juzgar a las personas.
Entonces ¿qué era lo que estaba pasando con Chris? ¿Un romance del bloqueo? ¿Un segundo padre en potencia para Tess? ¿O algo a medio camino entre las dos cosas?
¿Y cómo podía ella siquiera comenzar a construir la idea de un futuro, cuando incluso la posibilidad de un futuro podía acabar en cualquier momento?
Chris había estado trabajando en su estudio del sótano, pero subió las escaleras cuando la escuchó pasear por la cocina sin hacer nada en particular.
—¿Estás ocupada? —le dijo.
Bueno, aquel a era una pregunta interesante. Era sábado. No tenía por qué trabajar. Pero ¿qué era trabajo y qué no lo era? Durante meses había dividido su atención entre Tess y el Sujeto, y ahora Chris. Para aquel día había planeado poner sus notas al día y mantener la vista puesta en la transmisión en directo. La odisea del Sujeto continuaba, aunque la crisis de la tormenta de arena había terminado y la ciudad en ruinas ya quedaba lejos a su espalda. Había dejado la carretera; estaba viajando a través del desierto vacío; su condición física había cambiado de forma problemática, pero no sucedía nada absolutamente crítico, al menos no por el momento.
—¿Qué tienes en mente?
—El piloto que rescaté de los restos de la avioneta está en situación estable en la clínica. Había pensado en ir a hacerle una visita.
—¿Está despierto? —Marguerite había oído que estaba en coma.
—Todavía no.
—Entonces, ¿qué sentido tiene ir a visitarlo?
—En ocasiones uno necesita volver a los orígenes de las cosas.
De vuelta al coche entonces, de vuelta a la carretera con Chris al volante, de vuelta a través de la tarde brillante y fría de febrero y de la basura empujada por el viento.
—¿Cómo vas a deberle tú algo a él? Le salvaste la vida.
—Para mejor o para peor.
—¿Cómo podría ser para peor?
—Ha sufrido quemaduras muy graves. Cuando se despierte va a vivir en un mundo de dolor. No es solo eso. Estoy seguro de que a Ray y sus muchachos les encantaría interrogarlo.
Aquel o era cierto. Nadie sabía porqué la pequeña avioneta había estado volando sobre Blind Lake o qué era lo que el piloto esperaba conseguir violando una zona de acceso restringido. Pero el incidente no había aumentado demasiado el nivel de ansiedad de la ciudad. En el último par de semanas se habían registrado tres intentos más de sobrepasar la verja de seguridad desde dentro, todos llevados a cabo por individuos que actuaban en solitario: un trabajador de día, un estudiante y un ayudante de análisis. Los tres habían muerto a causa de los zánganos de bolsil o, aunque el analista había conseguido alejarse sus buenos cincuenta o sesenta metros, l evando un traje térmico para ocultar su señal infrarroja.
No se había recuperado ninguno de los cuerpos. Todavía estarían allí, pensó Marguerite, cuando la nieve se derritiera en primavera.
Como algo olvidado de una guerra, quemados, congelados y deshelados: residuos biológicos. Alimento para los buitres. ¿Había buitres en Minnesota?
Todo el mundo estaba asustado y todo el mundo estaba desesperado por saber por qué Blind Lake había sido puesto en cuarentena, y cuándo terminaría (o, pensamiento innombrable, si terminaría). De modo que sí, el piloto sería interrogado, quizás contundentemente, y sí, sentiría con toda seguridad mucho dolor, a pesar de las reservas de analgésicos neuronales de la clínica. Pero aquello no invalidaba el acto de coraje que Chris había llevado a cabo. Ella ya había sentido otras veces en Chris aquellas dudas sobre las consecuencias de sus buenos actos. Quizás su libro sobre Galliano había sido una buena acción, al menos desde su punto de vista. Buenas intenciones que acaban mal. Y había sido castigado por ello. Una vez herido, dos veces tímido. Pero parecía que le había l egado más profundo que todo aquel o.
Marguerite no entendía cómo un hombre tan aparentemente decente como Chris Carmody podía sentirse tan inseguro de sí mismo, cuando cabrones con certificado como Ray andaban por ahí como si estuvieran en posesión de la virtud. Recordó unos versos de un poema que había estudiado en el instituto: los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad…
Chris estacionó en el cercano aparcamiento vacío de la clínica. El solsticio había quedado atrás y los días se iban haciendo cada vez más largos, pero aún era febrero y el pálido sol estaba cercano a la línea del horizonte. Chris la cogió de la mano mientras atravesaban la puerta de la clínica.
No había nadie en recepción, pero Chris tocó el timbre que había sobre el mostrador y una enfermera apareció un momento más tarde. Conozco a esta mujer, pensó Marguerite. Aquella mujer regordeta y con prisas era la madre de Amanda Bleiler, un rostro familiar de cuando dejaban a sus hijas en el colegio cada mañana de la semana. Alguien a quien conocía lo suficiente como para saludarla. ¿Cuál era su nombre de pila? ¿Roberta? ¿Rosetta?
—Marguerite —dijo reconociéndola—. Y usted debe de ser Chris Carmody. —Chris había telefoneado avisando de que se iban a pasar.
—Rosalie —dijo ella mientras su nombre se deslizaba entre sus labios un momento antes de pronunciarlo—, ¿qué tal le va a Amanda?
—No está mal, dentro de lo que cabe. —Dentro de lo que cabe teniendo en cuenta el bloqueo, quería decir. Teniendo en cuenta que había cadáveres enterrados bajo la nieve, fuera del perímetro de seguridad. Rosalie se volvió hacia Chris—. No hay problema si quiere ver al señor Sandoval, ya lo he hablado con el doctor Goldhar, pero no abrigue demasiadas esperanzas, ¿de acuerdo? Y tendrá que ser una visita rápida. Un par de minutos como mucho, ¿vale?